"Es increíble lo que ha cambiado esta zona en los últimos 20 años. Antes daba miedo, mucho miedo, porque había tiroteos, bombas, asesinatos… En cambio ahora viene gente de todo el mundo. Australianos, mexicanos, estadounidenses, chinos… es maravilloso".
Así describe Graham Hinton lo que sucede en el barrio de Belfast en el que creció y en el que actualmente regenta junto a su mujer un pequeño negocio en el que vende objetos de papelería y refrescos.
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Frente a su tienda se acaban de detener dos taxis cargados de turistas.
Lo primero que hacen los visitantes al bajarse del auto es apuntar sus cámaras hacia un enorme mural que conmemora la victoria en 1690 de las tropas del rey de Inglaterra Guillermo III sobre el depuesto monarca católico Jacobo II.
Este es uno de los muchos murales que nos recuerdan que estamos en Shankill Road, barrio de mayoría protestante que durante más de tres décadas fue uno de los epicentros de los llamados Troubles (problemas), el conflicto que enfrentó en Irlanda del Norte a unionistas y republicanos, y que se cobró la vida de más de 3.600 personas.
"Muros de la paz"
Hace poco más de dos décadas -en abril de 1998- se firmó el Acuerdo de Viernes Santo que puso fin al conflicto armado y propició la formación de un gobierno compartido entre los que defienden que Irlanda del Norte siga siendo parte de Reino Unido y los que quieren que sea un territorio independiente o se una a la vecina Irlanda.
Pese a la relativa paz y prosperidad de las que han disfrutado los norirlandeses en los últimos años, el sectarismo y las divisiones no han desaparecido, particularmente en barrios obreros empobrecidos como Shankill, que además de ser foco de violencia, ha sufrido el abandono por parte de las autoridades.
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Una muestra de ese sectarismo son los innumerables murales que honran a las víctimas de uno y otro bando, y a las organizaciones paramilitares que durante décadas sembraron el terror en Irlanda del Norte.
Otra son los muros –algunos de hasta 7 metros de altura y coronados por cámaras de seguridad y alambre de púas– que dividen las zonas protestantes de las católicas y cuyo origen se remonta a las barreras temporales que el ejército británico empezó a instalar a partir de 1969 para evitar los ataques entre ambas comunidades.
Desde los acuerdos de 1998 estas barreras no solo no han disminuido sino que han aumentado, llegando a contabilizarse unas 100 estructuras "defensivas" por toda la capital de Irlanda del Norte, según un reciente estudio de la iniciativa Belfast Interface Project.
En la actualidad estos llamados "muros de la paz", además de ser un recordatorio constante de las heridas del pasado, se han convertido en una atracción turística, siendo visitados cada año por miles de personas.
Un tema sensible
"Los turistas deberían haber venido hace 20 años… se lo hubieran pasado mucho mejor", dice entre risas Graham Hinton, quien reconoce que todavía le sorprende que gente de países tan lejanos como Japón o Estados Unidos quieran visitar su barrio.
"Cuando era joven pensaba que los católicos que vivían al otro lado del muro tenían cuernos, que eran el diablo. Pensaba que todo lo malo pasaba al otro lado", explica.
"Tengo dos hijos y ellos han crecido conociendo la historia de esta área, aunque no tiene nada que ver con cómo me educaron a mí. Yo los he educado para que sean respetuosos con los que viven al otro lado", asegura.
Cuando se le pregunta sobre si considera necesario que sigan en pie los muros, asegura que cree que "se han de derribar".
"Es la única manera de que haya paz en este país. A mucha gente le da miedo hablar de eso. Es un tema sensible. Mucha gente tiene todavía fuertes convicciones", asegura el hombre de 48 años, quien hace hincapié en que pese a ser partidario de la paz no renuncia a que Irlanda del Norte siga siendo territorio británico.
"Soy leal a la reina (Isabel II) y creo que hemos de seguir siendo parte de Reino Unido y nada más", dice orgulloso.
Bastión republicano
A unos cientos de metros de Shankill Road, al otro lado del muro, se encuentra Falls Road, la principal arteria que recorre el oeste de Belfast y uno de los bastiones históricos de los republicanos católicos.
En este barrio de clase obrera y tradición socialista, en el que se vivieron algunos de los episodios de violencia más recordados del conflicto norirlandés, abundan los murales en honor a líderes como el palestino Yasser Arafat o el cubano Fidel Castro.
