Al amanecer, las tinieblas cubrieron otra vez el cielo de La Habana.
El polvo espeso de la destrucción cubría la ciudad y los truenos de pólvora remecían los tejados, las columnas, los soportales, las mansiones, los campanarios, los fuertes, las tabernas, los prostíbulos del puerto…
PUBLICIDAD
Los últimos niños, mujeres y curas que aún quedaban dentro de las murallas huyeron a Managua, un poblado en el sur que les había servido de refugio desde que comenzó un mes antes el asedio.
Toda la villa estaba en pie de guerra, pero el viento de la mañana que soplaba desde el mar traía el olor amargo de la derrota.
- El desconocido caso de Enriqueta Favez, la primera mujer que, vestida de hombre, ejerció la medicina en Cuba… y en América
- Paul Lafargue, el yerno cubano de Karl Marx que defendía "el derecho a la pereza"
Tras 44 días de sitio, el gobernador de Cuba, Juan de Prado Malleza Portocarrero y Luna, sabía que, a esas alturas, todo esfuerzo era en vano.
Ya había mandado a cruzar cadenas gruesas la entrada de la bahía, a encallar allí tres embarcaciones para cerrar el paso, a que la población saliera con mosquetes o lo que tuviera a defender los últimos reductos que todavía no habían caído en manos enemigas.
Del otro lado de la bahía, un negro liberto, Pepe Antonio, regidor de la villa de Guanabacoa, soportaba a planazos de machete el avance indetenible de la armada británica.
PUBLICIDAD
Pero ya era demasiado tarde.
Las escuadras del almirante George Pocock y del conde de Albemarle se aprestaban a reducir el Morro desde el único punto débil de la fortificación: un espacio sin mucha defensa a la altura de La Cabaña, una ladera cercana.
La fortaleza "inexpugnable" (se decía que había costado tanto que Felipe II la buscaba con prismáticos desde el otro lado del mar) estaba a punto de caer.
Y, con ella, la "siempre fiel Habana".
El día siguiente, el 13 de agosto de 1762, cuando se abrieron otra vez las murallas y algunos negocios, los habaneros vieron ondear en el asta mayor del Morro el signo inequívoco de la "tragedia".
Allí, sobre los muros con boquetes dejados por el cañón enemigo, cerca del faro recién apagado, el viento cálido del verano movía de un lado a otro las barras rojas sobre fondo azul de la Union Jack.
La Habana sería, por 11 meses, británica.
"La hora de los mameyes"
No era la primera vez que las tropas de Jorge III intentaban tomar la ciudad que abría paso al golfo de México.
Corsarios y piratas al servicio de la corona inglesa habían amenazado más de una vez las aguas tibias de la bahía habanera.
"Aunque se habían dado unos 13 intentos, no es hasta inicios de 1762 cuando los ingleses se aprestaron a atacar Cuba", cuenta a BBC Mundo el historiador cubano Gustavo Placer, autor de Los defensores del Morro e Inglaterra y La Habana.1762, ambos sobre la dominación británica en la isla.
"Fue en el contexto de la Guerra de los Siete Años, luego de que España, en virtud del Tercer Pacto de Familia, decidiera entrar al conflicto, dado que tanto en Francia como en España reinaba la Familia Borbón. Para Inglaterra fue entonces una oportunidad perfecta para intentar tomar La Habana", agrega.
Y es que, según explica, La Habana era entonces una pieza fundamental para el comercio con el resto de América.
"Todos los buques que cruzaban el Atlántico en cualquier dirección tenían que hacer una escala en La Habana, por su estratégica posición geográfica. Además, su ubicación favorecía la navegación, al estar en un lugar clave para que los barcos pudieran seguir la corriente del Golfo", señala.
La corona británica, al parecer, no lo pensó dos veces.
A inicios de enero de 1762, una flota de unas de 50 embarcaciones y más de 20.000 hombres surcó "la mar océana" con unos mapas antiguos que habían conseguido de un comerciante español: unas claves secretas para llegar a La Habana sin zozobrar en el infernal oleaje de las Bermudas.
"Se dice que fue la escuadra naval más grande que había cruzado el Atlántico hasta entonces", cuenta a BBC Mundo el historiador y periodista cubano Ciro Bianchi Ross.
"Inglaterra estaba mandando algunos de sus mejores militares y barcos porque sabían que tomar La Habana era un golpe que obligaría a España a cualquier negociación posterior", señala.
