Armada de bandejas de comida, Guadalupe Cruz libra una batalla para prevenir que mueran más jóvenes en las calles de Chicago.
"Tengo que recoger el pollo y el pan en el camino", cuenta.
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Mejor conocida como Lupe, va rumbo al funeral de José de Jesús Aguilar, quien murió a los 14 años a principios de marzo en un tiroteo, mientras iba con un amigo en un auto robado y entraron en el territorio de una pandilla rival.
Es el tercer funeral al que asiste en el último mes y medio. Va para disuadir a los amigos de José de vengar su muerte.
Cruz trabaja para Cure Violence, un programa de salud pública creado en 2000 para prevenir y detener la propagación de la violencia.
Los funerales son momentos clave en ese proceso. Y la comida, que tradicionalmente se sirve en los funerales mexicanos, es esencial. Quiere que los jóvenes estén tranquilos y no utilicen el hambre como una excusa para salir a la calle.
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Como en otras ocasiones, Lupe acudió a su propia red de madres que han perdido hijos en violencia callejera y responden a su llamado cocinando pollo, arroz, ensalada y postres. En cada casa la reciben con abrazos.
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Con ella va Frances, que recoge las bandejas y las carga en el auto. Su hijo de 17 años murió hace varios años.
"Cuando hablamos de nuestros hijos que ya no están aquí, duele". "Duele" es la única palabra que Frances, segunda generación de familia mexicana, dice en español. Frances acude a su segundo idioma para describir el dolor.
"No es normal"
José, el chico de 14 años que están velando, perdió a su madre cuando era pequeño, y su padre no estuvo presente en su vida.
Su muerte apenas se menciona en la prensa junto como parte del saldo de fallecidos del fin de semana. En Chicago hubo 650 asesinatos en 2017, un número mayor que el de ciudades más grandes como Nueva York y Los Ángeles.
Lupe y Frances arreglan cuidadosamente las bandejas de comida en una mesa larga y elegante.
Los amigos de José llegan por grupos, vestidos con camisetas especialmente impresas para la ocasión, con el nombre del joven, su fotografía, y las fechas de su nacimiento y muerte, tan dolorosamente cercanas.
Los jóvenes se reúnen alrededor del ataúd, se abrazan y lloran juntos. Le ponen música. Algunos traen a sus hijos más pequeños. Lupe se sienta a conversar con ellos.
"Les digo que no es normal que estén yendo a un funeral de un amigo de 14 años. Ellos ahorita están bien heridos, están sufriendo. Y una forma de reaccionar al dolor que cargan es ir a hacerle daño a otra persona. Es la forma en la que se desahogan. Es un tema muy difícil porque son niños y tienen que comportarse como personas fuertes"., me cuenta Cruz.
Cruz les habla desde su experiencia. Ella creció y trabaja en Little Village, La Villita, un barrio predominantemente mexicano en Chicago. Nunca conoció a su padre y su madre murió cuando era niña.
En sus conversaciones se entrelazan el español, el inglés, la formalidad y las expresiones de la calle.
"Hoy es importante porque aquí podemos perder otra vida. Porque de aquí salen con mucho dolor y algunos ya vienen armados", afirma.
Cuando termina el funeral, se lleva a los mayores, los que tienen influencia sobre los más jóvenes ("los que jalan"), a comer una pizza para que se desahoguen.
"Había muchas emociones encontradas, se habló mucho de represalias, lloramos mucho".
Luego se asegura de que lleguen a sus casas y les avisa a los líderes comunitarios de los barrios "rivales" para que alejen a los jóvenes de los "lugares calientes" donde generalmente se encuentran.
Como la lepra
El tipo de intervención practicada por Lupe es típica de Cure Violence.
El epidemiólogo Gary Slutkin fundó la organización después de trabajar por años en África en la prevención del sida y la tuberculosis.
El médico concluyó que la violencia sigue la misma trayectoria que las enfermedades contagiosas, y que la propagación debe ser detenida en la fuente.
Slutkin propone una nueva manera de estudiar la violencia, que según él ha sido categorizada de manera errónea.
"Cualquier persona que practique la violencia, ya sea un asesino en masa, o un joven en un barrio, se contagió viendo a otros hacerlo", argumenta. "Ponerle la etiqueta de ’mala persona’ no tiene sentido y es francamente medieval. Es lo que se solía hacer con la gente que tenía lepra o la plaga".
El trabajo incluye detectar conflictos, identificar los jóvenes en alto riesgo, cambiar su comportamiento, y plantear nuevas normas y expectativas.
Cruz está de acuerdo.
"La gente los etiqueta. No son malas personas, cargan una historia con ellos, como cualquier persona".
"Cuando los sacas de la comunidad en la que viven, son niños a los que les encanta comer helado. No se aprovechan de ti. Lo que les importa es que pases tiempo con ellos. Puedes sentarte tres horas a conversar hasta que el helado se derrita".
Su trabajo, dice, no consiste necesariamente en construir lazos o lograr treguas entre pandilleros, sino entre generaciones.
Muchas de las pandillas de Chicago surgieron en la década de los 60 y la pertenencia pasa de generación en generación. Los territorios están claramente divididos por avenidas, cruces y puentes que los habitantes, incluyendo a Cruz, conocen y navegan con cuidado.
"Cuando naces en una comunidad, ya está, eres de esa comunidad para siempre, y te identifican con ella".
