En septiembre de 1987 dos recolectores de basura en la ciudad brasileña de Goiânia ingresaron a un hospital abandonado y encontraron una máquina que desmontaron.
Poco sabían que causarían lo que en su momento fue considerado el peor desastre nuclear del mundo desde Chernóbil y el accidente radioactivo más grande de la historia fuera de una instalación nuclear.
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Los dos hombres, Wagner Pereira y Roberto Alves, retiraron la parte superior de la máquina, que era una unidad de radioterapia utilizada para los tratamientos contra el cáncer, y la llevaron a su casa en carretilla.
Usaron destornilladores para abrir la pesada caja de plomo. Dentro había un cilindro que contenía 19 gramos de cesio-137, una sustancia altamente radioactiva.
Vendieron la cápsula a un depósito de chatarra, propiedad de Devair Ferreira.
Un informe publicado un año más tarde por el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) reveló que poco después, tanto Pereira como Alves empezaron a sufrir vómitos, pero asumieron que se debía a algo que habían comido.
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Sufriendo diarrea, mareos y con una mano hinchada, Pereira buscó asistencia médica el 15 de septiembre. Sus síntomas fueron atribuidos a algún tipo de reacción alérgica causada por comer alimentos en mal estado.
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Tres días más tarde, Ferreira entró en el garaje y notó un brillo azul que emanaba de la cápsula. Pensó que se veía bonito y que el polvo podría ser valioso, como una piedra preciosa, o incluso algo sobrenatural.
Llevó el cilindro a su casa. Durante los siguientes tres días varios vecinos, familiares y conocidos fueron invitados a ver la curiosa cápsula.
Como los brillos del Carnaval
Un amigo de Ferreira lo visitó y con la ayuda de un destornillador extrajo algunos fragmentos del raro material, del tamaño de granos de arroz, que se desmenuzaban fácilmente en polvo.
Ferreira también distribuyó fragmentos a su familia. Hubo varios casos de personas que frotaron el polvo radiactivo sobre su piel, como con el brillo utilizado en la época de Carnaval.
El 24 de septiembre, Ivo Ferreira, hermano de Devair, llevó algunos fragmentos a su casa y fueron colocados en la mesa durante una comida. Su hija de 6 años, Leide das Neves Ferreira, los tocó mientras comía, al igual que otros familiares.
Pronto, muchas personas enfermaron. Alrededor de una docena fueron trasladados a uno de los mejores hospitales de Goiânia con los mismos síntomas: diarrea, vómitos, fiebre alta y pérdida de cabello.
La primera persona en sospechar que la cápsula con el polvo brillante los estaba enfermando fue María Gabriela Ferreira, esposa del propietario del depósito de chatarra.
Sueli de Moraes, vecino que también fue contaminado, le contó a la BBC lo que sucedió después.
"María Gabriela puso el cilindro en una bolsa de plástico y lo llevó, en autobús, a una oficina de salud del gobierno local. Allí nadie sabía qué era, pero lo guardaron", recordó.
El físico
Ya habían pasado 15 días desde el inicio de la contaminación. En el hospital, los médicos comenzaron a considerar la idea de envenenamiento por radiación.
Cuando los pacientes les contaron sobre la cápsula, le pidieron al físico Walter Mendes Ferreira que examinara el dispositivo. Tomó prestado un detector de radiación de una agencia federal de prospección de uranio y fue a la oficina de salud.
"Cuando estaba a unos 80 metros de la oficina el detector comenzó a actuar de forma extraña y pensé que tenía una falla", le relató a la BBC.
Pidió otro detector y volvió a la oficina.
"Nuevamente, a los 80 metros, (el detector) comenzó a saturarse. Eso significaba que o estaba en un lugar con un campo de radiación muy alto o ambos detectores estaban defectuosos".
Mendes Ferreira cuenta que vio a un bombero que salía de la oficina de salud cargando el cilindro. Le contó que planeaba tirarlo al río.
"Yo dije, ’Por el amor de Dios, ¡no!’. Inmediatamente evacué la oficina de salud y pregunté a los trabajadores locales de dónde venía. Me dijeron que una mujer de un desguace lo había traído. Fui al depósito de chatarra y, antes de entrar, detecté radiación en todas partes", recuerda.