Pero, según el experto, al mando español lo traicionó la confianza en sus propias fuerzas.
"Los vigías avisaron a tiempo de la cercanía de las escuadras inglesas, pero el gobernador creía que era solo una amenaza y que La Habana era una ciudad inexpugnable. Cuando reaccionó, ya era demasiado tarde", cuenta.
La Habana inglesa
A partir de entonces, en algunas mansiones de La Habana comenzó a tomarse puntualmente el té.
El viejo convento de San Francisco, en una esquina de la bahía, se convirtió en una iglesia anglicana, la primera en la isla.
Y la ciudad vivió, también, un auge inesperado.
"Hay que tener en cuenta que la Corona española solo permitía a Cuba comerciar con un puerto en la Península. Los ingleses abrieron La Habana al comercio internacional, lo que propició un florecimiento económico que nunca antes se había visto en la isla", señala Placer.
"Trajeron también muchos esclavos desde Jamaica hacia las plantaciones de azúcar y de tabaco de Occidente, lo que ayudó a la aristocracia habanera a que sus negocios aumentaran sus producciones", agrega.
Sin embargo, de acuerdo con Bianchi Ross, en realidad, los ocupantes nunca fueron bienvenidos por la población local.
"La sociedad habanera fue implacable con los ingleses y con la gente que se congraciaba con los ingleses. Al punto que cuando se fueron finalmente, los habaneros que les habían servido fueron hasta expulsados de la ciudad", cuenta.
"Y el cubano, con su tradicional humor, se burlaba de ellos e incluso han quedado unas coplas que criticaban a las jóvenes que salían con ellos. Hay una que decía: las muchachas de La Habana/ no tienen temor de Dios/y se van con los ingleses/ en los bocoyes de arroz".
Placer asegura que tal fue el impacto de esos meses de dominio inglés que todavía, tres siglos después, han quedado algunas frases que nacieron esos días y que el cubano común usa sin saber de dónde salieron.
"En Cuba, a veces se usa el dicho ’trabajar para el inglés’ que se refiere a trabajar para alguien que se lleva la mayor ganancia o ’la hora de los mameyes’ -como decir la hora de la verdad-, que nació de una burla al color de las casacas de los soldados ingleses que hacían rondas al caer la tarde".
La vuelta de España
Cuando en el verano de 1763 los ingleses se preparaban para celebrar el primer año de su llegada a La Habana, una noticia recién llegada de Europa los obligó a suspender los planes.
La carta dirigida al conde de Albemarle por el mismísimo rey daba las instrucciones precisas de la partida.
Inglaterra había decidido cambiar La Habana por Florida, una península pantanosa infectada de cocodrilos y mosquitos que había descubierto Juan Ponce de León un día de Pascua tres siglos antes.
"Se dio una situación muy peculiar: los ingleses tomaron La Habana pero nunca pasaron de ahí. Era una zona que abarcaba unos 40 kilómetros hasta el Mariel y luego otros 100 kilómetros hasta Matanzas, pero nunca pasaron de ahí porque no tenían suficientes recursos para extenderse a todo el territorio de Cuba", explica Placer.
Entonces, agrega el historiador, se movían también intereses de tipo político en Inglaterra que determinaron que las tropas salieran definitivamente de La Habana.
"Había una corriente política que consideraba que la guerra había agotado las posibilidades económicas y humanas del país, y consideraron que no era factible mantener La Habana teniendo el resto del territorio hostil. Además, el control de Florida les garantizaba el dominio de toda la costa Atlántica de América del Norte", señala.
La partida, el regreso
El conde de Albemarle fue el primero en abordar y luego, uno en uno, el resto de la tropa se acomodó para el largo viaje.
Unos cruzarían de vuelta el Atlántico, otros explorarían, por primera vez, Florida.
La Union Jack fue doblada con el redoble fuerte de la banda.
Y cuando la escuadra se perdía del otro lado del mar, la bandera blanca de la cruz roja del imperio volvió ondear sobre el Morro.
"La Habana no volvió a ser igual. Los españoles entendieron que no podían volver a cerrar la ciudad al comercio mundial y apareció un nuevo clima de libertad religiosa y filosófica. Se aumentaron las fortificaciones y quedó a siempre en el imaginario cubano ese tiempo en que La Habana fue inglesa por un año", cuenta Bianchi Ross.