"Venezuela es hoy otro país".
Me lo repiten una y otra vez desde que hace tres meses llegué a este lugar fascinante, diez años después de mi anterior viaje, en 2008.
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Eran otros tiempos. Y lo noté en cuanto bajé del avión.
Recordaba las terminales del aeropuerto Simón Bolívar de Maiquetía, que sirve a la ciudad de Caracas, como un lugar bullicioso en el que decenas de taxistas y cambistas ávidos de moneda extranjera acosaban al pasajero recién aterrizado.
La mayoría ha desaparecido.
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Su lugar lo ocupan grupos de chiquillos en busca de la limosna o el descuido de los pocos viajeros que aún llegan.
Los policías de la terminal los espantan de vez en cuando amenazando con engrilletarlos, pero ellos vuelven a las primeras de cambio.
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En 2008, vine desde Madrid en un vuelo de Iberia lleno. Esta vez lo hice desde Miami en uno de American Airlines, con más asientos libres que ocupados, como nuevo corresponsal de BBC Mundo.
Para cuando llegué a la sala de recogida de equipajes, mis maletas ya habían dado varias vueltas a la cinta. Como ahora hay tan pocos vuelos, uno apenas espera.
La antaño ajetreada Caracas parece, como su aeropuerto, languidecer.
Hay mucho menos tráfico y comercios cerrados por doquier.
Mientras sortea con admirable habilidad los boquetes en el asfalto, mi conductor empieza una letanía que se me hará familiar y penosa: "Esta vaina está quebrada, pana".
Él, un padre de familia que supera los 50 años, ha decidido quedarse. "¿Qué voy a hacer yo en otro lugar?’", se pregunta.
Yo no sé qué responderle.
Muchos venezolanos más jóvenes que él se han marchado ya, o planean hacerlo, de un país que según los informes de instituciones financieras internacionales vive una de las peores crisis económicas de la historia.
El gobierno niega un éxodo que ha puesto en alerta a países vecinos como Colombia y Brasil. Dice que son todo inventos de la "campaña mediática" en su contra.
Yo, que no he hecho un estudio estadístico en profundidad, solo puedo dar fe de que en mis varias visitas a los servicios de migración he sido siempre el único extranjero en la fila.
En cambio, los venezolanos en busca de un pasaporte válido para poder marcharse se agolpan en la calle desde la madrugada.
Buscan un futuro fuera, como los amigos a los que visité en 2008. Uno vive ahora en Panamá, otro en Alemania… Desperdigados por el mundo, como tantos venezolanos.
La documentación en Venezuela no es fácil conseguirla.
En realidad, hay pocas cosas fáciles en Venezuela.
Al recorrer Altamira, un barrio acomodado y tradicional feudo de la oposición, me sorprende que hay gente a la que la ropa le queda grande.
Se diría que a los cinturones que sujetan sus pantalones les faltan agujeros.
Me explican que en detalles como este se refleja el deterioro en la alimentación de una clase media golpeada.
Viejos problemas
También hay cosas que no han cambiado. En algunas, Venezuela no se diferencia mucho de otros países de su entorno. Como pasa con la inseguridad.
Considerada durante años la ciudad con la tasa de homicidios más alta del mundo, Caracas sigue siendo un lugar peligroso.
Casi todos los locales nocturnos en los que bebí y bailé hace diez años ya cerraron.
Los caraqueños que quedan evitan en su mayoría salir después de la puesta del sol y en las conversaciones cotidianas siempre salen a colación relatos de robos, agresiones y otros delitos.
"A mi compadre lo mataron de un tiro en Quinta Crespo para robarle el celular", narra una mujer; "a una amiga mía le desfiguraron la cara a golpes porque se resistió a que le robaran la cámara en el Parque del Este", me dice otra más joven.
Yo, habituado durante años a regresar de madrugada tranquilamente a pie a mi apartamento en Madrid, me mentalizo para, si llega el día en que me asaltan, entregar mis cosas sin rechistar y evitar males mayores.
Poder pasear sin miedo a la delincuencia es lo que más extraño de mi país.
Solo se me olvida cuando saboreo alguna de las asombrosas frutas tropicales que crecen aquí y que en España ni imaginan.
Sigue la propaganda
Otra cosa que perdura es la propaganda.
Por todas partes hay retratos del presidente Hugo Chávez y de su sucesor, Nicolás Maduro.
Aparecen junto a las consignas típicas del socialismo latinoamericano, a las que los venezolanos, como los cubanos tiempo atrás, se acostumbraron tras el triunfo del chavismo.
