¿Y si la violencia fuera una epidemia que se transmite de una persona a otra?
Fumar, comer demasiado, tener sexo sin protección… Las personas adoptamos una gran variedad de conductas de riesgo que pueden provocarnos graves problemas de salud.
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Siempre se dice que los médicos deben aconsejar a los pacientes que cambien sus hábitos, como que dejen el cigarrillo, que se pongan a dieta o que usen protección en vez de esperar a que necesiten tratamiento para el enfisema, infartos relacionados con la obesidad o el sida.
Pero cuando se habla de violencia, se suele asumir que es un comportamiento innato e inmutable y que quienes caen en ella no pueden alcanzar la redención. Así que, con frecuencia, se busca la solución a este mal en el sistema judicial a través del endurecimiento de las penas.
Sin embargo, la ley no siempre funciona en la lucha contra los crímenes violentos, así que muchas ciudades del mundo han adoptado en los últimos años una novedosa forma de abordar esta problemática: viéndola como un problema de salud pública.
Una enfermedad contagiosa
Tras más de una década trabajando en el extranjero, el epidemiólogo estadounidense Gary Slutkin regresó a finales de los 90 a su Chicago natal porque quería "descansar" de enfermedades como la tuberculosis o el cólera.
Para combatir enfermedades contagiosas se depende mucho de los datos. Primero, las autoridades de salud localizan en mapas los focos de mayor infección y después ya pueden centrarse en frenar el contagio en estas áreas.
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A menudo, la transmisión se controla haciendo que la gente cambie sus hábitos para que se pueda ver un efecto rápido incluso cuando existen factores estructurales que no pueden ser abordados.
Por ejemplo, la diarrea suele estar causada mayormente por un saneamiento y suministro de agua deficientes. Mejorar los sistemas de cañerías demora mucho tiempo, pero, a corto plazo, se puede salvar miles de vidas si se le da a la población soluciones de rehidratación oral.
Estos pasos le sirvieron a Slutkin para combatir los brotes que se dieron en los 40 campos de refugiados somalíes que atendía. También le fueron útiles cuando trabajó para la Organización Mundial de la Salud (OMS) en prevención del sida. Fuera cual fuera la naturaleza exacta del virus a tratar, los pasos para luchar contra él eran los mismos.
"¿Qué tienen todos en común? Que se esparcen", dice. "Los infartos y enfermedades coronarias no se esparcen".
Cambiar los patrones de conducta es mucho más efectivo que limitarse a darle información a la gente. Para conseguirlo, es fundamental que los mensajeros tengan credibilidad.
"En todos estos brotes usamos personal de divulgación pertenecientes al mismo colectivo" del público objetivo, explica. "Refugiados somalíes para llegar a refugiados somalíes con tuberculosis o cólera, trabajadores sexuales para llegar a trabajadores sexuales con sida, madres para llegar a madres con diarrea que estuvieran amamantando".
Así que cuando volvió a Chicago y se encontró con que la tasa de homicidio estaba por las nubes, decidió aplicar el método que tanto conocía.
Recopiló mapas y datos de violencia armada en su ciudad y vio cómo los paralelismos con los mapas de los brotes infecciosos se hacían inevitables. "Las curvas epidémicas son las mismas, la agrupación. De hecho, un evento daba a pie a otro, lo que es indicativo de un proceso contagioso. Una gripe genera más gripe, un resfriado causa más resfriados y la violencia provoca más violencia", asegura el experto.
En esa época, esto era una desviación radical de la opinión extendida sobre la violencia, que se centraba principalmente en la justicia. La idea popular era "esta gente es ’mala’ y sabemos qué hacer con ellos: castigarlos", dice Slutkin. "Eso es, fundamentalmente, no entender bien al ser humano. La conducta se forma con el ejemplo y la imitación".
Patrones de violencia
Chicago está profundamente segregado de acuerdo a la raza. Muchos vecindarios del barrio de South Side tienen un 95% de población afroestadounidense; en otros, más del 95% de los habitantes son de ascendencia mexicana. La mayoría son áreas socioeconómicamente muy desfavorecidas y han sufrido años de abandono por parte del Estado. Las tasas de homicidio pueden llegar a ser hasta 10 veces más altas que en las zonas de población predominantemente blancas y ricas.
Pero Slutkin enfatiza que esta agrupación tiene menos que ver con razas y más con patrones de conducta (generalmente, entre una sección más pequeña de la población que normalmente es joven y masculina) que se transmiten entre personas. Según él, se podía salvar vidas cambiando estos comportamientos en los individuos y las normas del grupo.
