En los pasados días, Puerto Rico ha vivido, una vez más, una ola de incidentes violentos que nos han llenado de luto e indignación. El asesinato de una menor de 16 años, la trágica muerte de un turista de Nueva York en La Perla, y el tiroteo en un pub en Mayagüez, donde un joven de 19 años perdió la vida, son heridas abiertas en nuestra sociedad. Estos incidentes no son aislados; son señales de una crisis que reclama una reforma social inmediata y contundente.
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Las palabras de frustración y rabia de todos son comprensibles y, más aún, son necesarias. Sin embargo, también es cierto que la conmoción que hoy vivimos la hemos sentido cada vez que ocurren incidentes desgraciados como los que vimos esta semana. Hace rato, es hora de exigir cambios contundentes para cambiar las condiciones que han llevado a nuestra sociedad a esta violenta conducta.
En momentos en que la quiebra fiscal nos ha mantenido por más de una década hablando de dólares y centavos, poco o nada hemos hecho como pueblo para enderezar el caos social que nos arropa. La ineficiencia gubernamental para identificar los menores que viven rodeados de violencia, la indiferencia de ciudadanos, vecinos y testigos en la calle y el fracaso de nuestro sistema para identificar, procesar y rehabilitar a quienes delinquen son la tormenta perfecta para los vientos que hoy enfrentamos.
Aunque la conversación sobre la crisis fiscal es crucial, no podemos seguir postergando la atención a la crisis social que nos consume. Necesitamos un compromiso colectivo: políticas públicas que prioricen la prevención con educación y oportunidades de empleo para la juventud, la imposición de responsabilidades familiares, la revisión de nuestra política de lucha contra las drogas, y un sistema de justicia que rehabilite. Puerto Rico merece inversión en espacios seguros y oportunidades reales. Somos un pueblo resiliente, capaz de transformar esta realidad. Cada vida perdida nos llama a actuar. No más lamentos; es hora de una reforma social que devuelva la paz y el futuro a Puerto Rico.