"Aquí el gobierno somos nosotros", me dice uno de los hombres armados con arco y flechas que vigilan entre el grupo de indígenas que han tomado el control del aeropuerto de Santa Elena de Uairén, en las cercanías de la frontera sur de Venezuela con Brasil.
Son pemones, el pueblo que habita las tierras de la Gran Sabana y el Parque Nacional Canaima, un gran espacio natural protegido en el sureste de Venezuela, y que hace semanas se alzó en una rebelión general contra el gobierno de Nicolás Maduro.
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Los pemones llevan siglos viviendo de acuerdo con sus leyes y costumbres en esta tierra que cuenta con maravillas como el Salto Ángel, la caída de agua más alta del mundo y una de las postales más reconocibles de Venezuela, y con gran riqueza mineral.
Pero el pasado 8 de diciembre, el pueblo indígena saltó a los titulares tras un turbio episodio.
La prensa local informó de la muerte del joven pemón Charly Peñaloza, de 21 años, abatido en la zona del campamento El Arenal, junto al Río Carrao, por un comando de la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM).
Según el relato de medios locales, Peñaloza cayó cuando defendía a otros indígenas atacados con armamento de guerra por un operativo encubierto en el que, además de la DGCIM, participaron medios de la Corporación Eléctrica Nacional (Corpoelec), la empresa eléctrica de Venezuela.
Los lugareños acabaron reduciendo a los funcionarios gracias su superioridad numérica y capturaron a algunos de ellos.
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También se hicieron con las armas y explosivos que portaban los asaltantes.
Los líderes pemones califican la muerte de Peñaloza de "asesinato", descripción compartida por la organización Amnistía Internacional, que ha exigido el fin de los ataques del gobierno contra las comunidades indígenas.
"Combate contra la minería"
No fue hasta el día 12 cuando el presidente Maduro enmarcó lo ocurrido en "el combate contra la minería ilegal que ha hecho un daño terrible en el Parque Nacional Canaima" y aseguró que "hay grupos armados que han conseguido infiltrar algunas comunidades indias".
Pero no sólo hay un interés ecológico.
Ante el declive de su sector petrolero y el impacto de las sanciones de Estados Unidos, Maduro asegura que la golpeada economía de Venezuela resistirá gracias a la explotación de sus riquezas minerales.
En 2016 decretó la creación de la Zona de Desarrollo Estratégico Nacional Arco Minero del Orinoco, con la que su gobierno busca una alternativa en las minas de esta vasta zona, que se extiende hasta la frontera con Guyana al este y con la de Brasil al sur, y en la que, además del oro, abundan el hierro, la bauxita, los diamantes y el coltán.
Maduro ha suscrito en los últimos dos años acuerdos con Turquía para enviar allí el oro venezolano y evitar así que sea inmovilizado por otros estados a causa de las sanciones.
Varias voces en pro de la conservación de la naturaleza han alertado de que las explotaciones mineras sin control que han proliferado en los últimos años amenazan no solo la cuenca del Orinoco, sino también el paraíso habitado por los pemones, tres millones de hectáreas de pura naturaleza reconocidas como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, donde se alzan los famosos tepuyes, unas de las formaciones geológicas más antiguas y singulares de la Tierra.
Los pemones acusan al gobierno de que con el pretexto de la defensa del medio ambiente no busca sino justificar la militarización de la zona para asegurarse el control de sus recursos. El Ministerio de Comunicación no respondió a la petición de información de BBC Mundo sobre la situación en Canaima.
Para cuando el presidente habló el día 12 de diciembre, los pemones ya habían iniciado sus protestas por la muerte de Peñaloza. Cortaron la carretera Troncal 10, que conduce hacia Brasil, iniciaron una huelga general y se hicieron con el control del aeropuerto de Santa Elena de Uairén, en la frontera con Brasil, lo que impidió el acceso a Canaima sin su autorización.
La movilización general indígena obligó a la suspensión en el territorio de las elecciones locales que se celebraron en el resto de Venezuela el 9 de diciembre.
Rumbo a Canaima
Para conocer la realidad sobre el terreno y las razones del pueblo pemón emprendí con un equipo de la BBC un largo viaje desde Caracas hasta Canaima, en el corazón del parque.
Canaima solo es accesible en las avionetas que habitualmente trasladan a los turistas que pagan miles de dólares por llegar hasta allí.
Iba a necesitar del permiso de los caciques pemones, los jefes de las comunidades, para volar desde Santa Elena y acceder a sus tierras.
Llegar a Santa Elena me llevó dos días por las peligrosas carreteras venezolanas. Fueron casi 1.300 kilómetros de baches, neumáticos reventados y controles policiales.
Atravesando poblaciones como Tumeremo, Las Claritas o El Callao, comprendí la importancia que han adquirido el oro y la minería ilegal en el Estado Bolívar.
