He leído muchas opiniones del concierto, pero ninguna me habló a mí ni a lo que estoy segura muchos han sentido después. La felicidad tiene una llama que se activa con cariño y colores, y eso, aun con la rutina, no podemos soltarlo. Esa chispa, al final, es lo que como comunidad nos sostendrá.
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Este pasado enero perdí a mi abuela. Mientras todos hacían fila y corrían para comprar taquillas, yo estaba en una sala de hospital cuidando a la mujer que me crió. Entre el abrir y cerrar sus ojitos, agarraba las manos y le decía: “Mamá, tienes que levantarte para que vayamos a ver a Bad Bunny”, aunque en realidad a ella no le gustara su música. Lo que sí le encantaba era la pachanga y vernos bailar.
Del otro lado, mis amigas hicieron lo suyo por ellas… y por mí. Recordamos la vez que pasamos la noche frente al Choli para alcanzar taquillas del primer concierto oficial del Conejo Malo, el X 100pre Tour. Pero el tiempo nos cambió. Mis amigas se convirtieron en parte del porcentaje que le toca irse. La necesidad, las “mejores oportunidades”, las mudanzas que nadie realmente desea. Y, aun así, a miles de kilómetros, se volvieron a conectar para comprar taquillas.
Las conversaciones empezaron a girar en torno a un mismo estribillo: “¿cuándo te toca?”. Como si el propio sistema nos empujara a vivir lo que colectivamente estábamos experimentando; te gustara o no, te tocaba vivirlo. Así como nos toca atravesar, una y otra vez, el caos que a veces parece definir al país, pero esta vez de una manera distinta. Lo que se vivió durante todos los fines de semana de la Residencia fue una emoción ascendente, una marea de alegría compartida que iba creciendo de concierto en concierto.
Llegó septiembre. Ocho meses después, las recibí en mi Casita. Logramos una residencia de tres noches y cuatro días. Todas juntas, como cuando estábamos en la universidad. Hicimos toda la experiencia de fin de semana, el roadtrip de siempre. Puerto Rico era otro de viernes a lunes. Las calles se llenaban. Los restaurantes tenían más fila que nunca. Había planes culturales en cada esquina. Y no era que nos hiciera falta baile, botella y baraja. Nos hacía falta algo que nos uniera como país con esperanzas de algo distinto; que nos recordara que somos humanos tratando de sacar esto hacia adelante y que sí es posible.
Y llegó nuestro turno. Llegamos al Choli una hora y media antes de que abrieran las puertas porque vivir toda la activación cultural de afuera era igual de importante que lo que el mismo concierto iba a ofrecer. Había un aire distinto. Comenzó el chi-ji, chi-ja, y hasta la lloradita cuando escuchamos el “ojalá que los míos nunca se muden”. Porque los míos sí se han mudado: mi abuelita al cielo y mis amigas al otro lado del charco.
El lunes llegó, y con él, sus aviones de regreso a sus casas. De un momento a otro experimenté lo que muchas madres llaman nido vacío. La casa en silencio, los cuartos vacíos, los mensajes de “gracias por todo, te veremos pronto” inundándome de emociones. De llanto. De nostalgia. De un sentimiento que no se explica fácil. Estoy viviendo en el país que siempre quise, pero sin toda la gente que quiero cerca.
Pienso en todos los que viven esta realidad: el que vive fuera, visita la Isla y tiene que vuelve a irse; el que vive aquí y recibe a todos los que vienen al concierto… y después se queda solo; el turista que experimenta por primera vez la cultura puertorriqueña y nuestro sentido de pertenencia; y el puertorriqueño que, por una noche, recuperó algo de esperanza para seguir.
La música ha conectado experiencias humanas desde siempre, pero en este momento —cuando todas las generaciones vivimos en crisis, poscrisis y crisis otra vez— necesitábamos ver colores. El fenómeno Bad Bunny creó una experiencia de felicidad colectiva que, cuando termina, deja un vacío difícil de nombrar.
No sé si volvamos a ser los mismos después que las esquinas se llenaron nuevamente, los terceros espacios reaparecieron y la gente volvió a conectar. Y, sin embargo, regresamos al aniversario de María, cuando una tragedia nos obligó a unirnos y luego, con los meses, volvimos a perder.
Ahora vemos que el concierto tuvo un impacto económico que sobrepasa cientos de millones. Pero más que un número, lo que dejó fue un mapa de posibilidades. Este concierto nos enseñó que los espacios nos pertenecen, y que cuando los ocupamos con intención, desde la alegría y el respeto, se transforman en lugares de oportunidades y esperanza. Que puede haber desarrollo económico en la isla sin que tengamos que irnos, invitando también a quienes se fueron a regresar. Que vale la pena impulsar inversiones en la isla, que sí hay razones para quedarse.
Ese es el rescate que necesitamos: reconocernos en el otro y no soltar lo que nos conecta. Que no tenga que venir otra residencia para que Puerto Rico vuelva a ser, una y otra vez, la casa de todos los que un día se fueron.