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Las peligrosas sombras salvajes que suelen deambular por el cruce de calle Condado y la Ponce de León en Santurce se disiparon como por arte de magia aquel viernes después de las tres de la mañana. Un extraño glow que emanaba del bonche de chamaquitos extasiados que hacían fila para entrar a las discotecas Mansion, Red Shield y Atmosphere se apoderó de la zona, transformándola en una confluencia de pasadizos adecuados para poner en marcha todo tipo de intercambios felices. Fue una convocatoria de maratón de música electrónica after hours capitaneado por varios DJs de aquí y de Europa, como Dani Montes y Alland Byallo (Bad Animal), lo que provocó el masivo desembarco de toda aquella carne fresca estudiantil en esa parte de la ciudad maldita y, por supuesto, también una crisis de parking. Estacionar el carro bien lejos te forzó a llegar a pie a la escena, junto con el fotógrafo, pero también les facilitó la integración entre los corillos que jangueaban frente a los negocios, situación que se veía prácticamente imposible debido a la diferencia de edades y la presencia de la cámara. Minutos luego, la vista se les fue hacia el dúo enamorado que se enroscaba en un abrazo largo sin tapujos debajo de un poste. En medio de aquella llanura decadente, aquel muchacho se fundía con aquella chica hasta borrarse. Se imaginaron que ese gesto de ternura era el centro del fuego que quemaba a los espectadores ansiosos y erotizados. Entraron a los clubs y, a punto de dar las cuatro, se contagiaron en las pistas con la vibra tecnotranseléctrica. Ellos bailaban al ritmo de los sonidos computarizados, desinhibidos, moviendo cabezas y cuerpos con euforia, confundiéndose entre los rayos láser como si pudiesen absorberlos, rebotarlos, y así jugar absortos hasta las siete por lo menos. Te sentaste a observarlos y trataste de separar los hilos invisibles de los beats que te devolvían en forma de eco las paredes y las cortinas. Permitiste que entraran a tu mente susurros y cantazos. Te dejaste ir, primero flotando y después descendiendo con fuerza hasta volver al origen. Como a las cinco y media, cavilaste sobre la ocupación del barrio, sobre la condición de “ellos”, los outsiders: no más que visitantes nocturnos burguesitos atraídos desde sus urbanizaciones protegidas por las leyendas verificables sobre los peligros del gueto. Le comentaste al fotógrafo tu supuesto trauma y él te despachó con un simple “¿y qué tiene que ver?; vuelve al party”.