En medio de la crisis venezolana, con muchas familias sufriendo para obtener comida, medicinas y otros artículos de primera necesidad, muchos han encontrado en la extracción de oro una fuente de sustento.
Ante la asamblea pemona
En Santa Elena nos esperaba un miembro del Consejo de Caciques, la entidad en la que se reúnen los jefes de las comunidades pemones. Se le veía nervioso y agotado por los días de tira y afloja tras la muerte de Peñaloza. "Esto no es una broma, estamos luchando contra el Estado", nos dijo.
En el aeropuerto, sin embargo, las docenas de pemones que llevaban días concentrados en el aeródromo para evitar que cayera en manos de las fuerzas gubernamentales exigieron saber quiénes éramos y qué íbamos a hacer a Canaima.
Los pemones discuten todos los asuntos relevantes en largas asambleas. Comenzó entonces una deliberación en lengua pemón, totalmente indescifrable para quien no la comprenda.
En agonía
Allí a pie de pista, un anciano llamado Wesley me explicó que la caída del turismo está dejando a su gente sin alternativas.
"Aquí solían venir muchos extranjeros, pero ahora vivimos una agonía. Necesitamos ayuda y lo que vemos es que el gobierno inicia una guerra encubierta para matarnos".
A pocos metros, armado con arco y flechas, un hombre de mediana edad llamado Antonio Martínez, a quien me presentaron como descendiente de "grandes guerreros", me contó cuáles cree que son las razones del conflicto.
"Esta es una lucha de larga data. Han querido dominarnos por las riquezas auríferas de nuestras tierras. Lo consiguieron con nuestros padres, pero con nosotros no podrán".
Poco después despegamos en una pequeña avioneta Cessna y sobrevolamos una arboleda extensa y tupida. Ya un amigo me había advertido: "Sentirás que vuelas sobre un inmenso brócoli".
Pero al brócoli le han salido una heridas bien visibles.
Desde el aire se aprecia la proliferación de una explotaciones mineras que le van comiendo terreno a la vegetación, alterando así un ecosistema único.
Al aterrizar en la única pista del aeropuerto de Canaima descubrimos que docenas de indígenas aguardaban expectantes nuestra llegada.
Otro cacique se encargó de recibirnos, pero su bienvenida no evitó que registraran meticulosamente nuestros equipajes.
Habíamos caído en una comunidad que vivía en estado de excepción, tanto que incluso para conectarse a las redes wifi operativas había que solicitar permiso al Consejo de Caciques.
Un grupo de guardias nos escoltó hasta la posada en la que nos alojaron.
El ambiente era tan tenso que, pese a los esfuerzos del afable guía que nos asignaron, se hacía difícil disfrutar de maravillas como la laguna de Canaima.
Atendiendo a la llamada de sus hermanos de Canaima, centenares de indígenas de otras comunidades se habían trasladado allí para apoyarles ante el peligro de una nueva incursión militar que muchos daban por segura.
Circulaba incluso el rumor de que un equipo de combate del ejército estaba ya listo.
Otras aseguraban que el ministro Vladimir Padrino llegaría ese mismo día a Canaima para resolver la crisis.
Los pemones estaban muy nerviosos después de días lejos de casa y preparados para cualquier escenario. No eran pocos los que se decían convencidos de una "guerra" inminente y dispuestos a morir en ella.
Mientras los caciques seguían en sus interminables reuniones, los tres miembros de la DGCIM capturados permanecían bajo custodia de las autoridades indígenas a la espera de que se decidiera su suerte.
Achimiko, de 32 años, y encargada de una de las posadas turísticas, me invitó a compartir con ella y su familia un plato de tumá, un guiso picante típico de la cocina pemón.
Me contó su historia, que según ella es la de otros muchos, mientras sus familiares bañaban en una gran olla compartida trozos de casabe, un pan de yuca muy popular en Venezuela.
"Mi familia ha trabajado toda la vida recibiendo a los turistas, pero desde que está este gobierno ya no vienen".
La crisis del turismo
La inseguridad y otros problemas que aquejan a Venezuela han hecho que muchos extranjeros la descarten como destino.
"El gobierno es el que nos ha obligado a irnos a las minas. No lo hacemos porque queramos, sino por necesidad", aseguró Achimiko.
Decía estar "indignada" con Maduro. "Nos acusan de vender el oro en el extranjero, cuando en realidad se lo estamos vendiendo al mismo gobierno. Lo que quieren es tener un solo mando aquí para tener ellos el control".
Jesús Fernández nos ofreció un café y nos contó que años atrás dejó su trabajo de docente porque el sueldo no le alcanzaba más que para dos paquetes de harina PAN, la más usada para las populares arepas, y ahora se gana la vida combinando su trabajo en la mina con otros que le salen como albañil.
"Nunca pasamos una situación tan difícil como la de ahora y es eso lo que nos ha llevado a la mina".