En el año 2000, lanzó un proyecto piloto en el vecindario de West Garfield que replicaba los mismos pasos que la OMS aplica a los brotes de cólera, tuberculosis y sida: frenar la transmisión, prevenir un contagio futuro y cambiar las normas del grupo.
El primer año se registró una caída del 67% en los homicidios. El programa se extendió a otros vecindarios y, donde sea que se aplicara, los homicidios caían al menos en un 40%. Otras ciudades comenzaron a copiar este enfoque.
En la actualidad, la organización de Slutkin, Curar la Violencia, trabaja en 13 vecindarios de Chicago. Existen versiones del programa en Nueva York, Baltimore y Los Ángeles y en otras ciudades del mundo.
Si bien se cuestiona el uso de estadísticas de Curar la Violencia, varios estudios académicos han mostrado la efectividad del método.
Un estudio de 2009 de la Universidad de Northwestern descubrió que el crimen bajó en los vecindarios examinados donde el proyecto estaba activo. En 2012, investigadores de la Escuela de Salud Pública Johns Hopkins estudiaron cuatro áreas de Baltimore donde se estaba aplicando el programa y encontraron que las balaceras y los homicidios habían disminuido en todas.
Los resultados suelen ser sorprendentes. En San Pedro Sula, en Honduras, las primeras cinco zonas en las que se implantó Curar la Violencia registraron una caída del 98% de las balaceras entre enero y mayo de 2014 y el mismo periodo de 2015, en el que solo hubo 12.
Minutos que cambian vidas
Demetrius Cole, de 43 años, es un hombre amable y de habla suave que pasó 12 años en prisión. Creció en un área de Chicago afligida por la violencia y, a los 15 años, vio a su mejor amigo morir en una balacera. Aun así, él tenía una vida familiar estable y se mantenía alejado de las pandillas. Planeaba unirse a la Marina.
Cuando tenía 19, un amigo cercano compró un auto nuevo. Algunos muchachos del vecindario intentaron robárselo y le dispararon al amigo de Cole. Este último no lo pensó dos veces y contraatacó. Esos escasos minutos cambiaron su vida por completo. Su amigo quedó con una parálisis que no le permitió volver a trabajar y Cole fue enviado a prisión.
Cole trabaja para Curar la Violencia en Chicago desde octubre de 2017. Busca a gente que esté en la misma situación por la que él pasó e intenta persuadirlos de parar. "Intentamos enseñarles que es uncallejón sin salida. Les digo que solo hay dos finales posibles para ellos: ir a la cárcel o morirse".
Cole trabaja como un "interruptor de violencia", empleado por Curar la Violencia para intervenir después de una balacera para evitar represalias y calmar a la gente antes de que una disputa escale a niveles violentos.
Los interruptores de la violencia usan numerosas técnicas, algunas prestadas de la terapia cognitivo-conductual: "constructive shadowing", que consiste en repetirle a la gente sus propias palabras; "babysitting", que significa acompañar a alguien hasta que se haya tranquilizado y enfatizar cuáles las consecuencias si toma alguna acción.
La habilidad de los interruptores para ser efectivos depende de su credibilidad. Como Cole, muchos han cumplido largas condenas de cárcel y pueden hablar desde la experiencia. Muchos también tienen una relación cercana con la comunidad.
El programa de Curar la Violencia debe adaptarse a cada área, sin embargo, los parámetros generales se mantiene. Primero, se ubican los actos violentos en un mapa para ver en qué puntos se concentran. Luego, se contratan empleados con credibilidad y una conexión local. Posteriormente, estos interruptores patrullan las calles que les son asignadas para conocer a vecinos y comerciantes, y establecer así lazos con aquellos jóvenes que corren más riesgo.
El centro da trabajo a 11 interruptores, que suelen pasar al menos seis de sus ocho horas de jornada laboral en las calles. También contrata a cuatro empleados de divulgación, que interactúan con los participantes más a largo plazo.
Este personal de divulgación intenta cambiar las actitudes hacia la violencia en un periodo de entre seis meses y dos años. También contactan a la gente con oportunidades laborales, de consejo o de educación.
Es un modelo que, como recalca Slutkin, resulta rápido, efectivo y más barato que la encarcelación. Aunque requiere de bastante personal, ya que trabaja a un nivel muy local.
