El soldado Adams Lagos está tendido en el suelo pedregoso del altiplano chileno, a más de 4.000 metros de altura y a pocos kilómetros de la frontera con Bolivia. Son las 11:06 am del 1 de octubre de 2005.
Sólo un minuto antes se había agachado según el protocolo, había colocado el rompedor cónico sobre la última mina que iba a ser detonada aquella mañana y estaba a punto de alejarse.
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Pero esa mañana algo no funcionó según el protocolo. Y ahora Lagos está tumbado de barriga. No pierde el conocimiento y el resquemor que le sube por la pierna le hace intuir que pisó una mina antipersonal.
"Sabía que no me podía mover mucho porque a mi costado izquierdo tenía una mina antitanque", rememora más de 12 años después en una salita del cuartel de la compañía de desminado humanitario en la ciudad chilena de Arica.
"No sé si tú has ido alguna vez a la nieve, a la montaña, cuando a uno se le congelan los dedos. Sabe que los está moviendo pero no los siente. A mi me pasaba lo mismo, los movía pero no los sentía".
Pero lo que Lagos en aquel momento aún no sabía es que acababa de perder todos los dedos del pie derecho.
Cuatro décadas de víctimas
Lagos es una de las 194 víctimas de explosión de minas o artefactos explosivos no detonados (UXO, por su sigla en inglés) que ha habido en Chile a lo largo de los últimos 40 años.
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En 1978 Augusto Pinochet, en plena escalada de tensión con los gobiernos de Argentina, Perú y Bolivia, decidió sembrar las fronteras chilenas con más de 180.000 minas antipersonales y antitanques.
La invasión que se esperaba nunca ocurrió, pero los artefactos se mantuvieron activos durante décadas, y causaron decenas de mutilados y fallecidos, la mitad de ellos -casi una trágica ironía- militares chilenos.
En 2002 el entonces presidente Ricardo Lagos firmó la Convención de Ottawa, un acuerdo de desarme -suscrito en la capital canadiense en 1997- que prohíbe la adquisición, la producción, el almacenamiento y la utilización de minas antipersonales, además de la reparación del daño causado.
Sin embargo, sólo en 2015 fue promulgada una ley -por parte de Michelle Bachelet- que otorga asistencia y pensiones a para las víctimas de accidentes ocasionados por minas antipersonal o artefactos explosivos, abandonados o sin estallar (UXOs, por su sigla en inglés).
El tratado, del que en la actualidad forman parte 163 países, obliga a los Estados firmantes a destruir sus arsenales, y Chile se comprometió a hacerlo antes de 2020. Para llevar a cabo esa tarea, el gobierno chileno constituyó ese mismo año la Comisión Nacional de Desminado (CNAD) y encargó la destrucción a la Armada y al Ejército.
Es exactamente lo que estaba haciendo el soldado Lagos esa mañana del 1 de octubre de 2005, antes de que la explosión de una mina antipersonal le causara, según la diagnosis médica, la amputación traumática del ortejo mayor y le dejase el segundo, tercero, cuarto y quinto dedo en garra.
"Además, se me quebró lo que quedó del segundo dedito y se me abrió completamente la piel del pie. Se me destrozó por completo", le explica a BBC Mundo.
Sin embargo, después de una rehabilitación que le costó años, Lagos no sólo se reincorporó al ejército sino que volvió a la misma unidad de desminado humanitario (UDH, por sus siglas).
–"¿No tenías miedo de volver a tener otro accidente?", le pregunto.
"No. ¡Todo lo contrario!", admite contundente. "Yo anhelaba el día que volviera a ser llamado para formar parte de las filas de la unidad de desminado".
–"¿En serio no tenías miedo de perder el otro pie?", le vuelvo a preguntar, incrédulo ante tanta seguridad.
"La verdad es que no…", me reafirma con voz sosegada. "De hecho, si hasta ese momento uno tenía cuidado con todas las cosas que hace, ahora tomo aún más precaución. Porque -termina-, como dice nuestro lema: ’Tu primer error será el último’". Y esboza una sonrisa.
