En un lugar de los Andes ecuatorianos tan pequeño que no llega a la categoría de pueblo, ETA no es la agrupación separatista vasca que se acaba de disolver tras casi 60 años de actividad, sino un "sentimiento".
Un sentimiento que todavía llena de lágrimas a María Basilia Sailema, que a sus 73 años aún no tiene claro quién mató al mayor de sus hijos, Carlos Palate.
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"No sabía qué era ETA hasta el día del atentado, lo que me dijeron fue que ponía bombas. Para mí era un sentimiento muy triste y no querría que le pasara a nadie más porque todos somos seres humanos", le dice a BBC Mundo por teléfono desde Picaihua, a dos horas y media de Quito.
La inmensa mayoría de las más de 800 víctimas de ETA fueron españolas, así que las bases de datos que las cuentan no suelen registrar la nacionalidad. La Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT), por ejemplo, aseguró a BBC Mundo no tener afiliados de fuera de España y el Ministerio del Interior de España tampoco pudo facilitar el origen de las víctimas.
Pero la agrupación causó la muerte de al menos tres latinoamericanos, según pudo constatar BBC Mundo: la del argentino Alfredo Jorge Suar, cuyo caso se remonta a la década de los 80, y las de los ecuatorianos Carlos Palate y Diego Estacio, fallecidos en 2006 en un atentado en el aeropuerto de Madrid. Un evento que algunos señalan como el inicio de un largo proceso que acabó esta semana con la disolución de ETA.
Fue en 2006, hace ahora 11 años, cuando la ecuatoriana María Basilia Sailema salió por primera vez de su natal Picaihua. Tuvo que recorrer casi 9.000 kilómetros para llegar a su destino, Madrid, donde debía recoger el cuerpo de Palate, ese hijo "bien bueno" del que dependía la economía de esta humilde familia.
España vivía entonces una época próspera gracias al boom de la construcción, que hacía que el mercado laboral integrara cada año a miles de inmigrantes.
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Entre ellos estaban Carlos Palate y Diego Estacio, dos jóvenes ecuatorianos que nunca se conocieron, pero que se convirtieron en las únicas víctimas mortales de la furgoneta bomba que ETA explotó a finales de 2006 en el aeropuerto de Barajas, en la capital española.
Venían de familias "muy distintas", recuerda José Manuel Rodríguez Uribes, el entonces director general de Apoyo a Víctimas del Terrorismo del Ministerio del Interior.
"La familia de Diego había viajado más e incluso había una parte que ya vivía en España. Pero la de Palate, no. María Basilia era una mujer que no había salido nunca de su pueblecito y para ella esto fue una cosa casi imposible de entender", le cuenta a BBC Mundo.
Sailema no era la única que no comprendía el por qué del atentado: ETA llevaba dos años y medio sin matar a nadie y en marzo de ese mismo año había declarado un alto el fuego permanente.
La agrupación negociaba una salida a su actividad armada con el gobierno del socialista José Luis Rodríguez Zapatero, para quien las conversaciones iban tan bien que un día antes de la explosión había vaticinado: "Dentro de un año estaremos mejor que hoy".
Una decisión fatal
Palate tenía 35 años en el momento de su muerte. Estacio, apenas 19. Hacía poco más de un año que ambos habían conseguido regularizar su situación en España gracias a una medida extraordinaria del gobierno.
Sailema recuerda que fue su cuñado el que ayudó a su hijo a ir a la ciudad de Valencia, en la costa mediterránea: "Carlos no terminó la escuela, no era de colegio. Lo dejó a los 15 años porque no ponía empeño".
Palate trabajó en una fábrica de calzado en Ecuador y, en Valencia, en una de plásticos. Era soltero y vivía con su tío.
A su madre le preocupaba mucho tenerlo tan lejos. "Yo me desesperaba y él me decía: ’Mamita, no llores. No te preocupes que yo estoy vivo, sano y trabajando. Estoy bien’. Decía que, si volvía, sería sólo de visita", afirma.
El día del atentado, el 30 de diciembre, Palate había acompañado a un amigo suyo hasta el aeropuerto de Madrid para recoger a la esposa de este, que volvía de Quito.
Tras un viaje de cuatro horas por la carretera, decidió quedarse en el auto descansando. Se tapó con una manta y mantuvo el celular en la mano. Así lo encontraron los equipos de rescate.
El médico que dejó la Argentina de Videla y se convirtió en víctima de ETA
Alfredo Jorge Suar había salido de Argentina con su familia tras el golpe militar de Jorge Rafael Videla. Tenía 37 años cuando lo encontraron muerto dentro de su automóvil con dos heridas de bala en la cabeza el 15 de octubre de 1983, durante la época más sangrienta de ETA.
A diferencia de Palate y Estacio, Suar no fue una víctima casual. Ejercía de médico en la prisión de máxima seguridad de El Puerto de Santa María, en el sur de España. Según publicó el Diario de Jerez, se había negado a trasladar a un miembro de ETA al hospital de Cádiz. Fue sacado de su consulta privada y no se volvió a saber de él hasta por la noche, cuando se halló su vehículo en el estacionamiento de un hospital.
La agrupación armada reivindicó su asesinato en un comunicado en el que amenazó a los funcionarios de las cárceles donde había "prisioneros políticos vascos", según dio cuenta entonces el periódico El País. En la comunidad sureña de Andalucía, se recuerda a Suar como la primera víctima mortal de ETA en la región. Su mujer y sus dos hijos permanecieron en España, aunque tuvieron que pasar los siguientes dos años bajo custodia policial.
