Opinión

Masculinidad sana y alianzas transformadoras: Caminos posibles contra la violencia de género

Lea la columna de Lester C. Santiago Torres de la Mesa de Diálogo Martin Luther King

Lester C. Santiago Torres
Lester C. Santiago Torres

Reflexiones sobre la colaboración entre iglesia y organizaciones feministas en Puerto Rico

Hace unos días, la Iglesia Evangélica Unida de la Calle Arzuaga en Río Piedras anunció, junto a Taller Salud y el Colectivo de Ideologías y Vivencias de Géneros, dos iniciativas para transformar actitudes machistas y patriarcales en los hombres que continúan alimentando la violencia de género en nuestras familias y sociedad. Rara vez surgen alianzas para crear oportunidades reales de cambio en las condiciones responsables de gran parte de la violencia que nos afecta. Esta colaboración, que ha sumado a la Iglesia Metodista Universitaria y a la Primera Iglesia Bautista de Río Piedras, surge como respuesta necesaria ante la preocupante incidencia de feminicidios y agresiones en Puerto Rico. Reconocen la urgencia de una acción firme de todos los sectores, especialmente de aquellos con influencia social y moral, como las comunidades religiosas.

Es común preguntarse si organizaciones feministas y religiosas pueden realmente colaborar para erradicar la violencia de género, o si están condenadas al antagonismo y exclusiones mutuas. Sin embargo, ambas comparten un anhelo de justicia y equidad. Así lo demuestran estas tres iglesias del centro urbano de Río Piedras y dos organizaciones de la sociedad civil, que han decidido acompañar a hombres en procesos de transformación personal, promoviendo relaciones basadas en respeto y responsabilidad, y rechazando la violencia como manifestación de poder. Mediante la educación, la escucha activa y la búsqueda de conductas alternativas, un grupo de hombres de estas iglesias asumen su responsabilidad y han creado espacios seguros y de esperanza que pueden ser replicados en otras comunidades de fe.

Los grupos conservadores han atribuido al patriarcado un valor natural revestido de sacralidad. Sin embargo, las ciencias de la conducta demuestran que la mayoría de los roles sociales que distinguen entre hombres y mujeres son construcciones históricas y culturales. Son elaboraciones ideológicas que asignan a las diferencias biológicas un significado social, político y cultural orientado al dominio y control. Bajo este esquema, se justifica la superioridad masculina y la sumisión femenina, perpetuando la desigualdad. Lamentablemente, estos grupos han asumido la tesis supremacista del hombre sobre la mujer, de forma similar a como los blancos agrupados en el KKK lo hicieron respecto a las personas negras. Descubrir esto es darse cuenta de que la sociedad se ha organizado bajo una perspectiva de género patriarcal y machista, desgastado y tóxico, y además contraria a la idea cristiana de igualdad, justicia y equidad. Esta visión ha sido promovida por sectores conservadores y tradiciones religiosas que, en ocasiones, han sacralizado la masculinidad dominante. Aunque se resistan a admitirlo, representan una ideología que parte de la premisa de la inferioridad de la mujer y la necesidad de que el hombre lidere y controle.

Históricamente, el patriarcado ha definido “ser hombre” como dominante, proveedor, poco comunicativo, brusco y, si es necesario, violento. Detrás de los privilegios, expectativas y el poder atribuido al hombre hay historias de hombres heridos por el mismo patriarcado tóxico que practican.

Afortunadamente, estas condiciones no son estáticas ni inmutables. Renunciar al machismo y construir una masculinidad sana no es dejar ser hombres. La masculinidad sana se basa en la equidad, el respeto y la corresponsabilidad en la crianza y los cuidados. No es raro encontrar resistencias, especialmente entre hombres que temen perder privilegios o interpretan la equidad como una amenaza a la tradición. Algunos argumentan que hablar de una perspectiva de género es “ideología” o atenta contra los valores familiares. En realidad, lo que perjudica el bienestar familiar es la ideología del machismo patriarcal. Hay numerosos testimonios de hijos, hijas y parejas que han sufrido las consecuencias de ideas machistas que limitan la libertad y la dignidad, llegando incluso a tragedias de vidas perdidas. Es doloroso, pero necesario admitir que dentro de familias cristianas también se experimenta ese machismo patriarcal, a través de violencia de género tanto emocional como física.

Para afrontar estos obstáculos, es fundamental crear espacios de diálogo respetuoso y formación continua en igualdad de género. Talleres abiertos, foros intergeneracionales y acompañamiento pastoral pueden ayudar a desmontar prejuicios y mostrar que la justicia de género fortalece a las familias y las comunidades.

Una sociedad más libre de violencia es posible si apostamos por relaciones basadas en la equidad y la justicia de género. Transformar el machismo patriarcal es necesario y alcanzable, siempre que cuestionemos sus raíces y las sustituyamos por valores que promuevan alegría y funcionalidad.

El compromiso es colectivo: instituciones religiosas, organizaciones feministas, familias y cada persona pueden aportar. La palabra género, lejos de ser un peligro, es una esperanza, igual que la libertad, el amor y la justicia. La niñez estará más segura si los hombres practicamos una masculinidad sana. No es fácil, pero es posible.

Imaginémonos que en cada pueblo de Puerto Rico al menos una o más iglesias junto a organizaciones feministas creen espacios de diálogo y reconfiguración de las ideas sobre masculinidad tóxica para transformarlas en masculinidades sanas. No es fácil, pero es definitivamente posible.

Lo Último