Al tiempo que el Departamento de Educación anuncia el cierre de 179 planteles, en la Legislatura corre a toda prisa la aprobación de un proyecto de ley dirigido a favorecer las instituciones educativas religiosas, con la intención de eximirlas de cualquier regulación del Consejo de Educación, así como de otras entidades gubernamentales, incluyendo el pago de cualquier contribución.
La medida establece que su propósito es “garantizar la libertad religiosa y el derecho fundamental de los padres de educar a sus hijos en conformidad con sus preferencias, creencias y valores, garantizando de esta forma el derecho constitucional a la libertad de asociación en su vertiente de no asociación”.
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Esta controversia no es nueva. El año pasado, un juez del Tribunal de San Juan determinó que las instituciones educativas establecidas por iglesias no tenían que pasar por los procesos de licenciamiento del Consejo de Educación porque, al así hacerlo, se violentaba su derecho constitucional a la libertad religiosa.
En el pleito, el eje del debate, desde la posición de los religiosos, giró en torno al principio de la separación de Iglesia y Estado.
Sin embargo, en esta ocasión, la discusión toma otros matices y la exigencia para que el Estado no regule, licencie ni fiscalice a las iglesias escuela parece responder a motivaciones ideológicas, que, si hurgamos bien, encierran postulados discriminatorios y segregacionistas.
Durante la vista pública que discutió el proyecto, una de sus proponentes, la senadora Nayda Venegas, no perdió oportunidad para arremeter contra el currículo con perspectiva de género que se aprobó el pasado cuatrienio porque, dijo, “atentó contra la integridad física, emocional y moral de nuestros niños”.
Entonces, la alternativa para que las políticas del Departamento de Educación no apliquen a las escuelas religiosas es dejar claro en una ley que estas son caso aparte. De esa manera, por ejemplo, nadie podrá intervenir cuando cualquiera de estas escuelas, aferradas al dogmatismo de sus religiones, promuevan posturas que discriminen contra la comunidad LGBTT o cuando induzcan a sus estudiantes a concebir las relaciones de género desde la desigualdad.
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Esa intención oculta de resistencia a la igualdad y el odio a la diferencia está igualmente manifestada en otra iniciativa legislativa, el Proyecto de la Cámara 1018, que, amparándose en el derecho constitucional que los autores de la medida indican tiene una persona de practicar su fe, cualquiera que sea, estos puedan discriminar contra cualquier ciudadano bajo el pretexto de la protección de su libertad de culto.
El proyecto lleva por nombre Ley de Restauración de la Libertad Religiosa y, en palabras simples, legaliza el discrimen al permitirle a un funcionario público optar por no ofrecer servicios ni atender a un ciudadano por el simple hecho de no coincidir con su religión, su forma de vestir, su manera de pensar, su estilo de vida, su identidad de género, su orientación sexual o, sencillamente, por no concebirlo igual a él o ella.
Con esta medida se institucionaliza el discrimen y la violencia silente que desata el odio que destilan muchos religiosos fundamentalistas contra la comunidad LGBTT.
Lo que pretenden los proponentes de esta pieza de ley es echar atrás los derechos que se han logrado en los últimos años y que aportan bien a la construcción de una sociedad más justa, respetuosa e igualitaria.
Al parecer, en el espacio legislativo se está arraigando una visión de mundo arcaica, matizada de absurdos fundamentalismos religiosos que no contribuyen a la sana convivencia ni a generar una comunidad de respeto y paz.
Como diría el teólogo alemán Jürgen Moltmann, es un fundamentalismo que petrifica la Biblia y la convierte en autoridad absoluta.
De las acciones y expresiones de muchos legisladores se desprende una rebelión de la sinrazón que nos quiere imponer un pensamiento unidimensional, una forma rígida de concebir las relaciones sociales sostenida de preceptos religiosos, que, de no detenerlos a tiempo, pondrán en riesgo los fundamentos básicos de la civilización humana que, en buen cristiano, se fundamentan en el amor al prójimo.