Fue aquí donde hace casi una década abrió sus puertas el pequeño restaurante en el que trabaja Laura O’hara.
O’hara -de 38 años- asegura que las cosas han cambiado mucho en la zona desde que en 1998 se firmó el Acuerdo de Viernes Santo.
"Recuerdo que cuando era pequeña veía soldados británicos por todas partes y bombas explotando, y tiroteos… Los niños tiraban botellas y piedras a uno y otro lado del muro. Las cosas eran así. No conocíamos nada mejor", cuenta O’hara, quien se define como católica, aunque no se considera una persona religiosa.
"Ahora la gente está más relajada y no hay duda de que las cosas han mejorado. Tengo amigos protestantes y a veces visito barrios protestantes. Esto es solo posible ahora. Hace 20 años era demasiado peligroso", explica.
O’hara se muestra muy crítica con los políticos de uno y otro bando, cuya falta de entendimiento ha hecho que Irlanda del Norte no cuente con un gobierno propio desde hace 19 meses y que el territorio haya pasado a ser administrado de nuevo de forma directa por Londres.
"Los políticos no se preocupan de la gente normal (…). Creo que es a ellos a los que no les combine que los muros caigan", señala, quejándose de que cada día a las 6 de la tarde se cierra la puerta que conecta la zona católica con la protestante a través del muro, lo que obliga a los residentes a dar una vuelta enorme si quieren pasar de un lado al otro.
O’hara cuenta que, pese a trabajar en Falls Road, hace años que no vive en la zona, entre otros motivos porque quería que sus hijos fueran a una escuela integrada, en la que los niños católicos y protestantes comparten el mismo aula, algo que no sucede en más del 90% de los centros educativos de Irlanda del Norte.
Es una muestra más de que la segregación física que conllevan los muros se replica en otros ámbitos, como la enseñanza, la sanidad o los servicios sociales.
Dos planetas distintos
El restaurante de Falls Road en el que trabaja Laura O’Hara está a apenas 20 minutos a pie del centro de Belfast, aunque al visitante le pueda parecer que se trata dos planetas distintos.
El centro de la capital norirlandesa recuerda al de cualquier otra ciudad europea de tamaño medio, con sus tiendas de grandes cadenas de ropa, restaurantes de moda y bulliciosos bares, en los que se puede disfrutar de la famosa cerveza Guinness (originaria de la vecina Irlanda) y de conciertos de música en vivo.
Aquí también están presentes los grafitis y los murales, aunque en este caso no suelen tener un mensaje político.
Son obra de una nueva generación de jóvenes artistas que quieren mostrar al mundo la otra cara de una ciudad cansada de ser sinónimo de violencia y sectarismo.
En las últimas dos décadas, gracias en parte al influjo de dinero de la Unión Europea y de compañías extranjeras que han apostado por Belfast para situar sus centros de operaciones, la ciudad ha experimentado un verdadero renacer.
En ningún lugar es más evidente que en la zona que ocupaban los antiguos astilleros, donde junto a modernos edificios de oficinas y hoteles, desde hace 6 años se levanta el flamante museo del Titanic, un recordatorio del glorioso pasado naviero de la ciudad en la que se construyó el transatlántico más famoso de la historia.
Allí, como en el centro histórico de Belfast, no hay ni rastro de las barreras que dividen a católicos y protestantes en numerosas zonas de la capital norirlandesa.
Seguridad frente a progreso
"Las autoridades han tratado de que se derrumben los muros y de hecho se estableció un periodo de diez años para que eso sucediera en 2023, pero no está pasando", explica Paddy Gray, profesor emérito de vivienda de la Universidad del Ulster.
"Para muchos es una cuestión de seguridad frente a progreso (…) El problema vendría si se derribara un muro y alguien fuera asesinado", apunta Gray.
El académico está de acuerdo en que a algunos políticos, tanto unionistas como republicanos, les conviene que los muros permanezcan en su sitio porque así pueden seguir cosechando los votos de sus propias comunidades.
"Si la gente se mezclara, podría empezar a votar de forma diferente… Ahora los partidos protestantes y católicos saben dónde están sus votos. Es una forma de control político", señala.