El otro ecuatoriano que falleció en el atentado del aeropuerto de Barajas, Diego Estacio, había vivido con su madre y hermanos en Italia, pero en su adolescencia se trasladó a España, donde residía su padre. Allí trabajaba en una empresa de construcción.
"La familia de Diego llevaba más tiempo aquí. Su padre trabajaba en España, era un hombre que tenía 40 años pero parecía mucho más joven", asegura Rodríguez, el entonces director general de Apoyo a Víctimas del Terrorismo del ministerio.
Estacio había madrugado esa mañana para llevar a su novia a la Terminal 4 (T4) de Barajas, adonde llegan la mayoría de vuelos procedentes de América Latina. La muchacha esperaba a su familia, que venía de Ecuador.
Palate y Estacio tomaron la misma decisión fatal: quedarse en sus autos. El primero de ellos, en la planta baja, y el segundo y más joven, un piso más arriba y uno por debajo de donde ETA había dejado el día anterior una furgoneta con 200 kilos de explosivos.
El grupo armado dio el primer aviso por teléfono cinco minutos antes de las ocho de la mañana. Una hora antes del estallido.
La policía desalojó la T4 y su garaje, con capacidad para más de 6.000 vehículos. Pero, según se sospecha, los jóvenes ya estaban dormidos y no alcanzaron a escuchar los anuncios que emitían los altavoces.
Leopoldo Rovayo, el entonces cónsul de Ecuador en Madrid, aún recuerda cuando lo llamaron de la embajada para decirle que había dos compatriotas desaparecidos. "La esperanza nunca se pierde, pero es que el atentado había sido devastador", recuerda en conversación con BBC Mundo desde Bielorrusia, donde ahora es embajador.
"Yo cuando lo vi, me quedé impresionado", coincide Rodríguez, "ETA decía que no quería matar pero fue una bomba tremenda. Causó tales estragos que se vino abajo todo el parking de la T4".
Unos 600 vehículos quedaron enterrados y convertidos en chatarra, según publicó el diario El Mundo, que afirma que el incendio posterior alcanzó una temperatura de 1.000º.
Los bomberos y equipos de rescate tuvieron que arriesgar su vida para encontrar los cuerpos. La zona donde estaba Palate se había derrumbado y el auto había quedado aplastado por el hormigón. No lo encontraron hasta la tarde del 3 de enero y el cadáver no se pudo recuperar hasta la madrugada del día siguiente.
"Pasamos unos días bastante duros en el hotel con la familia porque no aparecía el cuerpo de Diego", recuerda Rodríguez. "No fue hasta dos o tres días después que la novia se dio cuenta de que, por los nervios, nos había indicado mal la ubicación del coche".
El cadáver del joven no se pudo recuperar hasta el 6 de enero. Fue necesario utilizar una cámara endoscópica para hallarlo.
El inicio del fin
"ETA también se quedó un poco desconcertada", afirma el exdirector general de Apoyo a Víctimas del Terrorismo.
"Era un poco extraño que una organización que se dice revolucionaria terminara matando a dos jóvenes que son trabajadores inmigrantes y que están en una situación económica mala. Yo creo que eso los descolocó".
La agrupación esperó hasta el 9 de enero para emitir un comunicado en el que daba el pésame a las familias de Estacio y Palate y aseguraba "firmemente" que su objetivo no había sido causar víctimas. "Queremos denunciar que no se desalojase o vaciase el parking en el largo plazo de una hora", se podía leer en la misiva.
Para el historiador vasco Luis Castells Arteche, el atentado tuvo varias consecuencias negativas para ETA.
Según él, impulsó a Batasuna, el partido independentista considerado la rama civil de ETA, a distanciarse de la militar y presionarla para que deje las armas. También "acentuó" el "descrédito en la sociedad vasca" de la agrupación armada.
"Este atentado, como plantean historiadores y periodistas, marca de alguna forma el fin aunque sea simbólicamente, de ETA", le dice a BBC Mundo.
Rodríguez coincide: "Yo creo que fue decisivo. Romper la tregua de esa manera hizo que perdieran apoyo social en el País Vasco. En mi opinión, ese fue el principio del fin de ETA".
Aunque algunos expertos se mantienen escépticos sobre la relevancia de este episodio. Como Manuel Avilés, el exdirector de la cárcel de Nanclares de la Oca (Álava), que ha seguido la actividad de ETA desde cerca y considera que el atentado no fue especialmente significativo.
Castells sostiene que acabó con las posibilidades que tenía ETA de "un final digno".
"No se pudo restablecer esa negociación y, por lo tanto, el final de ETA ha sido el que ha ocurrido: una derrota militar absoluta con presos en las cárceles y sin ningún refrendo social. Ellos mismos volaron la capacidad que tenían de haber logrado un final más o menos decoroso para el que era su objetivo", concluye.
Mientras tanto, en Picaihua, la noticia de la disolución de ETA no inmuta a María Basilia Sailema, que no se ha enterado de que los responsables de la muerte de su hijo fueron condenados en 2010 a 1.040 años de cárcel y tampoco le preocupa.
Como el resto de familiares de las víctimas de la T4, recibió la nacionalidad española y una pensión, que usa para viajar cada febrero a Valencia a visitar a Luis Jaime, el hijo que decidió mudarse a España tras el atentado.
Vive igual que lo hacía antes de la muerte de Palate: ajena a la actividad de ETA y sin ni siquiera saber qué es el País Vasco. Pero con la tristeza que aparece de inmediato cuando alguien le pregunta por su "hijo más bueno".
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