Los lazos se construyen, más bien, entre los jóvenes que han perdido la confianza en los adultos -pues sienten que les han fallado toda la vida-, y los adultos que construyen su imagen de los jóvenes a través de los artículos que se escriben cuando son víctimas de la violencia, o de verlos reunidos en las esquinas.
"Cuando organizamos actividades con la comunidad como barbacoas, vigilias, marchas y fiestas de barrio, la gente ve a los jóvenes limpiando y sirviendo comida, y los empieza a conocer. Muchos me cuentan sorprendidos lo inteligentes que son", comparte Lupe.
"Clic"
Anna y Luis tienen dos hijos pequeños.
Salieron de la calle después de que Cruz convenció al arrendador de darles una oportunidad.
"Mucha gente no cree en nosotros porque somos muy jóvenes", señala Anna. "Tenemos que mostrarles un camino diferente".
Luis cuenta lo difícil que es mantenerse en lo que él describe como "el buen camino".
"Me cuesta no hacer otra vez las mismas cosas que hacía antes, porque sigo viviendo en el mismo barrio. Tengo momentos malos, pero Lupe siempre me anima y me dice que me mantenga positivo, que siga haciendo lo que estoy haciendo".
Guadalupe los llama todos los días y los visita regularmente para ver cómo están, y los alerta para que no salgan si hay rumores de peleas.
Para Luis, la clave para cambiar su estilo de vida fue recibir consejos de ella, en quien confía totalmente.
"Necesitas a alguien que haya pasado por lo mismo que tú, para que lo que te diga haga ’clic’ en tu cabeza".
Raúl González, quien también trabaja para Cure Violence, conoce el mundo de estos jóvenes. Él mismo perteneció a una de las pandillas más grandes de Chicago y estuvo en la cárcel.
"Tratas de alejarlos de la violencia, porque es lo único que conocen. Así crecieron. En el mundo en el que viven, si alguien te da una golpiza, tú regresas y le das otra".
Como parte de su trabajo, Raúl organiza clases de boxeo en un club local.
Pero reconoce que a veces es difícil que lo escuchen, y entonces le toca pensar lateralmente.
"Trato de que hablen con alguien a quien sí quieran escuchar. Puede ser su tío, que pertenecía a la misma pandilla, por ejemplo. Pero tiene que ser alguien con credibilidad".
"Nuestro programa no puede ponerle fin al conflicto, pero sí previene muchos problemas. Hacemos el trabajo que la policía no hace, no porque no quiera, sino porque los jóvenes no quieren que los policías les digan qué hacer", concluye.
Las cifras
Es difícil medir el impacto de cualquier programa contra la violencia en Estados Unidos, y separarlo de una caída general en la tasa de criminalidad en los últimos años.
Los resultados de Cure Violence han sido estudiados por universidades y organizaciones independientes, comparando las cifras en los lugares en los que la organización trabaja con sitios parecidos estadísticamente.
En 2009, un estudio de la Universidad Northwestern de Chicago encontró una reducción general en los tiroteos entre el 41% y el 73% en siete de las comunidades estudiadas, lo que refleja los efectos combinados del programa y otras iniciativas locales.
También halló que en cinco de las ocho comunidades estudiadas, los homicidios relacionados con las represalias entre pandillas bajaron un 100%.
Además, la investigación indica que quienes trabajan en Cure Violence tienen que lidiar con problemas de fondo como desempleo, educación, relaciones familiares e interpersonales, y hasta problemas del día a día como conseguir documentos de identidad.
Así se pasa el día de Cruz, con el teléfono siempre sonando.
En el espacio de una hora habla con un joven que está en la cárcel, media en un conflicto entre una madre y una hija, y para un momento en una casa para dejar una carta crucial para que un joven pueda regresar a la escuela.
Su nombre es Frankie, tiene 17 años y está listo para dejar la vida de la calle.
"Estoy cansado de esto, de ver gente asesinada todos los días. De estar cuidándome la espalda".
Frankie recibe a Cruz afuera de su casa. Lo acompaña su madre, Linda, quien está por comenzar un entrenamiento para ayudar a la gente joven de su comunidad, pues en su casa acoge a quienes no tienen a dónde ir.
"La llaman mamá, y tiene mucha influencia sobre los jóvenes... entonces creo que podría ayudarlos a ir por el buen camino", explica Cruz.
Su fin de semana termina en una pizzería de Chicago, donde se encuentra con Samantha, una joven con la que trabajó como mentora y que ahora está estudiando y trabajando para ser asistente legal.
"A muchos de mis amigos los mataron, y yo no quería terminar así", dice Samantha.
Comparten pizzas y papitas, y recuerdan los tiempos en que Lupe tenía que recogerla frecuentemente en la estación de policía a las dos de la mañana.
Samantha muestra el tatuaje con el nombre de Guadalupe que lleva en el brazo, algo que todavía pone un poco nerviosa a Lupe.
Su vida sigue siendo difícil, admite.
"Todos los días le disparan a alguien. En los últimos diez años he ido a diez funerales".
Ella intenta mantener la distancia con sus amigos que todavía están en la calle.
La joven paga la cuenta con su propia tarjeta débito y Lupe sonríe con orgullo.
"Son las cosas pequeñas, ¿sabes?", dice.
"Estas cosas pequeñas son grandes para ellos. La gente les ha fallado toda la vida. Por esto hago lo que hago, sin importar cuán cansada estoy".
Ilustraciones: Alice Grenié.
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