Cuando toca trabajar, a Jesús lo pasan a recoger sus socios y se marcha durante días a las balsas mineras de la zona.
Allí, subido en una curiara, la barca tradicional indígena, su función es la de asegurarse que los buzos que se sumergen durante horas en busca del preciado metal cuenten con el oxígeno suficiente.
A veces hay que buscar durante días hasta que se encuentra lo que se busca.
Con sus compañeros, completa jornadas desde las seis de la tarde hasta las seis de la mañana del día siguiente tras las que cada uno suele tocar a una grama de oro en polvo.
La grama puede venderse por una cantidad que ronda los US$26, cuatro veces más que su salario mensual de profesor.
Para este pemón extraer y vender oro parece haberse convertido en el último recurso para conseguir ingresos.
El parque no les pertenece
Una de las personas que ha seguido más de cerca los problemas de este pulmón de Sudamérica es la popular periodista de viajes Valentina Quintero, que lleva años dedicada a dar a conocer al público venezolano los tesoros de su país.
Hablé con ella en su casa de Caracas y se mostró crítica con los pemones mineros, a los que recuerda que, además de las leyes de la República, son sus creencias ancestrales las que los obligan a cuidar del entorno singular que habitan.
"Deben ser los garantes de la vida en el Parque Nacional y por eso causa tanto estupor que ellos, que son los habitantes originarios, vayan en contra de sus costumbres y hayan empezado a trabajar la minería allí".
Argumentos como este no le bastan al minero Jesús Fernández. "Somos conscientes de que el trabajo en la mina daña la naturaleza, pero aquí no nos vamos a morir de hambre", me dijo.
Sin noticias del gobierno
Nuestro primer día entre los pemones concluyó con un breve encuentro con los caciques.
Tenían la esperanza de que Padrino hiciera finalmente acto de presencia en Canaima y esperaban que cubriéramos la noticia de su llegada.
Parecieron decepcionados cuando les dijimos que creíamos poco probable que el ministro fuera a aparecer.
Querían decirle a Padrino y al mundo que, al contrario de lo que afirma el gobierno, no tienen armas y son gente de paz.
Quizá porque ya se habían convencido de que Padrino no iba a llegar, al día siguiente los caciques ya no se preocuparon de nosotros.
Algunos pemones descontentos con la actuación de los caciques se nos acercaban. Querían una información que no teníamos sobre cómo discurrían los contactos de sus jefes con las autoridades.
También nosotros esperábamos noticias, sobre todo la de cuándo podríamos salir de allí.
Como nos habían advertido, "el tiempo pemón es lento".
Volvimos a ver al líder con el que primero nos encontramos en Santa Elena.
Seguía muy preocupado. Contó que llevaba días sin dormir, encargó una gran botella de cerveza y repetía una y otra vez que la situación se estaba complicando.
Temía tanto una posible reacción de las fuerzas gubernamentales como un estallido de la indignación de su pueblo, que llevaba días esperando a que "pasara algo".
Tensión en el aeropuerto
Nos informó también de que estaba en camino un avión en el que podríamos regresar a Santa Elena, pero que no estaba claro si el Instituto Nacional de Aeronáutica Civil autorizaría el vuelo.
En el aeropuerto descubrimos que los temores del cacique a que el descontento de los pemones se desbordara estaban más que justificados.
En la pista se habían concentrado docenas de jóvenes con el rostro cubierto por sus pinturas tradicionales, señal de que se preparaban para pasar a la acción, y algunos desaprobaron nuestra marcha.
Me pedían que nos quedáramos hasta que llegara allí la mediación internacional que habían solicitado para protegerse de posibles nuevas acciones hostiles del Ejército.
Finalmente, salí de allí tras una apresuradas despedida y convencido de que doblegar a los pemones no será fácil.
"O nos matan o los matamos"
Al día siguiente, mientras rodaba de regreso a Caracas, llegó a mi teléfono un video que reafirmó esa impresión.
Sobre el escenario del auditorio comunal, los tres funcionarios de la DGCIM capturados aparecían cabizbajos y maniatados.
Sentado entre docenas de pemones, un general de la Fuerza Armada Nacional desplazado a Canaima para negociar con los indígenas escuchaba las palabras que le dirige José Luis Galletti, uno de sus más respetados líderes.
https://www.youtube.com/watch?v=UPEVkW2NlXY
Galletti anuncia que devolverán el armamento intervenido a los miembros de la DGCIM, pero advierte: "Nosotros damos nuestra vida por nuestro pueblo. Si llegara a ocurrir otra incursión dentro de nuestro territorio y contra nuestro pueblo tenga por seguro que no va a terminar así. O nos matan o los matamos con sus armas".
El militar escucha impasible. Es, por ahora, la última imagen del conflicto de los indígenas con el Estado.
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