Una vez más, las violaciones a leyes ambientales locales y federales vuelven a ocupar titulares. En este caso, por vía de la manifestación que un grupo de ciudadanos llevó a cabo en el sector La Parguera, en las cercanías de una casa que se ha afirmado pertenece a los suegros de la comisionada residente Jenniffer González. Un caso que ha vuelto a poner sobre la mesa la incapacidad del Estado a la hora de validar el cumplimiento de sus propias leyes y la sospecha de que la impunidad esté aderezada con ribetes político partidistas. Cosa que no es nueva para una zona en la que el privilegio y el acceso al poder han permitido cualquier cantidad de excepciones a leyes ambientales. O, cuando menos, que las agencias de gobierno se hayan hecho las que no ven nada.
PUBLICIDAD
Desde las famosas casas-bote que finalizaron su existencia en las postrimerías de las década de 1990 hasta pasar por las “casas flotantes” que han ubicado y fueron erigidas dentro del manglar (y por lo mismo, en zona protegida o ecológicamente sensitiva). En su momento hasta se radicó un proyecto de ley bipartita firmado por Larry Seilhammer y Antonio Fas Alzamora para que se permitiera la permanencia de las casas y se le fijara un canon de arrendamiento que dejara dinero al estado; una medida que fue favorecida entonces por miembros de la judicatura y, de manera pública, por la ex contralor Ileana Colon Carlo, ya fallecida.
La controversia reciente gira en torno a la casa de los suegros de González y la construcción de una extensión de una casa dentro de la zona de mangle que, según la propia secretaria de Recursos Naturales, Anais Rodríguez, promovió un daño “evidente” y ha incurrido en violaciones a leyes ambientales locales y federales. Un caso que la titular comparó con lo ocurrido denunciado el pasado año en la reserva en Salinas.
Parte del problema, sin embargo, es que esta violación a leyes ambientales –como en los casos de Salinas, Sol y Playa en Rincón, la limitación de acceso a la playa en Las Picúas en Rio Grande, la construcción ilegal en zona sensitiva en Aguadilla y una larga lista de etcéteras – no fue descubierta gracias a la denuncia y fiscalización de las agencias de Gobierno (diezmadas y raquíticas por culpa de más de una década de recortes presupuestarios) sino que fueron denunciadas por ciudadanos y grupos ambientales. Ha ido el activismo ciudadano el motor que ha movido al aparato del Estado a actuar cuando no queda más remedio; cuando no hacerlo denotaría una complicidad bochornosa con la violación de sus propios estatutos. Esa falta de efectividad del Gobierno tiene consecuencias. La primera de ellas, la desconfianza. La segunda, una sensación de incapacidad permanente y con ella, como ya vamos viendo, un acelerado crecimiento en el activismo ciudadano que, cansado de ver como las denuncias caen en el marasmo de la burocracia gubernamental, no están ya dispuestos a esperar y confiar.Y eso no es solo triste sino peligroso.
Si el estado quiere atender adecuadamente el asunto debe comenzar por dotar a las agencias encargadas de proteger las leyes ambientales de los recursos, personal y equipos necesarios para hacer su trabajo. Eso, además de insuflar al personal responsable de investigar y procesar estas violaciones –a quien le haga falta- una buena dosis de sentido de urgencia que permita demostrar que el Gobierno no se conforma con que sus leyes sean letra muerta. Que no es cómplice. No hacerlo ya comienza a tener consecuencias y a pasar facturas.