Si un pecado gubernamental no merece absolución, es el desamparo de nuestras escuelas públicas.
En días recientes, junto a Denis Márquez, visité a la facultad y estudiantes de la Escuela José Julián Acosta, especializada en Teatro. El pasado año fueron relocalizados en la Escuela Ramón Power, a la espera de que se repare su sede en el Viejo San Juan. El edificio de la José Julián sufrió daños en los terremotos y arrastraba años de mantenimiento insuficiente. En el espacio “provisional” las clases de movimiento corporal se dan en el salón de inglés- luego de echar a un lado pupitres y materiales. El salón de maquillaje no tiene luces ni espejos. Lo más parecido a un escenario es una pequeñísima plataforma en el salón de español, en la que no caben más de dos personas. En las esquinas se almacenan vestuarios y utilería.
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La clase de Salud se da en el pasillo, porque la Oficina de Mejoramiento de Escuelas Públicas ha ido varias veces, pero no arregla el empañetado del techo que se cae a pedazos. Intacta en el paquete de Amazon, está una laminadora cuya compra a sobreprecio se está impugnando. Mientras, equipo valorado en miles de dólares, que la facultad obtuvo compitiendo por propuestas, está en la escuela del Viejo San Juan. Dentro de un salón, gotea la pluma de agua que usan los empleados de mantenimiento a par de metros de cablería parcialmente expuesta.
En violación de toda norma, no hay salón para la maestra de educación especial, quien atiende 32 estudiantes de sexto grado a cuarto año. Se reúnen en el patio o en la esquina de algún salón. Las terapias no se dan en la escuela, y hay solicitudes de transportación sin atender.
La facultad y los estudiantes han reclamado y protestado, y aun en condiciones tan hostiles, cumplen con amor su tarea y cultivan su arte. En una columna está un cartel del Departamento con un proverbio chino: “Hablar no cocina el arroz”; haría bien la administración en aplicárselo. La José Julián necesita fecha cierta y cercana para el regreso a su sede.