Entonces, ¿qué es lo que los empuja a entrar en un terreno minado, a sabiendas de que podrían perder un pie, una pierna o incluso la vida? ¿Qué sienten estos militares cuándo, a pocos milímetros de una mina, un gesto involuntario podría hacerlos volar por los aires? ¿Cómo se vive con la conciencia de que tu primer error podría ser también el último?
Decido preguntárselo al mayor José Carrasco, el oficial a cargo de la Brigada Motirizada Nº4 "Rancagua", una vez acabada la cena a base de sopa, pollo, arroz y verdura, preparada en el campamento Coronel Alcérreca, donde transcurriré las siguiente 24 horas para ver de cerca la actividad de desminado e intentar encontrar las respuestas.
A este cuartel -situado en la comuna altiplánica de General Lagos (Tacora), a unos 170 km de Arica y a otros pocos de la frontera con Perú- llego después de 4 horas de curvas, cumbres nevadas, caminos de tierra y capillas dedicadas la Virgen de las Peñas. Pero sobre todo sorteando la molesta sensación de "apunamiento" (mal de altura) que produce cruzar un puerto de más de 5.000 metros de altura.
Aquí se hospeda la UDH de Arica, encargada de despejar los campos minados de Arica y Paranicota, la región que concentra la mayoría de las minas sembradas por el ejército chileno durante el régimen de Pinochet.
Hasta octubre de 2017 sólo en este área se destruyeron más de 120.000 minas y se despejaron 81 de los 88 campos minados. Según el Ministerio de Defensa, el objetivo es eliminar los otros 7 de aquí a los próximos 2 años.
"Un plato de comida rica sube la moral de la tropa", me espeta el Mayor Carrasco señalando los platos vacíos arriba de la mesa.
Carrasco participa en la Comisión Nacional de Desminado desde su creación y afirma conocer bien los riesgos de este trabajo. "Las minas son el mejor soldado del mundo: no comen, no duermen, están en activo las 24 horas y duran más de 40 años", dice con una pizca de socarronería.
"Y nuestro deber, nuestra misión, es levantarlas, porque no queremos causar más daño del que ya se causó".
Para llevar a cabo esta tarea, dos equipos de al menos 5 personas cada uno, llamados "cuadrillas", se alternan en los terrenos minados en dos turnos de una hora y media cada uno. Las cuadrillas cuentan con 5 integrantes porque, en caso de que uno de ellos sufra un accidente, los otros 4 hacen de camilleros y lo pueden sacar de la zona de riesgo.
Este fue el mismo protocolo que permitió evitar al soldado Adams Lagos un desenlace mortal después de su accidente.
Hay diferentes maneras de sembrar minas, pero las más comunes son en zig-zag o en forma de trébol, de manera que una mina antitanque está rodeada de 4 minas antipersonales.
Cada desminador se enfrenta a un trébol, atento a toda señal que le proporcione su detector. Estos aparatos pueden localizar la cabeza de un alfiler hasta 15 cm debajo del terreno.
Una presión de apenas 4 o 5 kg haría detonar una mina antipersonal, pero en el caso de activar los 15 kg de explosivo TNT de una mina antitanque los efectos serían devastadores.
"Una mina antitanque puede derribar un puente o un edificio de 3 pisos", me aclara el Mayor Carrasco. "Imagínate cómo puede llegar a desintegrar a una persona."
Pronto cae una noche cerrada y, después de un par de horas de relax, cada militar se retira a su camarote. El mío lo compartiré con el Teniente Gonzalo Rojas Molina, un chico de Santiago de 32 años que hace 5 que se dedica -con una meticulosidad que, hasta la fecha, le evitó todo accidente- a detectar minas escondidas debajo de la tierra del altiplano o de la arena del desierto costero.
