Cada 25 de julio, el gobierno de Puerto Rico organiza ceremonias, discursos y actos oficiales para conmemorar el aniversario de la creación del Estado Libre Asociado (ELA). A muchos se les invita a celebrar esta fecha como símbolo de identidad, autonomía y “logro político”. Pero lo que verdaderamente se conmemora no es otra cosa que un acto de profundo cinismo: la institucionalización de un régimen colonial disfrazado de autogobierno.
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El ELA no es un Estado. No es Libre. Y, ciertamente, no es Asociado en los términos de una relación bilateral entre iguales. Se trata de una criatura jurídica de conveniencia para los intereses de Estados Unidos que ha servido, durante más de siete décadas, para mantener a los puertorriqueños en un limbo político, privados de los derechos plenos de ciudadanía que se disfrutan en los 50 estados. Celebrarlo no es otra cosa que rendir homenaje a nuestra subordinación.
Este estatus colonial ha tenido consecuencias devastadoras y vergonzosamente visibles. Dos ejemplos recientes ilustran de forma clara esa realidad:
Primero, la exclusión de Puerto Rico del Capítulo 9 del Código de Quiebras federal. Mientras ciudades y estados en Estados Unidos pueden acogerse a esta herramienta para reestructurar de manera ordenada sus deudas, Puerto Rico fue deliberadamente dejado fuera. Esa exclusión, producto de su estatus territorial, nos obligó a depender del Congreso para crear un mecanismo alterno bajo sus propios términos y condiciones.
Segundo, la imposición unilateral de la Junta de Supervisión Fiscal mediante la Ley PROMESA. Una Junta no electa, impuesta por el Congreso, con poder por encima de nuestras instituciones democráticas locales, incluyendo la Asamblea Legislativa y el gobernador. Esa imposición es la prueba más palpable de que, en Puerto Rico, no hay soberanía ni autogobierno verdadero. Somos un territorio subordinado, sujeto al capricho político de Washington, D.C.
Frente a esta realidad, urge mirar hacia el legado de José Celso Barbosa, médico, educador y estadista. A finales del siglo 19, en plena reconstrucción de la isla bajo el dominio estadounidense, Barbosa entendió con claridad lo que muchos aún hoy se niegan a aceptar: que solo la estadidad garantiza la plena igualdad política, civil y económica. Fue él quien levantó la voz por los derechos de todos los puertorriqueños como ciudadanos americanos, exigiendo para su patria lo mismo que disfrutaban los ciudadanos de Nueva York, Illinois o California.
Barbosa no fue un iluso; fue un visionario. Su lucha no fue por privilegios, sino por derechos. Por eso, no basta con admirar su gesta desde la distancia; debemos emular su ejemplo con valentía y determinación. La igualdad no es una dádiva, es una exigencia moral y legal. Los puertorriqueños no deben resignarse a un estatus inferior ni a la cómoda ficción de un “pacto” que nunca existió.
La estadidad no es una panacea, pero es el único camino hacia la equidad real. Garantiza representación en el Congreso, acceso igualitario a programas federales, protección plena bajo la Constitución, y —más importante aún— una voz efectiva en la toma de decisiones que afectan nuestro presente y nuestro futuro.
Por eso, cada vez que el gobierno nos convoca a “celebrar” el ELA, debemos responder con firmeza: no hay nada que celebrar en la desigualdad. Nuestra historia merece mejor destino. Honremos la memoria de Barbosa luchando por la dignidad que solo se alcanza con la estadidad. Dejemos atrás la hipocresía y avancemos hacia la verdadera justicia.