Andando una bonita mañana por la calle Sol del Viejo San Juan se me acerca una pareja de turistas españolas para preguntarme dónde tomaban el tren hacia San German. Sorprendidas, primero, por mi sonrisa sin palabras, y luego por mi voz afectada por cierta dosis de vergüenza, les informo que no hay tren para San German. De hecho, que no hay tren para ninguna parte, que el único tren del país es una línea en el Área Metropolitana de San Juan que apenas transporta a un puñado de gente.
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Tras mirarse una a la otra con sorpresa, subir las cejas en señal de asombro y luego los hombros en señal de resignación, me preguntan entonces que dónde tomaban el autobús hacia San German. Ahora sí que plenamente poseído por un grado superlativo de vergüenza, les indico que tampoco hay servicio de autobús hacia San German. De hecho, dudo que aún exista el servicio que llamábamos la línea, un carro público que cubría esa ruta y que mi abuela tantas veces utilizó para llegar de Ponce a San Juan y de regreso.
Esta vez la reacción de las españolas fue de descreimiento absoluto. Se miraron, pestañaron y sonrieron con total asombro. Cuestionado sobre cómo podían llegar entonces hasta ese pueblo del suroeste de la isla, y luego hasta Cabo Rojo, tuve que informarles que debían alquilar un carro, tomar un taxi o llamar a un Uber, opciones que les costará sobre los $300 con bastante certeza. “No sabemos conducir” me indican. “Viajamos siempre a lugares donde podamos movernos en transportación pública. Vinimos aquí confiadas ciegamente de que, siendo una isla tan pequeña, y siendo parte de los Estados Unidos, tendría una gran red de transportación pública. La verdad es que nos confiamos mucho. Los pasajes estaban a buen precio y pues, nos confiamos…”
No queriendo dañarles el día, mucho menos el viaje, les indiqué que en San Juan y el Área Metro hay grandes atractivos y playas a las que se puede llegar mediante Uber o guagua pública. Las aventureras turistas, abochornadas por no haber hecho la investigación necesaria para el viaje, vestidas con sus atuendos de andarse por los ríos y los montes y no por las calles y los museos, se miraban casi con ojos de presidiarias que decían “Atrapadas en esta ciudad caliente en medio de un paraíso tropical”.
A modo de consuelo, triste pero consuelo al fin, y a modo de aliciente para la imaginación, les informo que en el 1898, al momento de Puerto Rico pasar como botín de guerra de manos españolas a manos estadounidenses, justo cuando los gringos comenzaban a andar por el mundo repartiendo civilización y progreso, existían en Puerto Rico dos líneas de tren, una en el norte y otra en el sur, que conectaba las poblaciones de esas zonas llegando hasta Utuado, en las montañas, así como tres tranvías, uno en San Juan, uno en Ponce y uno en Arroyo.
“¿Y no que los americanos vinieron aquí para traer el progreso que nosotros, los anteriores colonizadores, les negamos? Al menos eso leí por alguna parte.” Dice una de las españolas, dando en el clavo.
De aquella promesa de progreso americano que tanto caló en las mentes de tantos de nosotros a partir de entonces, nos dejaron, entre otros males, la esclavitud al carro, la absoluta dependencia del puertorriqueño en una máquina carísima y de alto mantenimiento y consumo, para lograr el éxito y desarrollar a plenitud su capacidad humana. Quien no posea un auto en Puerto Rico está condenado a la pobreza, la minusvalía y a no ser capaz de alcanzar su potencial pleno.
Lo sorprendente, sin embargo, lo que reta la imaginación y la cordura humana, es que la única solución en más de un siglo a este modelo, que plantea serios problemas tanto para la sociedad como para el turismo, ha sido más carreteras, y peor aún, carriles exclusivos para que los más pudientes eviten la congestión vehicular. En lugar de encontrarle soluciones al problema mediante alternativas de transportación pública para quien no tiene vehículo o que podría utilizar opciones viables, lo atienden invirtiendo en infraestructura pública exclusiva para quienes puedan costearlo viajen más rápido y sin la molestia de los malditos tapones.
Con caras de aturdimiento, las turistas se miran y me miran buscando dirección, propósito en este lugar, consuelo ante la triste realidad.
“Bueno, ya ustedes ven, aquí la esclavitud económica llegó hace 125 años disfrazada de progreso americano,” les digo. “Mi abuelo siempre lo decía: era mejor cuando era peor.”