La gran historia de los Juegos Olímpicos de Invierno en Corea del Sur, que terminaron este domingo, fue la participación de Corea del Norte y el tono amistoso empleado por los dos países. Ahora, la pregunta que surge es: ¿será el legado de las Olimpiadas una mejora permanente de las relaciones?
En la inauguración de las Olimpiadas de PyeongChang, los atletas de Corea del Norte y Corea del Sur desfilaron juntos bajo una sola bandera de "Corea unificada". Fue un momento de gran simbolismo.
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Después asistimos a la participación de deportistas de ambos países en un único equipo femenino de hockey sobre hielo, mientras Kim Yo-jong, la hermana del líder norcoreano Kim Jong-un, y las animadoras norcoreanas cautivaban a las audiencias de todo el mundo en la llamada ofensiva del "encanto".
Finalmente, en la clausura en PyeongChang participó una delegación de alto nivel encabezada por el exjefe de espionaje norcoreano Kim Yong-chol, uno de los máximos jefes militares de Corea del Norte, considerado como alguien muy próximo al círculo familiar del mandatario Kim Jong-un.
Pero, ¿puede esta aparente reconciliación olímpica ser duradera?
Las expectativas, a raíz de este tipo de señales inusualmente amistosas, son muy altas.
La cobertura mediática, tanto en Corea del Sur como en el resto del mundo, sugiere un gran avance en las relaciones entre las Coreas.
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Los medios liberales surcoreanos hablan de un "espíritu olímpico" que permitirá suavizar las conversaciones con el Norte, al igual que el gobierno del presidente Moon Jae-in.
Pero no todo el mundo está tan feliz.
Los conservadores están tan nerviosos que los editoriales de los medios alineados con la derecha surcoreana argumentan regularmente en contra de conceder demasiado a Pyongyang en cualquier posible negociación.
Una de las preocupaciones es que Corea del Norte pida que se detengan los ejercicios militares conjuntos entre Corea del Sur y Estados Unidos, a cambio de una vaga promesa de congelar sus programas de misiles o nucleares, que luego será una trampa.
La realidad es que las expectativas pueden quedarse en eso.
Es poco probable que un evento deportivo tenga mucha influencia en las profundas divisiones políticas entre ambos países.
Décadas de negociaciones no lograron una reconciliación y, a riesgo de sonar excesivamente pesimista, es muy posible que las relaciones vuelvan a la normalidad: tensas, incómodas y preocupantes, pero también estables.
El statu quo entre las Coreas ha sido notablemente constante desde el final de la guerra, hace 65 años.
Corea del Norte sigue siendo posiblemente el estado más peligroso del mundo y su programa de armas nucleares solo aumenta el riesgo que representa.
La posibilidad de que haya un diálogo cuando hay muestra de interés, como repentinamente ocurrió en enero, siempre levanta las esperanzas en un mundo desesperado para encontrar un modo de frenar a Pyongyang sin un conflicto.
Sin embargo, las negociaciones previas colapsaron y, a excepción de la feliz atmósfera olímpica, poco ha cambiado.
Los norcoreanos son negociadores duros y astutos. Luchan por cada ápice y se adentran en los detalles.
Cualquier concesión solicitada a Estados Unidos y Corea del Sur se interpreta de la manera más amplia posible, mientras que, al contrario, lo que se puede esperar de ellos es definido en los términos más estrictos.
La implementación de los acuerdos con Pyongyang ha tropezado una y otra vez asuntos espinosos de interpretación y la elección del momento.
La probabilidad de que este espíritu olímpico de cordialidad genere una seria concesión por parte de Pyongyang es casi nula.
Lo contrario sería muy extraño, teniendo en cuenta el comportamiento del régimen en las negociaciones pasadas.
La izquierda en Corea del Sur quizá espera ver algún tipo de gesto de su gobierno.
Generalmente se ve a los vecinos del Norte como parientes étnicos, injustamente separados por la Guerra Fría, más que como oponentes ideológicos.
Pero el presidente Moon fue elegido con el 41% de los votos, y quizá no tenga el peso político para hacer una concesión olímpica importante y unilateral.
Pero la derecha surcoreana podría enfurecerse, con algunos conservadores ya preocupados de que el presidente Moon esté desesperado por llegar a un acuerdo, argumentando desde hace tiempo que las conversaciones son la manera de mejorar las relaciones con el Norte.
Eso también podría conmocionar profundamente Estados Unidos, particularmente dada la línea dura adoptada por el gobierno de Donald Trump con Corea del Norte.
De hecho, puede que el presidente Moon viaje a Pyongyang en los próximos meses, siguiendo la invitación que le hizo llegar Kim a través de su hermana durante los Olímpicos.
Aunque aún no hay un acuerdo formal, Moon dijo que las Coreas deberían "hacer que ocurra" y animó al Norte a volver a las negociaciones con Estados Unidos.
Pero esto es también básicamente evocador: una cumbre no necesariamente significa un progreso verdadero y se ha dicho poco sobre lo que van a discutir exactamente.
También existe el riesgo de que Pyongyang use la visita como el reconocimiento por parte de Seúl de que Corea del Norte es un Estado real, y no una parte de Corea del Sur.
La opinión en el Sur está dividida: mientras las bases del presidente Moon quieren diálogo, los conservadores temen la conciliación.
Las cumbres previas, en 2000 y 2007, no ayudaron realmente.
Incluso ocurrió que, previo a la reunión en el año 2000, el grupo Hyundai envió US$500 millones a Corea del Norte, con el conocimiento del gobierno de Seúl, provocando críticas que afirmaban que la cumbre había sido "comprada".
Ahora, el resultado más probable es el regreso a conversaciones similares a las que tuvieron lugar en el pasado: un largo y duro trabajo caracterizado por una profunda desconfianza y los microdetalles.
Pero el diálogo es un progreso al fin y al cabo, se puede argumentar, y después del temor a una guerra que caracterizó los últimos años, al menos ambas partes están comprometidas.
Sin embargo, otros eventos en 2018 amenazan con ralentizar ese compromiso, o incluso descarrilarlo.
Por ejemplo, cada año, Estados Unidos y Corea del Sur realizan sus ejercicios militares conjuntos, a los que el Norte responde normalmente con retórica sobre aniquilar sus enemigos.
Es poco probable que pueda contenerse cuando los ejercicios se reanuden al finalizar los Juegos Olímpicos.
Además, Pyongyang ha ampliado sus programas nuclear y de misiles.
Quizá haya detenido las pruebas para mantener las conversaciones en marcha, pero si las retoma, las críticas de los conservadores al presidente Moon, al que tacharán de ingenuo, serán aplastantes.
Las negociaciones en el pasado se han estrellado contra esos puntos de presión en la relación.
Quizá este momento es diferente y Corea del Norte haga una concesión real —en aras del espíritu olímpico—, para arrancar las conversaciones y superar el enorme escepticismo global sobre sus intenciones.
Pero es más probable que se intente separar a Corea del Sur de Estados Unidos, jugando con la profunda aversión en ese país por el presidente Trump.
También está la posibilidad de que haga demandas que Seúl nunca podrá cumplir, como su reciente petición para el retorno de todos los desertores.
Por lo tanto, aunque hay esperanza de que las cosas sean diferentes después de los Juegos Olímpicos, es mejor no llevar esas esperanzas demasiado lejos.
Sobre esta pieza
Este análisis fue comisionado por la BBC a un experto de una organización externa. Robert E. Kelly es profesor de Relaciones Internacionales en el Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad Nacional de Pusan, en Corea del Sur. Lo puedes seguir en @Robert_E_Kelly
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