Los muros desconchados que les sirven de lienzo parecen una metáfora de la pérdida de brío de una revolución que sedujo a las mismas masas populares en las que hoy crece la decepción.
En el paisaje urbano también destacan las largas filas de quienes esperan durante horas a las puertas de los bancos a poder sacar algo de dinero, una misión de lo más fatigoso.
Me hacen pensar en algo que me dijo Jean Paul, un amigo que regresó después de pasar unos años en Chile: "Los venezolanos se han acostumbrado a que los traten mal".
Los jubilados son mayoría en ellas. También veo muchas mujeres y otra frase me viene la cabeza.
Esta se la escuché al sacerdote Alfredo Infante, de la humilde barriada de La Vega de Caracas: "Las mujeres son el elemento más consistente y determinante de los barrios venezolanos".
Como en otros países latinoamericanos, en muchos hogares de los que el padre desapareció ellas son las que resisten.
Converso ahora con algunas y me doy cuenta de que sus prioridades hoy no son las mismas.
Entonces, en 2008, Shirley, que vivía en con su hija pequeña en un apartamento compartido de Petare, uno de los arrabales más grandes del continente, me contaba que había decidido gastar sus ahorros en una intervención de cirugía estética para aumentar sus pechos.
El cuidado de la estética de la mujer venezolana, que ha hecho de su país dominador de los certámenes mundiales de belleza, ha pasado para algunas a un segundo plano en el actual estado de necesidad.
Ahora se preocupan más por las medicinas que precisan sus seres queridos.
Me piden por favor que se las traiga de mis salidas al extranjero.
Hago lo que puedo exprimiendo hasta el límite el equipaje permitido en las aerolíneas con las que vuelo.
Muchos medicamentos son casi imposibles de encontrar en Venezuela. Y cuando se encuentran, su precio resulta prohibitivo para el venezolano medio.
Es una de las consecuencias de la hiperinflación, la desorbitada y constante subida de los precios.
Es conocida la tendencia de los países latinoamericanos a sufrir altas tasas de inflación, pero la venezolana ha llegado a un extremo delirante que figurará en los manuales de historia económica.
Los precios suben tan rápido que hay comerciantes que ya han desistido de indicarlos en los mostradores de venta.
Un colega venezolano ahora afincado en Europa que vino de visita recientemente se sorprendió al descubrir que una chocolatina cuesta lo mismo por lo que él vendió su apartamento hace pocos años.
Y no olvido que una de las últimas cosas que hizo el anterior corresponsal de la BBC antes de cederme el testigo fue comprarle unos zapatos a un niño de una zona marginal que había dejado de asistir a la escuela.
El chiquillo estaba harto de tener que hacer el camino descalzo a diario porque su madre no podía pagarlos.
Maravillas de un país convulso
Venezuela era y es una tierra tan prodigiosa como convulsa.
En 2008, pude conocer la deliciosa Isla Margarita, en la que conversé con simpatizantes y detractores del chavismo sobre el siempre agitado proceso político del país.
Entonces el paro petrolero, la intentona golpista de 2002 contra Chávez y la reforma constitucional que promovía caldeaban los ánimos de unos y otros.
Hoy está más fresco el recuerdo de las protestas antigubernamentales de 2017 y de otros asuntos de la siempre candente agenda política.
El país sigue sin apaciguarse.
Al poco de mi reciente llegada me desplacé para conocer otro tesoro costero venezolano, las playas del Parque Nacional Morrocoy, en la costa centro-occidental del país.
Si no fuera por sus hambrientos mosquitos, ese lugar podría confundirse con el paraíso, créanme.
Estando allí, dos drones explotaron durante un desfile militar en Caracas en lo que las autoridades consideran un intento de asesinar al presidente.
Poco después, Maduro dirigió un mensaje al país por televisión.
Confirmé con sus palabras lo que ya había notado en 2008 e intuido ahora escuchando a dirigentes políticos de uno y otro signo. La Venezuela chavista y la opositora siguen hablando idiomas distintos y, por supuesto, sin entenderse.
Para el chavismo la oposición es la "extrema derecha terrorista" dispuesta a lo que sea con tal de alcanzar el poder. Para la oposición, el chavismo es una "dictadura" que quiere retenerlo a toda costa.
Al día siguiente, mientras recorría a toda velocidad las carreteras mal asfaltadas que me devolvieron a Caracas, empecé a comprender la advertencia que me había hecho una periodista local.
"Prepárate, porque aquí pasan demasiadas vainas".
La ausencia omnipresente de Chávez
Pero quizá la principal diferencia entre la Venezuela que conocí y la que me acoge ahora tenga nombre y apellidos: Hugo Rafael Chávez Frías.