"Yo he pasado por eso y es duro regresar a la sociedad después de estar en prisión", afirma Cole. "Si la gente te conoce y sabe de tu pasado, te vuelves capaz de frenar muchas cosas en términos de balaceras y asesinatos. Yo soy capaz de mostrarle a alguien que puede hacerlo, que puede cambiar".
El caso escocés
Christine Goodall era una cirujana maxilofacial en Glasgow, en Escocia, donde a principios de la década de 2000, trataba a cientos de pacientes con lesiones en el cuello, la cara, la cabeza y la mandíbula.
Escocia era en 2005 el país desarrollado con más violencia, según la Naciones Unidas, y Glasgow, la "capital europea del asesinato", según un estudio de la OMS que recopilaba datos de 21 Estados de ese continente.
Más de 1.000 personas necesitaban tratamiento para lesiones en la cara cada año, así que Goodall se preguntó si había alguna forma de prevenir estas heridas.
Así fue como en 2008 fundó junto a otros dos cirujanos la entidad Médicos contra la Violencia, que visita las escuelas para educar a los niños sobre los crímenes de arma blanca y conseguir que piensen de forma práctica cómo responder si, por ejemplo, un amigo les dijera que tiene un cuchillo.
Médicos contra la Violencia es socia de la Unidad de Reducción de la Violencia(VRU por sus siglas en inglés) de la policía escocesa. Con una estrategia de "salud pública" para la prevención de la violencia, desde su creación en 2005, la tasa de asesinatos en Glasgow se ha desplomado en un 60%. El número de pacientes con lesiones faciales en los hospitales también ha caído, en un 50% según Goodall.
A la VRU se le encargó investigar cómo se trataba el problema de la violencia en otras partes del mundo para diseñar una solución que le funcionara a Glasgow. Su conclusión fue la combinación de dos enfoques, el de Gary Slutkin en Chicago y el de David Kennedy, un criminólogo residente en Boston.
El modelo de Kennedy empezó a funcionar en Boston en la década de los 90 y consiste en juntar a los miembros de una pandilla y darles una opción: que cambien la violencia por educación o empleo, o que se enfrenten aduras penas. Esto significaba aumentar las medidas penales tradicionales (incrementar las detenciones y registros y endurecer las condenas por posesión de arma blanca) y medidas preventivas en línea con el enfoque de salud pública.
Will Linden, el director temporal de la VRU, defiende que esto era necesario a nivel político. "Antes de ofrecer servicios para hacer que hagan las cosas de manera diferente, teníamos que mostrar que la policía estaba haciendo lo mejor que podía pero que no era suficiente", asegura.
La VRU es un cuerpo policial que recibe ayuda del gobierno escocés, algo muy inusual: Escocia tiene la única fuerza policial que ha adoptado formalmente un modelo de salud pública.
En Chicago Curar la Violencia opera a través de la universidad, mientras que programas similares en Nueva York y Baltimore son gestionados a través de los departamentos de salud de esas ciudades. Pero, junto a la policía, están involucrados una gran variedad de funcionarios (desde médicos hasta trabajadores sociales).
Además, como apunta Linden, Escocia cuenta con un nivel de consenso político inusual y gobiernos sucesivos que han mantenido la financiación de su trabajo. Esto es importante porque para alcanzar un efecto serio, se requiere de niveles masivos de colaboración que vayan más allá de los cuatro o cinco años que pueda durar un gobierno.
Médicos contra la Violencia, por ejemplo, contrata "navegadores" que, como los interruptores de Chicago, intervienen de forma directa después de un incidente violento para relajar las tensiones y ayudar a la gente a encontrar apoyo.
A estos no se les asigna una localidad específica, en cambio, trabajan en departamentos de atención a accidentes y emergencias y abordan a quienes se acuden a estos servicios después de un incidente violento. "Mucha gente viene a urgencias planeando una venganza y es muy importante que se vayan sin haberla concretado", explica Goodall.
En la industria de la prevención de violencia, esto vendría a ser un "momento asequible y abierto a la enseñanza" porque la persona está más receptiva a los ofrecimientos de ayuda. "El dolor es un motivador increíble para el cambio", dice Linden.
Tras una conversación inicial, el navegador hace un seguimiento ayudando a la persona a conseguir tratamiento para la adicción a las drogas o al alcohol, oportunidades de trabajo o terapia. Intentan hacerlo rápido. "Cuando alguien quiere cambiar, tienes que ser capaz de adaptarte y moverte", afirma Linden.
