Un millón de cornamentas se alzaban hacia el cielo del norte. O así lo parecía desde la acelerada moto de nieve que daba saltos sobre la tundra del Ártico.
Cerca de 3.000 renos salvajes se habían agrupado en el horizonte, sus cuernos ramificados, fusionados a la perfección con un sinfín de sauces esqueléticos y negros abetos.
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Estábamos 60 kilómetros al sur del océano Ártico, el remoto extremo norte de los Territorios del Noroeste de Canadá. A la izquierda, la madre naturaleza ofrecía un espectáculo que no ha tocado durante milenios la mano humana.
Dos tupidos zorros brincaban alrededor del permafrost -la capa de suelo permanentemente congelada en las regiones polares- esparciendo la manada colina abajo, hacia un lago helado.
Roto el silencio del invierno ártico, la manada se convertía después en un aluvión de pieles y pezuñas leonadas.
"Escucha", dijo suavemente el guía inuvialuit (inuit del occidente de Canadá) Noel Cockney, deteniendo su moto de nieve Ski-Doo y haciendo un gesto en el hielo.
Estábamos a 25 grados centígrados bajo cero y su voz apenas traspasaba su gruesa máscara protectora. "Cuando los renos corren, suena como lluvia sobre la nieve. Ese es el sonido de la tundra".
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Escondida en lo más profundo del perímetro ártico del país, en gran parte inexplorado, la manada de renos más grande de Canadá ha vivido en soledad durante mucho tiempo.
Cada primavera, los animales migran hacia el oeste, cerca de la isla Richards, para criar a sus retoños. Pero ahora tienen que enfrentarse a algo más que zorros astutos y manadas de lobos.
Ahora también tienen que lidiar con la llegada del hombre.
Un cambio radical
Durante los últimos dos milenios, el único pueblo que fue capaz de comprender y adaptarse a esta tierra fueron los inuvialuit, los guardianes del norte que viven en asentamientos al otro lado del delta del Mackenzie, el río más largo de Canadá, que desemboca en el océano Ártico.
Con una población de alrededor de 5.700 personas, los inuvialuit mantienen su estilo de vida tradicional.
Siguiendo el ritmo de las estaciones, están ligados a la tierra, persiguiendo liebres árticas, zorros y linces para comer y cubriéndose con su pelaje durante los meses más fríos.
En verano, cazan ballenas para obtener el sustento que necesitarán durante el largo invierno.
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La inauguración, en noviembre de 2017, de la autopista que une Inuvik con Tuktoyaktuk supuso un cambio radical para este desierto congelado.
Con un costo de US$230 millones y el sobrenombre de la carretera helada del Ártico, el camino de grava de dos carriles de 137 kilómetros de largo es la primera carretera de la costa ártica de Canadá, y divide la tundra en dos.
La autopista también podría describirse como la más difícil del mundo.
Tomó cuatro años construirla -tres para crear una capa lo suficientemente gruesa como para resistir los duros inviernos, y uno para refinar la superficie- y fue diseñada para tolerar temperaturas que superan los 40 grados centígrados bajo cero, y más de 20 grados en las noches de verano, cuando el sol nunca se pone.
Los pros y los contras
A pesar de que la carretera es un salvavidas para la remota comunidad indígena inuvialuit de Tuktoyaktuk (población: 850 personas), la última aldea del Ártico que bordea el desierto helado de la parte continental de Canadá, la infraestructura es divisiva.
Concebida como una vía para la exploración del petróleo y el gas por la administración del exprimer ministro Stephen Harper, algunos lo vieron como un camino hacia los recursos.
Otros lo llaman un proyecto de vanidad que supondrá la erosión cultural para esta frágil comunidad.
Pero para sus defensores, entre quienes se cuentan Noel Cockney, un residente de la zona que pasó dos años trabajando en ella, la autopista supone el renacimiento de su remota aldea, y una oportunidad para el progreso.
En verano, los conductores pueden llegar hasta lagos y ríos que de otra manera serían inaccesibles. Muchos de ellos todavía no han sido explorados. En invierno, se pueden ver los renos y llegar hasta Tuktoyaktuk, cuyo nombre significa "parece un caribú".
Y para los locales, la nueva ruta es una oportunidad de atraer empleo e inversiones.
Antes de que existiera esta carretera, la única conexión de la aldea con el mundo exterior era un camino de hielo rudimentario que se derretía cada primavera.
"Llegar hasta ’Tuk’ solía ser muy difícil", me contó Cockney. "En invierno, nuestro camino desaparecía en el aire, y en verano había dos opciones: volar o tomar un barco atravesando el río".
Otra de las personas que abraza la llegada de la carretera es Kylik Kisoun Taylor, un inuvialuit de segunda generación que creció en Ontario, pero regresó a los 16 años, y que ahora posee una compañía de tours con base en Inuvik, el punto más al sur de la carretera.
"La cultura indígena es un recurso aquí, y el turismo tiene el poder de aprovecharlo", me dijo. "El valor de mantener vivas las tradiciones culturales no puede ser subestimado".
Un viaje fascinante
Conducir por esta autopista es fascinante. Se dobla y contonea, tomando la forma de estanques congelados en el norte. En el borde, las montañas Richardson y el bosque boreal se desvanecen hasta desaparecer por completo, dejando el parabrisas cubierto de hielo.
Y hay tantos tonos de blanco que el cielo adquiere un brillo pálido.
"No has visto el Ártico hasta que vienes en invierno", me explicó Taylor mientras pasábamos por una gran meseta de hielo.
La nieve se precipitaba por la carretera como una ilusión óptica. "Estamos al borde de la línea de árboles, este es el límite donde se puede vivir más cómodamente".
Después de una serie de pingos -accidentes geográficos típicos de Canadá formados con tierra cubierta de hielo- Tuktoyaktuk comenzó a deleitarnos con su presencia.
Como si se divorciara de su propio país, la aldea se encuentra segregada sobre una lengua de tierra que se adentra en el océano Ártico.
No hay árboles de arce ni abetos, ni nada similar. Solo el océano. Las frías olas grises, congeladas.
Dos horas y media después de haber partido, estacionamos cerca de un muelle sepultado por el hielo.
Las calles de Tuktoyaktuk estaban vacías debido al frío. Las robustas cabañas donde se acuestan los perros de los trineos estaban cerradas.
No había nadie, excepto Maureen Pokiak, la propietaria de Tuktu B&B, la casa de huéspedes donde me alojé. Su marido, James, estaba fuera cazando bueyes; se disculpó.
"Esta comunidad está en nuestra sangre, así que no anticipo muchos cambios", me dijo, mientras afilaba un cuchillo con el que concinaría nuestra cena: muktuk, ballena beluga cruda.
"Puede que esta carretera le facilite la vida a la gente a largo plazo, pero seguiremos conectados con la tierra, y así será siempre".
Solo cuando nuestro camión se dirigió hacia Inuvik en la oscuridad, con las luces de la ciudad emitiendo un resplandor sobre la nieve, empecé a comprender lo que decía.
Cuando el camino traspasó una serie de colinas jorobadas, el sol del Ártico se alzó, revelando la belleza siempre cambiante de la tundra: el drama épico del paisaje iluminado en plata brillante sobre blanco.
Bajo la luz del amanecer, la manada de renos avanzaba. El sonido de la "lluvia" en la nieve era una señal de que la vida en la tundra continuaría. Como lo ha hecho siempre.
Aquí puedes leer la nota original en inglés
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