Sin él, fallecido en 2013, su revolución se resiente.
En 2008, favorecido por el alto precio del crudo, el llamado "comandante eterno" pilotaba un movimiento de izquierda joven y desbocado. Sus ambiciosos programas sociales y un carisma que incluso sus detractores admitían lo hacían inmensamente popular.
Era tanto el dinero que entraba con la venta del petróleo que Chávez podía regalarle millones de barriles a sus aliados en América Latina en un intento declarado de disputar a Estados Unidos el papel de potencia en el continente americano.
En esos viejos buenos tiempos muchos venezolanos se pagaban costosas vacaciones en el extranjero gracias los dólares baratos que el gobierno les facilitaba en condiciones muy ventajosas y que luego ellos podían vender mucho más caros en el mercado negro.
Lo llamaban el "dólar viajero", un despilfarro del que muchos ahora se lamentan.
Chávez es hoy un ausente que está muy presente. Tras recorrer juntos el mercado de Catia, otra populosa barriada caraqueña, Josefina, una profesora universitaria, me cuenta con un brillo en la mirada por qué lo adoraba.
"Era un hombre muy especial, con muy buena energía y llegó con el mensaje de que había que preocuparse de los pobres, de los necesitados".
Recuerda que la primera vez que lo vio atravesando Caracas en su auto presidencial lloró de la emoción.
Josefina le declara a Chávez lealtad perpetua. "Seré chavista hasta que me muera", promete mientras sorbe el refresco al que la he invitado.
Lo venera tanto que cuando le parece que ha dicho algo inapropiado se santigua y pide: "Que Dios y Chávez me perdonen".
Con Maduro no le pasa lo mismo. "Él es un buen hombre, pero no tiene la inteligencia ni la visión estratégica que tenía Chávez".
Del Caracas sin agua al Maracaibo sin luz
Los problemas en el suministro eléctrico son otra de las diferencias que han llamado mi atención. No los viví en 2008.
Ya en 1958, un joven corresponsal colombiano llamado Gabriel García Márquez informaba con maestría de las fallas en el abastecimiento de agua a Caracas, un problema endémico que también he sufrido en primera persona.
En mi apartamento, solo llegaba agua un rato por las tardes, por lo que, si quería darme el lujo de ducharme, tenía que estar pendiente de abrir a tiempo la llave de un tanque que terminé aborreciendo.
Y yo soy un privilegiado, porque muchos no tienen tanque.
Lo de la electricidad también viene de tiempo atrás, pero se ha agudizado en los últimos años.
En el estado Zulia, fronterizo con Colombia, al que viajé hace poco, se ha vuelto una tortura.
Desde la azotea de un céntrico hotel de Maracaibo contemplé la estampa nocturna de una de las ciudades más importantes del país completamente a oscuras.
Las sonrisas perezosas con la que los habitantes de Maracaibo reciben al forastero iluminan en estos tiempos más que todas sus farolas juntas.
Allí hay apagones masivos casi a diario y los comerciantes del mercado de Las Pulgas, uno de los más populares, me cuentan que los daños que sufren los refrigeradores echan a perder kilos y kilos de carne.
La gente, como siempre aquí, se busca la vida. Un lugareño me explica que cada vez que en su casa se va la luz, se traslada con su familia a alguna de las que dejaron vacías dos amigos que emigraron.
Trabajadores sanitarios del principal hospital de la ciudad me describen con lágrimas la crisis que estalla allí cuando no hay energía.
Cuando las máquinas de soporte vital fallan, médicos y enfermeros corren por los pasillos para realizar masajes cardíacos y maniobras de respiración a los enfermos que dependen de ellas.
Su esfuerzo no alcanza para salvarlos a todos.
Pero ejemplifica la que, más allá del petróleo, siempre ha sido la principal riqueza de este país único, en 2008 y también ahora: la nobleza y generosidad de sus gentes.
Eso no ha cambiado y, cuanto más conozco a los venezolanos, más me convenzo de que nunca lo hará, por adversas que sean las circunstancias.
El coraje y buen ánimo con que afrontan las dificultades del presente conmueven mi conciencia de europeo acostumbrado a dar por hechas cosas básicas que a ellos les exigen esfuerzos titánicos.
Su resiliencia, a prueba de bombas, me anonada y estoy aprendiendo mucho de ella.
Nunca imaginé que gente que lo está pasando tan mal pudiera reírse tanto. Eso sí son agallas.
En 2008 empecé a amar a Venezuela.
En 2018 la sigo amando pero me duele.
Ojalá pueda en mis crónicas contar cómo la vi resurgir.
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