"En seis o 12 semanas, su actitud será diferente. Nos aseguramos de que si enviamos a alguien a algún servicio, no tenga que hacer cola". De ahí la necesidad de cooperación entre instituciones distintas.
"Limitarse a decir que la violencia es una enfermedad y que tenemos que interrumpir su flujo no va a pararla", afirma Linden. "Llámala enfoque de salud pública o prevención, no importará si en realidad no usas enfoques basados en datos para actuar sobre el problema verdadero".
Invertir a largo plazo
La OMS reconoce el carácter evitable de la violencia en su guía de cómo prevenirla: "Pese a que la violencia siempre ha estado presente, el mundo no tiene por qué aceptarla como una parte inevitable de la condición humana… puede ser prevenida y su impacto, reducido de la misma forma en que los esfuerzos de salud pública han prevenido y reducido las complicaciones en el embarazo, las lesiones en los centros de trabajo…".
Pero pese a que cada vez hay más pruebas de esto, los gobiernos suelen ser reticentes a invertir en estas estrategias.
"La dificultad no está en cómo reducir la violencia, sino en la forma en que la gente entiende el problema", dice Slutkin, que traza un paralelismo con el sida y el estigma que portaban quienes lo contrajeron en los brotes que se dieron en los años 80.
En Escocia, en cambio, la VRU se mantiene abierta a ideas nuevas 13 años después de su fundación. En 2012, uno de sus agentes, Iain Murray, viajó a Los Ángeles a visitas Homeboy Industries, una compañía de catering que contrata a expandilleros por un año a la vez que les brinda consejo, psicoterapia y otro tipo de ayudas.
Murray volvió inspirado y como resultado nació Braveheart Industries, una empresa social gestionada por la VRU. Su negocio principal es Street and Arrow, un camión de venta de comida que se estaciona en una zona de Glasgow llamada Partick. Allí ofrece sus hamburguesas de pollo condimentado y tacos de pescado.
Para ser contratado es requisito tener antecedentes criminales, abstenerse de drogas y alcohol y estar dispuestos a cambiar.
"Tenemos que entender cuáles son los problemas", dice Murray. "Durante años, la policía fue experta en detención y ejecución de la ley. Yo preferiría bastante estar en la cima del acantilado poniendo una cerca y evitando que alguien salte a estar abajo esperando a que caigan. Ese es, a mi entender, un enfoque de salud pública. Estás atajando los problemas en vez de esperar a que sucedan".
Allen, de 27 años, lleva tres meses trabajando en Street and Arrow. Dice haber perdido la cuenta del tiempo que pasó en prisión. Según Murray, ingresó unas 27 veces. "Elegí el camino equivocado: alcohol, drogas, violencia, caos, prisión… Esa era mi vida. Es difícil escapar una vez has comenzado", admite Allen.
Al salir de la cárcel, entró en rehabilitación. Alguien le contó sobre Street and Arrow, postuló y se sorprendió mucho cuando le dieron el puesto. "Vine aquí sin nada y quiero decir nada", recuerda. "Pero mientras más me alejaba del caos, mi vida iba mejorando".
"Ahora veo a la gente en sus autos y… eso no era algo que me hubiera imaginado hacer. Ahora tengo planeado empezar a sacarme el permiso para conducir. Solo quiero una vida pacífica", afirma. "Nunca antes quise eso. Solo quería drogarme".
Cosas que en apariencia son simples resultan todo un reto para la mayoría de participantes: la puntualidad, ponerse un uniforme. Los navegadores les ayudan para que al final de año, estén preparados para trabajar en cualquier lugar. Al mismo tiempo, hay ecos de los interruptores de Chicago, ya que los navegadores también se encargan de establecer una relación con los participantes para ayudarles a cambiar cómo responden al conflicto.
El programa ha sido bastante exitoso, el 80% de los participantes se han mantenido fuera de prisión y han conseguido empleo. Murray nota cómo ha cambiado Allen: "Gracias a mis antiguos puestos dentro de la policía, sé que podría haber arrestado a este hombre 10 veces seguidas y que eso no habría modificado ni un poco su comportamiento. Al darle apoyo y conectarlo con sí mismo, puedo ejecutar un cambio a largo plazo y sostenible".
"No puedo creer lo bueno que él es. No consigo que se vaya del trabajo. Es extraordinario. Empiezas a quererlos y ellos empiezan a quererse a sí mismos", concluye.
Puedes leer la nota original en inglés en BBC Future aquí.
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