Opinión

Opinión de Julio Rivera Saniel: Playas: públicas...cuando se puede

Lee aquí la columna de opinión del periodista sobre el acceso a las playas en Puerto Rico.

Julio Rivera Saniel

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Nunca lo había pensado. Pero desde que amistades de fuera de Puerto Rico comenzaron a visitarme en la isla, el asunto se tornó en una preocupación recurrente. “¿Dónde está el mar?”, me preguntaba uno, y el otro y el otro luego de recorridos en carro por las cercanías de la costa, pero sin alcanzar a ver ese azul idílico del que presumimos en nuestras campañas publicitarias. Porque aunque los locales nos hemos acostumbrado a ello, no es la norma no ver el mar en una isla con nuestras características.

En destinos con una topografía similar a la nuestra la norma requiere que el mar se deje en libertad, despejado; a la vista de todos y sin edificios que no permiten verle o supongan retos para que los bañistas disfruten de la playa. Primero está el mar, luego la playa (absoluta, vasta y sin interrupciones) , más tarde la carretera y sólo después la hilera de edificios. Aquí, en esta versión de la vida isleña a la que nos hemos acostumbrado, el mar se oculta después de la hilera de edificios enormes que le resguardan. El acceso primario es para quienes pueden pagarlo porque han comprado propiedades allí o se hospedan en alguno de esos hoteles en primera línea de playa. El resto, a los que en papel les pertenece la playa, pueden disfrutar de esos tramos sólo como pueden y a la merced de los accesos (muchas veces limitados) que permiten quienes tienen título de propiedad.

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Y aquí quien ha pretendido hacer valer aquello de que las playas son públicas ha tenido que soportar el mote de terrorista. La defensa del bien común parece ante algunos ojos reclamo guardado solo para comunistas o socialistas. Así, como si hacer cumplir las leyes vigentes fuera no un ejercicio de disciplina sino de rebeldía. Como si hacer cumplir las leyes fuera casi un acto de revolución. Y sobre eso tenemos historia.

A finales de la década de 1990 y principios de los 2000 los casos eran frecuentes. Ciudadanos en el área de Condado demandaban que vecinos del sector eliminaran un portón que evitaba el acceso a una de las playas de la zona. Los manifestantes arrancaron el portón, pero para muchos eran terroristas. Más tarde, en 2005, comenzó una pugna similar en la Playa Buyé de Cabo Rojo donde los vecinos habían colocado portones y verjas que limitaban el acceso a la playa. Después de un pulseo que llegó a los tribunales, el Departamento de Recursos Naturales tuvo que admitir que la colocación de los portones era inadecuada. Situaciones similares han tenido lugar en Isla Verde, con el alquiler por 99 años a la firma CH Properties con la aparente anuencia del municipio de Carolina y las agencias de Gobierno. Más recientemente, en 2016, la presión pública hizo que se dejara sin efecto la intención de aprobar un proyecto de ley que permitiría legalizar el estatus de las famosas casas flotantes de La Parguera en Lajas. Y así, un caso tras otro, parecería que la noción de que la playa es pública está supeditada a aquello de que quien más tiene más puede. Una nueva encarnación de esa lucha se ha librado en Condado y Dorado. casos que han provocado una avalancha de denuncias de situaciones similares en la zona de Las Picuas en Río Grande, donde los pescadores no tienen acceso directo al mar, o en Luquillo. Y entonces, resulta inevitable preguntarse si las agencias llamadas a hacer valer la protección ambiental son realmente eso o son en realidad facilitadores para la privatización de nuestros recursos. ¿Solo hacen su trabajo si son confrontadas con lo que se supone sea su deber? Llevamos demasiado tiempo convirtiendo la excepción en la norma cuando se trata del cumplimiento de las leyes ambientales. Hacerlas valer no es un favor. Es su responsabilidad. Cumplan con ella.

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