Solo tenían 13 años y sus vidas se hicieron trizas frente a las miradas de todos. Dos adolescentes cuyas circunstancias han dejado en evidencia el deterioro no solo de la sociedad que nos ha tocado vivir sino, y tal vez ello explica el resto- la incapacidad del Estado de hacer valer su deber su responsabilidad como parens patriae. Ese término legal no es otra cosa que el derecho del Estado de defender a quienes no pueden valerse por sí mismo. O, lo que en estos casos aplica, a quienes por su edad no tienen las herramientas para hacer valer sus propios derechos. La primera es la hija de Alexis Alicea Torres, el hombre que fue arrestado ayer y que, según la teoría de la Policía, violó a su propia hija y le embarazó.
La segunda fue Gabriela Cabán Cruz quien llegó sin vida a un hospital llevada por un hombre de 27 años que reclamaba ser su pareja cuando en realidad se trataba de su violador. Una relación ilegal desplegada ante las miradas de todos.
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A esas niñas les fallaron todos. Para comenzar, los llamados a protegerles. En el caso de la hija de Alicea Torres, el primer en fallarle fue precisamente su padre, quien a la luz de las denuncias del Estado actuó como un canalla. Haciéndose valer de una hombría anquilosada e inservible cometió el más aberrante de los delitos. El sagrado proceso de paternar se transformó en un asqueroso patrón de esclavitud sexual perpetrado por el individuo, aprovechando el estado de indefensión de su hija quien quedó huérfana de madre. Segundo, le falló la esposa de su padre. Según la investigación, Liz Anette Rodríguez González no solo consintió los hechos (no faltará quien quiera justificarla) sino que ayudo al individuo a privar a la joven de la libertad y encerrarla en un cuarto junto a la criatura producto de la violación. Pero además, presumiblemente también le falló su entorno. Sus familiares, si los tiene y mantenían con la niña una relación saludable, tendrían que haberse percatado del ambiente en que vivía. No haberlo hecho solo apuntaría a que ese ambiente era la norma aceptada entre los suyos. Pero, digamos que nadie notó nada de esa conducta aberrante. De ser el caso, en su defecto, ¿nadie se dio cuenta que una adolescente de 13 años estaba embarazada? ¿Alguien le ofreció ayuda o le preguntó si la necesitaba? Añada ahora a los vecinos. ¿De verdad nadie vio nada? ¿Y la escuela? ¿Y sus compañeros? ¿Y el Departamento de la Familia? ¿De verdad que nadie vio alguna de las banderas de alerta? Resulta increíble pensarlo.
Los mismos cuestionamientos son válidos en el caso de Gabriel, cuyo entorno parece haberla empujado a su triste desenlace. Según las autoridades, vivía con una madre no apta. Una mujer que es posible argumentar que nunca vio modelos saludables de maternar y que, según allegados, se convirtió en madre muy pronto. Aun siendo una niña. Su padre, ausente. Preso en los Estados Unidos según confirmo la Secretaria de la Familia. ¿Los vecinos? Indiferentes. Familia alega haber hecho múltiples visitas a la comunidad como parte del plan de servicios y nadie ni siquiera los familiares que ahora parecen ‘haber sabido’ dijeron nada a los trabajadores sociales (si la versión de la agencia es cierta). Su madre, además usuaria de drogas, logró un proceso de reunificación familiar. Mirando atrás conviene preguntarse, ¿debió haber recibido ese privilegio? ¿Y la escuela? ¿La niña acudía a ella? Si no, ¿Quién y cuándo se querellaron? ¿A alguien le importó? ¿Tenía familia?
La secretaria del Departamento de la Familia ha expresado que la agencia siguió sus reglamentos y protocolos en este caso. Pero ha admitido su insatisfacción. Si se hizo exactamente los que “los reglamentos y protocolos” dictan para cuidar esas niñas, entonces lo que dicen los reglamentos y protocolos es claramente insuficiente. No funciona. Ahora que lo sabemos, ¿Cuándo comienzan las reformas?