"Una ola de calor bate récords en Europa"; "El julio más caliente en 260 años"; "Una montaña se está derritiendo en Suecia"; "Le ponen zapatos a los perros en Suiza"….
Las altas temperaturas han sido noticia durante este verano austral, pues han superado los 40ºC en varios países mediterráneos y se han mantenido elevadas durante más tiempo del acostumbrado.
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En los países que no tienen el verano asegurado -como Reino Unido, donde un famoso cómico advertía que si una va a al cine una tarde corre el peligro de perdérselo- la salida del sol por lo general va acompañada en un inicio de mucha alegría.
Pero, poco a poco, esta alegría se va atenuando, pues inevitablemente al cabo de unos días los inconvenientes del calor se evidencian.
Aunque nada se compara con lo que sucedió en Londres en el verano de 1858, cuando las temperaturas subieron a más de 30ºC y se mantuvieron así durante varias semanas.
No tanto la temperatura sino la infraestructura
Para ese entonces no había aire acondicionado ni refrigeración, por lo que era realmente difícil mantener los alimentos frescos.
Y tampoco había un sistema de alcantarillado adecuado, señala Beverley Cook, curadora del Museo de Londres.
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Eso quiere decir que todo lo que no querías terminaba en el río Támesis, desde el contenido de los orinales y de los entonces nuevos inodoros, hasta perros muertos, alimentos en descomposición y desechos industriales, incluidas las partes de animales de los mataderos y productos químicos de las fábricas de cuero cercanas al río.
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El terraplén del Támesis aún no se había construido, así que los ahogamientos accidentales y los suicidios en los ríos eran comunes y los cadáveres rara vez se recuperaban del agua.
Además, como el transporte dependía de caballos, las calles estaban llenas de enormes montones de estiércol, dice Cook.
"Las moscas pululaban y, por supuesto, transmitían enfermedades como la diarrea y la fiebre tifoidea".
Era una mezcla nauseabunda y el calor la empeoraba: pararse cerca del río era suficiente para hacerte vomitar.
Se le llamó el Gran Hedor y dejó su marca.
La alcantarilla mortal
En la década de 1850, Londres era la ciudad más grande del planeta.
Con una población en rápido crecimiento que ya había superado los 2,5 millones de habitantes, el problema era proporcionar agua y saneamiento a sus ciudadanos.
En "La pequeña Dorrit", escrita en esa década, Charles Dickens describió así el Támesis: "A través del corazón de la ciudad, una alcantarilla mortal se movía y fluía, en el lugar de un hermoso río fresco".
De esa "alcantarilla mortal" y sus ríos tributarios, que a menudo estaban igual de contaminados, los londinenses sacaban agua para tomar.
Una condición llamada diarrea de verano era común, al igual que la fiebre tifoidea, mientras que el cólera mató a miles en una serie de epidemias.
"Las condiciones para los londinenses eran absolutamente espantosas", dice Cook.
"El río corre por todo Londres, así que era difícil de evitar.
"El terrible olor que te asaltaba era conocido como miasma".
Uno de los "remedios" era rociar las cortinas con un producto llamado cloruro de cal.
Sus fabricantes hacían extravagantes promesas sobre sus propiedades de prevención de enfermedades, pero en realidad era poco más que un ambientador, que tenía poco impacto en el espantoso hedor.
En aquel entonces, se pensaba que la miasma misma transmitía la enfermedad, por lo que el olor no sólo desagradaba sino que aterraba a la gente.
Pero la idea de que algunas enfermedades eran transmitidas por el agua recién comenzaba a ser aceptada.
Rico y asqueroso
Era la época del apogeo del Imperio británico: el río que tradicionalmente tenía la reputación de ser "un río de riqueza, de una gran riqueza que llegaba a Londres desde el creciente imperio, se estaba convirtiendo en un río de muerte", dice Cook.
"La crisis se había ido desarrollando con los años y el calor de ese verano fue un punto de inflexión".
En la recién construida Cámara de los Comunes, usar habitaciones con vista al río era imposible para los miembros del Parlamento.
"El hecho de que el Parlamento estuviera en sesión durante ese caluroso verano fue realmente lo que dio el impulso para que se hiciera algo".
El entonces Ministro de Hacienda, Benjamin Disraeli, propuso un proyecto de ley que los parlamentarios debatieron y aprobaron en 18 días.
Durante su primera lectura, el 15 de julio, Disraeli le dijo a los diputados:
"Ese río noble, tanto tiempo el orgullo y la alegría de los ingleses, que hasta ahora se ha asociado con las más nobles hazañas de nuestro comercio y los más bellos pasajes de nuestra poesía, realmente se ha convertido un estanque estigio, apestando con horrores inefables e intolerables".
"La salud pública está en juego, casi todos los seres vivos que existían en las aguas del Támesis han desaparecido o han sido destruidos, ha surgido un temor muy natural de que los seres vivos de sus riberas compartan el mismo destino, hay una aprehensión constante de pestilencia en esta gran ciudad".
Y fue así que el 2 de agosto de 1858 se aprobó una ley dándole a la Junta Metropolitana de Obras la autoridad y dinero para embarcarse en el proyecto de ingeniería civil más grande del siglo el año siguiente, con Joseph Bazalgette a cargo.
Fuera de Londres
El diseño de Bazalgette era un sistema de alcantarillas interconectadas para captar los desechos de Londres antes de que pudieran llegar al Támesis, y nuevos terraplenes con alcantarillas dentro de ellos.
Las aguas residuales se canalizaron a estaciones de bombeo elaboradamente diseñadas.
Seguían llevándolas al río pero en áreas menos pobladas: "Fuera de la vista, fuera de la mente", según Greg Warner, un voluntario de Crossness Engines Trust, una organización benéfica dedicada a restaurar los motores victorianos.
Cayeron en desuso durante el siglo XX, cuando se hizo inaceptable bombear aguas residuales sin procesar al medio ambiente.
Para Warner, Sir Joseph Bazalgette fue de alguna manera un héroe, responsable de "una gran mejora en la salud pública de Londres".
"Imagínense lo que era tener una capa de aguas negras de 45 centímetros de espesor flotando en el Támesis", sugiere Warner.
"Bazalgette las sacó del centro de Londres".
La firma Thames Water asegura que las tuberías están "todavía en perfecto estado de funcionamiento", aunque fueron diseñadas para una ciudad mucho más pequeña.
El diseño de Bazalgette se ejecutó "con los más altos estándares, con la más alta especificación", señala Cook.
"Gracias a la riqueza de Londres, este fue un proyecto muy bien planificado y muy bien ejecutado. No había problemas con el dinero; la instrucción simplemente fue "’hazlo ya y de la mejor manera posible’".
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