La polarización que consume a Estados Unidos es un espectáculo alarmante; un país donde el debate se ha convertido en un campo de batalla. Narrativas agresivas dominan, desde insultos en redes sociales hasta la cancelación del que piensa distinto. La intolerancia se ha normalizado, y la censura, ya sea por presión social o por linchamientos digitales, silencia voces disidentes. Este no es un modelo que Puerto Rico puede permitirse imitar.
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En nuestra isla, donde las pasiones políticas y culturales arden con intensidad, corremos el riesgo de importar esa toxicidad. La democracia no es solo un coro de opiniones diversas; es la capacidad de convivir con quienes no comparten nuestras creencias. Sin embargo, cuando el que difiere es etiquetado como enemigo, perdemos el norte. La censura no solo mata el diálogo, sino que nos deshumaniza, reduciendo al otro a un blanco de desprecio.
Puerto Rico tiene una tradición democrática que valoramos, pero no podemos traicionar ese legado adoptando la intolerancia que vemos en EE. UU. Allá, la narrativa agresiva ha fragmentado comunidades, alimentado odios, justificado la exclusión, y sigue costando vidas. Aquí, debemos rechazar esa lógica. La libertad de expresión no es negociable: todos, desde la izquierda hasta la derecha, desde el conservador hasta el liberal, merecen ser escuchados sin miedo a represalias.
No caigamos en la trampa de la polarización. La democracia puertorriqueña debe ser un espacio de respeto, donde las diferencias fortalezcan en lugar de dividir. Exijamos un país donde el debate sea valiente, pero humano. Digamos “no” a la censura y a la intolerancia importada. Construyamos un Puerto Rico donde quepamos todos, sin excepción.