Pánico
El físico alertó a las autoridades estatales y a la Comisión Brasileña de Energía Nuclear. Su intención era detener la contaminación y, al mismo tiempo, evitar el pánico.
Pero lejos de aquietarse, los temores sobre una fuga de radiación se expandieron por todo Brasil.
Mendes Ferreira cuenta que utilizaron autobuses de la policía, con el interior cubierto con láminas de plástico, para llevar a los posibles contaminados a un estadio de fútbol vacío, donde se alojaban en tiendas de campaña.
Allí se examinó a miles de personas en busca de rastros de radiación. Muchos fueron dados de alta después de un baño con agua y vinagre. Pero otros fueron enviados a un refugio temporal o un hospital local.
Los casos más graves fueron llevados a un hospital militar en Río de Janeiro.
Según el informe del OIEA, "la comunidad médica en Goiânia se mostró renuente a ayudar" y el miedo a la contaminación se extendió por el todo el estado de Goiás.
En total, más de 110.000 personas fueron examinadas. Se encontró que 249 tenían niveles significativos de material radioactivo en sus cuerpos.
Cientos de personas con contaminaciones leves tuvieron que permanecer en refugios especiales. Sueli de Moraes, quien hoy es el presidente de la asociación de víctimas, pasó tres meses en uno de ellos.
Él recuerda que debían bañarse con agua, vinagre y jabón de coco y cambiarse la ropa cada media hora.
"Tomamos pastillas para ayudar a la descontaminación interna. También tuvimos que frotar nuestros pies, que eran las partes más contaminadas. No se nos permitió salir ni recibir visitas. No podíamos ver la televisión, no querían que supiéramos lo que estaba sucediendo afuera", recuerda.
El depósito de chatarra y decenas de casas fueron demolidas. Cientos de objetos, desde refrigeradores a sofás, calles enteras, vehículos, incluso árboles y animales fueron destruidos y desechados como residuos nucleares.
El desastre de Goiânia produjo 6.000 toneladas de desechos, recolectados y enterrados en un centro especialmente preparado a 20 kilómetros de la ciudad.
Las víctimas fatales
La primera persona en morir fue Leide das Neves Ferreira, la niña de 6 años que jugó con el polvo brillante e incluso se tragó un poco. Tanto ella como su tía, María Gabriela Ferreira, murieron de septicemia y sepsis un mes después de su exposición al cesio.
Pero su entierro en Goiânia estuvo lejos de ser un pacífico asunto familiar. Su vecino Sueli de Moraes cuenta que cuando los ataúdes llegaron al cementerio la gente comenzó a arrojarles piedras y ladrillos, tratando de detener el entierro.
"Los cuerpos habían sido descontaminados y decidieron enterrarlos en pesados ataúdes de plomo como una precaución adicional para tranquilizar a las personas. Pero lo que ocurrió fue lo contrario. La gente entró en pánico", relata De Moraes.
"Muchos en Goiânia creían que los cuerpos contaminarían el cementerio. Y muchos en Brasil creían que toda la ciudad estaba contaminada, que los productos agrícolas del estado de Goiás estaban contaminados. Eso no era cierto. Hubo mucha desinformación que ayudó a difundir el pánico", afirma.
Las otras dos víctimas fatales fueron hombres que trabajaban en el desguace.
Increíblemente, los recolectores de basura Wagner Pereira y Roberto Alves sobrevivieron, al igual que el dueño de la chatarrería, Devair Ferreira.
Muchas otras víctimas se salvaron por el tratamiento que recibieron en el hospital.
En 1996, cinco personas conectadas con la clínica donde había sido abandonada la máquina de radioterapia fueron condenadas a tres años y dos meses de prisión por homicidio. El castigo se redujo más tarde a servicio comunitario.
Alrededor de 250 víctimas recibieron pensiones estatales. Posteriormente otras 2.000 personas, incluidos bomberos, conductores y policías que trabajaron en las unidades de emergencia, también recibieron pensiones.
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