Robyn Hollingworth tenía solo 25 años cuando dejó su trabajo en Londres para cuidar de su padre, quien tenía principio de alzhéimer.
La labor no fue sencilla: su progenitor llegó incluso a tratar de matarla, fruto de la grave enfermedad.
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El alzhéimer es una de las formas más comunes de demencia y se estima que más de 46 millones de personas viven con la dolencia, según cifras correspondientes a 2015 de la organización Enfermedad de Alzheimer Internacional, que agrupa a las federaciones que se dedican al tema en diferentes países.
En este texto Robyn Hollingworth relata los detalles de su experiencia en primera persona; los retos y el dolor que supuso el rápido deterioro de su padre y las consecuencias que supuso para toda su familia.
Me escondí detrás del sofá, en la sala, transpirando profusamente y buscando a tientas con mi teléfono.
"¿Dónde estás, pequeña ladrona?", gritaba mi padre mientras bajaba las escaleras.
"Voy a matarte, ¿me oyes?"
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Llego a la sala y pude ver que tenía un cuchillo.
Pero de repente, alguien llamó a la puerta y fue a abrir. Era la vecina de al lado.
"¡Hola! ¿Todo bien?", preguntó nerviosa.
"¡Hola, querida!" La voz de mi padre era suave y paternal, no enojada. "¿En qué te puedo ayudar?"
"Nosotros, eh… oímos algunos ruidos y queríamos saber si todo estaba bien. ¿Por qué tienes un cuchillo en la mano?"
"Bien, curiosamente, acabo de encontrar un ladrón en mi casa, justo ahora estaba intentando sacarlo de su escondite", dijo mi padre,
Supe que mi vecina estaba asustada, pero trataba de que mi padre continuara hablando. Gateé hacia la puerta trasera, corrí hacia el jardín y salté la cerca.
Caminé por la ciudad hasta la casa de mi amiga Kate.
Tenía la cara llena de lágrimas y mis pies descalzos congelados cuando me abrió.
Los cambios
Mi padre, David Coles, era un hombre hecho a sí mismo, encantadoramente inteligente. Era un ingeniero civil y construyó estaciones eléctricas alrededor del mundo. Vi con el paso de las décadas como su barba y bigote pasaron del marrón al gris. Yo lo idolatraba.
Papá se retiró antes de cumplir los 60, aunque mi madre, Marjorie, siguió trabajando en una organización benéfica local. Vivían en el sur de Gales. Yo me mudé a Londres para estudiar y me quedé allí trabajando. Pero cuando tenía 24 años, mi madre me reveló que le habían diagnosticado alzhéimer a mi padre. Un año después, volví a casa para ayudar a mi madre con los cuidados.
Una de las primeras señales obvias, además de repetir historias, fue que el lenguaje de papá cambió y las malas palabras se hicieron más frecuentes.
"Papá, te pusiste el suéter al revés", le dije un día.
"Oh, vete al diablo", respondió.
"¡No le hables así a tu hija!", intervino mi madre.
"Tú también puedes irte al diablo", agregó.
A veces sentía que era inútil hablar con mi padre porque fácilmente se ponía agresivo o a la defensiva, aunque curiosamente era muy servicial con mi hermano mayor, Gareth.
Mi papá siempre había tejido buenas historias, pero a medida que su memoria se desvanecía, inventaba cosas para llenar los espacios en blanco. Estas falsedades podían variar de un "Sí, he tomado mi medicina" a "Oh, hice pescado para el té". Y su comportamiento también se volvió más impredecible.
Una vez le ofreció a mi madre una taza de té, y llegó con un bol lleno de café preparado en el microondas.
Otro día llamó a mi madre cuando ella estaba haciendo la compra para preguntarle dónde estaba su pasaporte.
"¿Planeas irte a algún lado?", bromeó ella. Él colgó. Cuando mi madre llegó a casa, encontró todo revuelto. La sala estaba llena de papeles, los cajones de la cocina abiertos, en las habitaciones todo lo que había en los armarios en el suelo… Encontró a mi padre temblando y sollozando en su cama. Más tarde, él arregló lo de los cajones y se olvidó del incidente, pero mi madre no lo hizo.
No todo era oscuridad y tristeza.
Un día recuerdo haber visto a mamá salir de compras vistiendo su cárdigan de punto púrpura. Tenía brillantes y estaba adornado con flores. Cuando corría para alcanzarla me di cuenta de que en realidad era papá. Lo había combinado con pantalones de pana verdes y botas de montaña. Saludaba a todo el mundo descaradamente en la oficina de correos, sin preocuparse de nada.