"La única diferencia para mí es el clima. Al final el trabajo es el mismo y no decidimos adónde nos mandan", me dice desde la litera de abajo, que le corresponde por el grado que ostenta. "Nosotros somos jerarquizados, no deliberantes".
-"Eso quiere decir que si te ordenaran de minar los terrenos en vez que de desminarlos, ¿tú lo harías igualmente?", le pregunto, aprovechando de la ausencia de la mirada adusta del Mayor.
A través del colchón intuyo unos segundos de indecisión y algunos murmullos.
–"Quiero decir", le insisto, "si cambiase la política, ¿serías capaz de sembrar minas en vez que quitarlas?".
-"Tendría que verlo…", me contesta el Teniente, y se toma otra larga pausa antes de seguir. "Como te dije, somos jerarquizados, no deliberantes. De todas formas, sí sería raro…".
–"En ese caso, ¿saldrías del ejercito?" le provoco.
-"Es que yo no saldría nunca del ejército".
En el fondo, lo que quiero preguntarle al Teniente Rojas es cuánto pesa en el ejército chileno la herencia del pasado; cuánto de lo que ocurrió hace 40 años podría volver a ocurrir.
Y también me gustaría averiguar si la foto del general Augusto Pinochet haciendo el saludo militar que encontré en un álbum a la entrada del cuartel de Arica sólo es eso: una foto olvidada entre los pliegues de la historia reciente de Chile.
Quisiera preguntarle si cree que lo que ellos están haciendo aquí, a más de 4.000 metros de altura, es detonar esa herencia. O si, al contrario, es un legado que aún pesa en los estamentos del ejército.
Estoy a punto de preguntarle todo esto, pero el Teniente Rojas ya apagó la luz de la mesita.
Después de una noche durante la cual el generador eléctrico del campamento no paró de rugir, la alarma del Teniente Gonzalo Rojas Molina suena a las 6.30 en punto.
Con los ojos aún entreabiertos, miro a través de la ventana por donde, hasta hace unas horas, entraba la luz implacable de un farol y ahora se filtran unos rácanos rayos de sol.
Algunos militares osan desafiar el frío del amanecer cruzando con pasos rápidos el polvoriento patio del campamento. Mientras, a pocos metros de mí, el Teniente se afeita la barba con gestos ordenados, se lava la cara y, por último, se pone el camuflado que estaba doblado en una percha.
Para los 18 militares que se ocupan del desminado en el campamento Coronel Alcérreca durante 20 días al mes larutina está hecha de gestos siempre iguales a los del Teniente Rojas. Por ejemplo, ducharse por la tarde, porque a los 4.100 metros de altura donde nos encontramos el agua de las cañerías por la mañana sale helada.
"La rutina en nuestro trabajo es fundamental", me confirma Rojas mientras, con el rabillo del ojo, echa un vistazo contrariado al revoltijo de colchas amontonadas en la cama donde dormí esta noche.
Lo de la rutina y la meticulosidad es uno de los dos denominadores comunes en toda conversación con los militares durante mi permanencia en el campamento.
El otro lo intuyo cuando le pregunto a Rojas si siente miedo a la hora de entrar en uno de esos campos minados. "No, en absoluto", me dice acomodándose los 27 kg entre traje de kevlar, casco y zapatos que componen su dotación.
"Si uno entra temeroso, con miedo o inseguro en un campo minado, es muy probable que tenga un accidente. Y ese accidente puede afectar quizá no solamente a una persona, sino que puede afectar a la persona que está al lado, y eso es mucho más peligroso", me explica.
"Es un trabajo sumamente peligroso. Pero hay que quitarse el miedo de encima, no puedo existir en un campo minado. Y eso se logra con la confianza".
Esa negación del miedo y ese apelo a la confianza en los compañeros también apareció en las palabras del cabo primero Felipe Jaque durante ese par de horas de relax vespertino que los militares transcurren jugando al ping-pong o mirando la televisión.