Según Gray, desde hace unos años las autoridades están trabajando para eliminar el "factor intimidante" de los muros y hacerlos estéticamente más amables.
En su opinión, los habitantes de zonas como Shankill Road o Falls Road "siguen siendo víctimas".
"Se invierte muy poco en regenerar las comunidades más pobres, que son las más segregadas. Así que sus habitantes se sienten socialmente excluidos. Creo que la reconciliación debe ir de la mano de una regeneración que beneficie a ambas comunidades", apunta.
A Gray, como a muchos de aquellos que estudian el conflicto de Irlanda del Norte, le preocupan los efectos que pueda tener la decisión de Reino Unido de salir de la Unión Europea, el conocido como Brexit, un proceso que debe culminar a mediados de 2019.
Los norirlandeses votaron mayoritariamente en contra (56%).
Los peligros de una frontera dura"
Este se ha convertido en uno de los puntos más contenciosos en las negociaciones entre Londres y Bruselas, ya que la República de Irlanda se niega a que se levante una frontera "dura" entre su territorio e Irlanda del Norte.
Dublín quiere que las personas y las mercancías puedan seguir transitado libremente como han hecho durante las últimas dos décadas.
Son muchos los que temen que esa hipotética frontera "dura" sea la chispa que reavive la violencia sectaria, que pese a haber aumentado en los últimos años, nada tiene que ver con la que se dio en peores años del conflicto norirlandés, cuando los asesinatos y las bombas eran el pan de cada día.
"No creo que volvamos a los Troubles pero es verdad que el Brexit puede causar fricción, sobre todo si se pone algún tipo de frontera física", señala Gray.
Esa hipotética frontera también le preocupa a Neil Jarman, investigador de la Universidad Queen’s en Belfast, quien lleva más de 20 años estudiando el conflicto de Irlanda del Norte.
"Es difícil saber qué va a pasar con el Brexit, aunque no creo que traiga nada positivo. Hasta ahora ha sido muy negativo por el mero hecho de que ha polarizado a las comunidades", señala el experto.
Según Jarman, "el desafío es que (el Brexit) ha reavivado la cuestión de la frontera, algo que no era un asunto importante desde los acuerdos de paz".
"Si al final acabamos con algo que se parezca a una infraestructura física en la frontera, con cámaras de seguridad por ejemplo, se convertirá en un objetivo de los grupos paramilitares, lo mismo que si se coloca a agentes fronterizos".
Grupos paramilitares
Y es que como apunta Jarman, varios grupos paramilitares sigue activos tanto en las zonas unionistas como en las republicanas, aunque en la actualidad su actividad más que tener un objetivo político, se parece más a la de las organizaciones criminales comunes, manteniendo el control sobre sus propias comunidades.
"Necesitan dinero para financiarse y por eso siempre han estado involucrados en actividades delictivas, ya sea extorsión de los negocios, tráfico de drogas o robo de bancos. Antes ese dinero se utilizaba para financiar sus actividades políticas pero ahora lo usan para su propio beneficio".
Jarman señala que en ocasiones esos grupos paramilitares sí buscan elevar las tensiones entre las comunidades y ahí es cuando los "muros de la paz" juegan un papel importante.
"La gente que vive cerca de los muros todavía los ve como una forma de protección frente a posibles ataques", señala Jarman, haciendo hincapié en que encuestas recientes señalan que una mayoría de los que viven en las áreas que cuentan con barreras defensivas se muestran partidarios de que estas desaparezcan, aunque no de forma inmediata.
"La inestabilidad política crea inseguridad en la población. El hecho de que no hayamos tenido un gobierno en los últimos meses hace que la gente crea que la situación no es tan estable como antes. Los muros les dan cierta seguridad en caso de que haya el peligro de que las cosas vuelvan a ser como en el pasado".
Jarman cree que ha habido falta de liderazgo político en los últimos 20 años. "Parece que tenemos líderes tribales, no estadistas que piensen en ambas comunidades (…). Nadie piensa en el futuro y en la construcción de la paz".
Pese a todo, considera positivo que en los últimos años no se hayan construido nuevas barreras que dividan a las comunidades.
"Es muy fácil levantar un muro, pero es muy difícil derribarlo. La gente es muy conservadora. Una vez viven en un entorno determinado no quieren cambiarlo. Si hay sensación de peligro, prefieren vivir con los muros que con ese riesgo", concluye.
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