En 1994 me gradué de la escuela superior. Cerraba aquella etapa de la que mi madre hablaba con insistencia. Con la fuerza de la cantaleta me dejaba claro que lo que sembrara en ese periodo de formación escolar determinaría en gran medida mis posibilidades futuras.
“Tienes que ir a la universidad” era una frase que recuerdo desde que tengo conciencia. También que entrara a la “IUPI”, la universidad del país y la misma en donde ella comenzó su formación académica, era la mayor aspiración.
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No había mejor profesorado o mejor formación y eso me quedaba claro. También que aún cuando mis padres también habían ido a la universidad y siempre tuvieron empleos (en más de una ocasión, más de uno) pagar una universidad privada para dos hijos sería una carga muy pesada. No hubo mayor alegría que poder confirmar que había logrado entrar a la Universidad de Puerto Rico. Y allí comenzó el camino que me ha traído hasta aquí. Primero como estudiante de Pre Médica de la Facultad de Ciencias Naturales y más tarde como alumno y graduado de la Escuela de Comunicación.
Mi historia seguro resuena en muchos de los hogares del país. Sin la Universidad de Puerto Rico, generaciones de puertorriqueños no habrían tenido –y en lo sucesivo, de seguro, no tendrán- una oportunidad justa de movilidad social. El acceso a una buena educación y la posibilidad de lograr caminar en la ruta del éxito profesional y económico son almas gemelas. Sin la primera las posibilidades de las segundas se tornan turbias. Por eso desde hace años he visto con preocupación el rumbo de las políticas públicas que han diezmado la fortaleza de nuestro principal centro de educación superior. De convertirse en nuestra principal inversión social y económica, la UPR comenzó a tornarse en un estorbo demasiado caro para quienes han venido creando esas políticas públicas.
Todos lo negarán. En sus discursos la UPR “siempre ha sido prioritaria”. Incluso lo negara la Junta de Control Fiscal quien en papeles ha hablado sobre la necesidad de mantener viva la universidad y que mantenga presupuestos “adecuados”. Pero la práctica se ha alejado consistentemente de lo que las palabras dicen. Primero se eliminó la histórica fórmula que garantizaba los ingresos de la institución. Más tarde se dejó de pagar lo relacionado a la aportación del Estado al sistema de pensiones y luego, con la llegada de la Junta designada por el Congreso de Estados Unidos, comenzaron los recortes. Sus integrantes insistían en que había que acercar la Universidad a los modelos estadounidenses; que era demasiado barata y que en Estado Unidos los alumnos pagaban más. Así que si allá ese era el caso, por qué no aquí.
Ese modelo no era otro sino el que obliga al absoluto endeudamiento a quienes aspiran a educación superior. El mismo que insiste en aumentar los costos locales sin tomar en consideración nuestras variables. Nuestros índices de ingreso familiar y nuestros costos de vida. Entonces se advirtió que ese modelo no sería efectivo por estos lares. Pero no escucharon. Y localmente no hubo mayor oposición a la racha de recortes que comenzaba. Primero la Junta arrancó de golpe y porrazo $202 millones. Pero el asunto no terminó allí. Luego se han añadido recortes de $86 millones, $44 millones y tras una pausa obligada por las circunstancias, la ofensiva de recortes trajo $93 millones para el corriente año fiscal y se anticipa que para el que le sigue se insista con un machetazo adicional de $23 millones. En total, casi $450 millones menos en fondos para la UPR, lo que representa una reducción de más de la mitad de su presupuesto original. La palabra se quedó corta ante el alcance de los hechos y las advertencias quedaron validadas. Aun cuando tanto la Junta como diversos sectores trataron de echar por tierra las advertencias de la comunidad universitaria sobre los efectos nocivos de la falta de fondos y la posible desacreditación de programas, esas advertencias han probado su validez.
El programa de neurocirugía de la UPR perdió su acreditación por falta de recursos y no podrá graduar nuevos médicos hasta la década de 2030. Ahora, el Recinto de Ciencias Médicas en su totalidad podría perder su acreditación si no logra probar a la Middle States que tiene los ingresos necesarios para mantener la calidad de su oferta. La Facultad de Ciencias Naturales del Recinto de Ciencias Médicas ya tiene cerca la sombra de posible desertificación, lo mismo que otras decenas de programas. Ahora, tras la amenaza de la agencia acreditadora, el gobierno central ha dicho que garantizará una inyección de $17 millones para evitar la muerte de Ciencias Médicas, lo que representa un avance. Pero, ¿de verdad hemos tenido que esperar a que la amenaza de desacreditación se dé? ¿Será esa la norma en lo sucesivo? ¿Esperar a que los programas académicos estén en la cuerda floja para comprometernos a garantizar sus recursos?
No. No eran falsas las denuncias sobre el alcance de los recortes y el efecto de desmantelamiento que traen consigo. Insistir en dejar sin recursos la Universidad de Puerto Rico es condenarla a morir. Si esa es la intención, todos aquellos que debemos a ese centro nuestra formación debemos estar comprometidos con combatirla. En ello se nos va la vida. Quien no se comprometa a protegerla será lo quiera o no, cómplice de su desmantelamiento y un enemigo de los intereses del país. Pero esa protección no se limita solo a garantizar los recursos económicos necesarios no solo para su adecuado funcionamientos, sino para una operación de excelencia, sino que también se extiende a la necesidad de realizar –y permitir que se realicen- las reingenierías administrativas que coloquen a la universidad en el siglo 21 de una vez y por todas y de las que gozan ya algunas de sus pares privadas. Es momento de que quienes aseguren defenderla pongan la acción donde ponen la palabra.