Por décadas, el debate contributivo en Puerto Rico ha oscilado entre dos visiones opuestas: usar el sistema tributario como un mecanismo de recaudo a corto plazo para sostener un gobierno sobredimensionado, o concebirlo como una herramienta estratégica para estimular la inversión, el empleo y el crecimiento económico. Lamentablemente, con demasiada frecuencia ha prevalecido la primera.
Desde la década de 1990, Puerto Rico ha vivido múltiples reformas contributivas con resultados mixtos. La reforma de 1994 buscó simplificar el sistema y reducir tasas marginales, alineándose con tendencias procrecimiento de la época. Sin embargo, el impulso se fue diluyendo con parchos legislativos y aumentos selectivos que erosionaron su efectividad.
En los años 2000, se intentó nuevamente modernizar el sistema contributivo, pero la falta de disciplina fiscal llevó a medidas improvisadas: nuevos arbitrios; aumentos al Impuesto sobre Ventas y Uso (IVU), en 2006; y una mayor dependencia en impuestos al consumo para cubrir déficits estructurales. Para 2010, la creación del arbitrio especial a corporaciones foráneas (la llamada Ley 154) evidenció la fragilidad del modelo: se logró recaudar, sí, pero a costa de mayor incertidumbre y dependencia de medidas temporeras.
La década de 2010 fue aún más reveladora. El fallido intento de implantar un Impuesto al Valor Añadido, en 2015; el colapso fiscal que desembocó en PROMESA y, finalmente, la aprobación del Código de Incentivos, en 2019 (Ley 60), marcaron un punto de inflexión. El Código de Incentivos, con todos sus defectos, reconoció una verdad básica: Puerto Rico compite con otras jurisdicciones por capital, talento y empresas, y no puede darse el lujo de ignorar esa realidad.
Hoy, de cara a una reforma contributiva pendiente para 2026 bajo la Administración de la gobernadora Jenniffer González Colón, el país tiene una oportunidad —quizás la última en mucho tiempo— de hacer las cosas bien.
¿Cuáles deben ser los elementos esenciales de esa reforma?
Primero, simplicidad y certeza. Un sistema contributivo complejo, lleno de excepciones, créditos e interpretaciones ambiguas, desalienta la inversión y fomenta la evasión. El contribuyente —individuo o empresa— debe saber claramente cuánto paga y por qué.
Segundo, tasas competitivas y una base amplia. No se trata de crear nuevos impuestos, sino de reducir tasas marginales mientras se elimina la proliferación de parchos que distorsionan la actividad económica. Menos castigo al que produce y más incentivos a la formalidad.
Tercero, neutralidad económica. El sistema contributivo no debe escoger ganadores y perdedores por capricho político. Los incentivos deben responder a una política pública clara de desarrollo económico, no a presiones sectoriales ni a modas ideológicas.
Cuarto, responsabilidad fiscal real. Ninguna reforma contributiva será sostenible si no va acompañada de control del gasto público. Bajar contribuciones sin reformar el tamaño y la eficiencia del gobierno es una receta para el fracaso.
Quinto, alineación con una estrategia de crecimiento. En momentos en que Estados Unidos discute el reshoring de manufactura, particularmente farmacéutica, Puerto Rico debe posicionarse como una jurisdicción procapital, pro empresa privada y proempleo. Eso requiere un sistema contributivo que invite, no que ahuyente.
La reforma contributiva de 2026 no debe partir del miedo a recaudar menos, sino de la convicción de que una economía que crece recauda más de forma sostenible. Puerto Rico ya probó el modelo de exprimir a una base productiva cada vez más pequeña. Los resultados están a la vista.
Es hora de apostar, sin reserva alguna, por un sistema contributivo que premie el trabajo, la inversión y la creación de riqueza. Ese es el verdadero camino hacia un Puerto Rico fiscalmente responsable y económicamente próspero.

