El país tuvo que enfrentarse a una severa crisis fiscal para que la ciudadanía se diera cuenta de que por décadas hemos servido a los intereses de los grandes representantes del capital y al apetitoso negocio de una manada de acreedores usureros de fondos buitre.
Ahora, cuando sufrimos una debacle fiscal que va tronchando las posibilidades de construir un mejor futuro, nos vemos en un callejón sin salida, abrumados con una deuda pública que se acerca a los $70 mil millones.
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La realidad es que no hay dinero en las arcas del Estado. Los ingresos del Gobierno son pocos; los gastos, altos, y carecemos de un plan que encamine la economía hacia una ruta de prosperidad.
Mientras, la administración gubernamental, que opera bajo la sombra de una Junta de Control Fiscal impuesta por el Congreso federal, parece empeñada en dirigir los pocos recursos con que contamos para pagarles a los bonistas, aunque eso represente un mayor empobrecimiento de nuestra población.
Para ello han comenzado a delinear una rigurosa política de recortes en áreas importantes, como la salud, la educación y las pensiones, al tiempo que nos anuncian el desmantelamiento del Gobierno a través de prácticas de privatización que son aderezadas bajo el manto de alianzas público privadas participativas. También nos informan la lista de los nuevos impuestos que caerán sobre nuestros hombros.
Nos tratan de vender como solución la urgencia de imponer medidas de austeridad para reducir los gastos del Gobierno y aumentar sus recaudos, aun cuando prominentes economistas nos advierten las consecuencias de intentar resolver el problema fiscal con recortes e impuestos. Pero hay que cumplir con los bonistas y tranquilizar los mercados, nos insisten.
Lo peor de todo es que el Gobierno se empeña en pagar una deuda sin antes precisar qué es lo que realmente debemos y sin darse la oportunidad de conocer las verdaderas razones de por qué llegamos a este nivel de endeudamiento.
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Hoy más que nunca es necesario conocer los criterios de contabilidad que sustentaron las emisiones de bonos realizadas en las últimas décadas, además de saber si en ese proceso se incurrió en alguna acción ilegítima, como sería el caso de tomar prestado en violación a los parámetros que establece nuestra Constitución.
Importante también es revelar quiénes son los tenedores de la deuda, en qué términos y bajo qué acuerdos compraron los bonos, el uso que se les dio a esos dineros y saber si los aseguradores y asesores de las emisiones de bonos fueron diligentes en informar a los potenciales compradores de las limitaciones constitucionales de las transacciones.
Sin tener un entendimiento básico de los orígenes de esa deuda no estamos en las condiciones óptimas de sentarnos a conversar con los acreedores. Mucho menos si la intención es negociar. Esto es elemental.
Por eso, el proceso de auditoría se convierte en un ejercicio vital en momentos en que es urgente encaminarnos hacia una verdadera reestructuración de la deuda pública. Hay que desmenuzar la deuda.
Ante este escenario, resulta insólito la oposición de los funcionarios que regentan el poder a que se realice una auditoría. Esta negativa pasa por alto que la ciudadanía tiene el derecho de conocer cómo se realizaron las emisiones de bonos, a dónde fueron a parar esos dineros y en qué se convirtieron.
Tengamos claro que auditar la deuda no es un capricho de unos pocos, como señalan sus detractores. La auditoría, por el contrario, es un ejercicio que nos permite enfrentar mejor el problema. Sin esta herramienta estamos desarmados.
Como instrumento, la auditoría es un ejercicio de rendición de cuentas y eficiencia que, por su importancia, debe estar en manos independientes. Así fortalecemos la democracia.
Si queremos transparencia y estamos alineados en defender el interés público, lo menos que podemos hacer es exigir que se hable con claridad, lejos de cuartos oscuros y mantos de secretividad. Queremos que nos enseñen la cuenta detallada antes de pedirnos que paguemos la factura.