Sin embargo, muchas veces me parecía triste y embarazoso cuidar a papá y luego me sentía culpable y mal conmigo misma. Me forzaba a recordar que él no podía evitar estar enfermo. Pese a todo, nunca me molestó cuidarlo ni pensé en irme por un segundo.
Todo se volvió más difícil
Una semana después del incidente del pasaporte, papá salió a dar un paseo y no volvió. Después de buscar en los locales cercanos, llamamos a la policía. Estaba en un hospital. Lo habían encontrado en la cuneta de una carretera con un gran corte en la cabeza.
Fui cada vez más consciente de lo difícil que debía ser para mi madre. Físicamente su marido era el mismo, pero su mente se había ido.
"Por supuesto, aún lo quiero, en cierta forma", me dijo ella una vez, durante una conversación inusualmente franca.
"Pero esa no es la persona de la que me enamoré, no es el hombre con el que me casé".
Luego, solo dos meses después de mudarme, mamá fue diagnosticada con un agresivo cáncer de piel. Se hizo más difícil porque papá no entendía que mamá estaba enferma.
El día de la operación bromeó diciendo que iba a hacerse un aumento de pecho. Quise golpearlo con un periódico. Pero cuando fuimos a verla al hospital vi como se percató de la realidad.
"Vuelve a mí, mi amor, por favor, vuelve pronto", sollozaba mientras acariciaba su mano.
Cuando volvimos a casa me preguntó dónde estaba mamá.
"¿Por qué no volvió del trabajo aún? ¿Se fue?", preguntó.
Le expliqué que estaba en el hospital porque tenía cáncer.
"Es una pena, quería llevarla a pasear por el parque", respondió.
El rápido declive
Pese a la quimioterapia, los tumores de mamá se extendieron y dos meses después del diagnóstico supimos que era terminal. Papá luchó por entender. Repetía en bucle que ambos habían tenido buenas oportunidades, dos hijos y una buena vida. A veces pensaba que ella tenía una infección estomacal o que estaba en el trabajo, cuando en realidad estaba descansando en la misma casa.
Mamá murió en nuestro hogar. La familia se había reunido para despedirse de ella. Nos dijo a mi hermano y a mí que cuidáramos el uno del otro y que lamentaba dejarnos solos cuidando a papá. Pese a lo doloroso que era, quería que ese momento durara para siempre.
Bajé las escaleras y descubrí que papá había pelado dos bolsas enteras de 2,5 kg de patatas. Comimos puré durante semanas.
En el funeral, mantuve un ojo puesto sobre papá, pero estuvo bastante tranquilo y obediente.
En el velatorio, sin embargo, perdió la noción de para qué era el evento y pensó que era un acto por su jubilación. Cuando salí un momento a hablar por teléfono, intentó que los asistentes hicieran una conga. Cuando me enteré, me reí tanto que lloré.
Tras la muerte de mamá, papá entró en un rápido declive.
Aparentemente, los cambios en las rutinas y la seguridad pueden acelerar el deterioro de los enfermos de alzhéimer. Se desorientaba y no tenía apetito. Tan solo 10 días después del funeral me confundió con un intruso y me persiguió con un cuchillo.
Después de lograr escapar, pensé que era demasiado peligroso para mí regresar, y el cuidado de papá recayó solo en mi hermano.
Dos semanas después, decidimos que lo mejor era que lo cuidaran. Lo visité con mi hermano, ya que estaba demasiado nerviosa para ir sola. Algunos días no decía mucho y me apartaba si intentaba abrazarlo; otros sonreía y parecía feliz, pero no hablaba.
Papá contrajo neumonía tras unos meses bajo cuidado y parecía demacrado.
Siempre me perseguirá la angustiante imagen de él sollozando, sin dientes e incapaz de comer o caminar sin ayuda. Mi adorable padre se había convertido en un zombi. Todo lo que podía hacer era sentarme con él, sostenerle la mano y decirle que lo amaba.
Murió solo cinco meses después de mi madre.
Me entristece que mis padres nunca vieran a su hijo encontrar pareja y asistir al matrimonio de uno u otro (mi hermano me llevó al altar). No fue fácil cuando fallecieron, pero en mis sueños siempre los recuerdo cuando estaban bien y felices.
Vendimos la casa poco después de que mi padre muriera y un bonito día de verano manejamos hasta las montañas. Caminamos hasta el punto más alto y tiramos las cenizas de nuestros padres hacia el cielo. Vimos cómo se elevaban por todas partes.
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