"Siempre hay la esperanza de entrar y salir sano. Pero al estar rodeado de profesionales, te sientes más confiado y seguro", me aseguraba.
Sin embargo, sí hay una grieta emotiva que aflora en este discurso granítico: los hijos. "Sí, es verdad, cuando tienes hijos estas un ’click’ más alerta", me confiesa Jaque, que tiene un bebé y acaba de enterarse de que dentro de unos meses tendrá otro.
Y esa grieta se ensancha un poco más cuando le pregunto a su compañero, el cabo primero Rodrigo Cargas, si le recomendaría a uno de sus dos hijos hacer este trabajo.
"No me gustaría", se sincera. "¿Para qué arriesgarse?"
Ya, ¿por qué arriesgar la vida por un trabajo que en la mayoría de los casos queda anónimo? ¿Será por el sueldo de US$1.800 mensuales? ¿O hay algo más?
Para el mayor Carrasco no hay duda. Para él el objetivo más importante es el humanitario. "Por eso el desminado es algo de lo que más amo en mi vida", me explica. Después de una pausa, echa el tronco sobre la mesa, en mi dirección.
"Porque las minas no discriminan. Esas minas sembradas con objetivos militares acaban provocando más víctimas entre los civiles."
Una vez llegados al terreno a desminar, los militares disponen sus herramientas, se visten con el traje de seguridad y cruzan con gestos lentos y mecánicos la alambrada: en el paisaje desolado y pedregoso de los Andes, parecen astronautas en exploración.
Pero unos carteles triangulares rojos que gritan "¡Minas!" devuelven la sensación de una actividad mucho más terrenal. Después de trajinar durante dos horas con las sondas, los casquetes de seguridad y los rompedores cónicos, los militares hacen estallar 100 minas antipersonales.
La demostración se acabó. Ya es hora de que vuelva al cuartel de Arica y sólo queda el tiempo de despedirse. El Teniente Rojas se me acerca, se quita el casco y muestra una sonrisa de oreja a oreja. Sólo le queda un día de trabajo antes de los 10 que le toca descansar. Por eso su apretón de manos es más enérgico que el de los que acaban de subir al cuartel.
Durante el viaje de vuelta, el Sargento "Maldito" Martínez conduce el coche por el mismo camino de la ida y da buena cuenta de su nombre de batalla contando anécdotas de cuartel, historias castrenses y chistes con protagonistas unos argentinos.
Sin embargo, no le presto la atención que requiere: a pesar de la distancia, el estruendo y el movimiento de aire de la explosión anterior me había tomado por sorpresa, y me habían dejado aturdido.
¿Cómo habrá sido entonces la sensación de Lagos cuando la mina le hizo saltar el pie?, pienso mirando desde la ventanilla del copiloto. ¿Qué habrán sentido las otras víctimas, los que perdieron el brazo o la pierna o la vista o los que fueron destripados por las esquirlas?
Al llegar al cuartel de Arica, nos espera el actual sargento Segundo Adams Lagos, que me hace subir en una furgoneta en dirección al puesto fronterizo de Chacalluta, donde se encuentra la unidad de desminadores que está despejando la Quebrada de Escritos.
El trayecto es corto y, después de subir una cuesta, aparca en la cumbre de una colina polvorienta. Bajamos de la furgoneta y nos asomamos al barranco.
En el horizonte destaca el morro inconfundible de la ciudad de Arica mientras ante nosotros se extiende la así llamada Pampa Concordia, un enorme arenal salpicado de campos cultivados e invernaderos. Parece mentira que pueda brotar algo en un arenal.
"¿Ves allí?", me dice Lagos indicando unos rectángulos verdes cultivados a ensalada. "Allí había campos minados y ahora hay campos cultivados. Muy poca gente sabe del trabajo que hacemos. Pero muy pocos trabajos afectan tan positivamente a nuestra gente, a nuestra comunidad. Es de eso que estoy orgulloso".
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