El único consuelo de Magdalena Simon cuando los agentes de inmigración esposaron a su esposo y se lo llevaron fue el contenido de la cartera de él, unos pocos billetes.
La esperanza que la había impulsado a recorrer miles de millas desde Guatemala en 2019, con su pequeño hijo aferrado al pecho, dio paso a la desesperación y la soledad en Fort Morgan, una localidad ganadera en las llanuras orientales de Colorado, donde algunos vecinos se la quedaban mirando y el viento soplaba tan fuerte que una vez abrió de golpe las puertas de un hotel.
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Simon, que estaba embarazada, intentaba ocultar la desesperación cada mañana cuando sus hijos pequeños preguntaban por su padre.
Para millones de migrantes que han cruzado la frontera sur de Estados Unidos en los últimos años, y que bajaron de autobuses en lugares de todo el país, esos sentimientos pueden ser una compañía constante. Lo que encontró Simon en esa modesta ciudad de poco más de 11,400 personas, sin embargo, era una comunidad que la acogió, la puso en contacto con asesoría legal, organizaciones benéficas, escuelas y pronto con amigos, una red de apoyo única construida por generaciones de inmigrantes.
En la pequeña localidad, los migrantes se labran vidas tranquilas, lejos de grandes ciudades como Nueva York, Chicago y Denver que han tenido problemas para alojar a los solicitantes de asilo, y de las salas del Congreso donde se negocia su futuro.
La comunidad migrante de Fort Morgan se ha convertido en una bendición para los recién llegados, casi todos los cuales terminan viajes peligrosos para enfrentar nuevos desafíos: tramitar solicitudes de asilo; conseguir un salario que cubra la comida, un abogado y un techo; matricular a sus hijos en la escuela y gestionar una barrera idiomática, todo bajo la amenaza de deportación.
Naciones Unidas puso a la población, 129 kilómetros (80 millas) al oeste de Denver, como ejemplo de integración rural para refugiados después de que un millar de somalíes llegara para trabajar en plantas de procesamiento de carne a finales de las décadas de 2000. En 2022, grupos de base enviaron a los migrantes que vivían en casas rodantes al Congreso para que contaran su historia.
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En el último año han llegado cientos de migrantes más al condado Morgan. En la única escuela secundaria de Fort Morgan se hablan más de 30 idiomas, hay traductores para los más frecuentes y un servicio telefónico para otros. Los domingos se oye español en los púlpitos de seis iglesias.
El cambio demográfico de las últimas décadas ha obligado a la comunidad a adaptarse. Las organizaciones locales celebran reuniones mensuales de grupos de apoyo, informan a alumnos y adultos sobre sus derechos, enseñan a otros a manejar, se aseguran de que los niños van a clase y derivan a gente a abogados de inmigración.
Ahora, la propia Simon cuenta su historia a los que bajan de los autobuses. La población no puede eliminar la carga, pero puede hacerla más ligera.
“No es como en casa, donde tienes a tus padres y a toda tu familia a tu alrededor”, dice Simon a la gente a la que encuentra en las tiendas de alimentación o en la fila para recoger a los niños de la escuela. “Si tienes un problema, tienes que encontrar tu propia familia”.
La tarea ha crecido mientras continúan las negociaciones en Washington D.C. sobre un acuerdo que endurecería los protocolos de asilo y reforzaría la vigilancia en la frontera.
Un domingo reciente, grupos activistas organizaron una posada, una celebración mexicana del viaje descrito en la Biblia en el que José y María buscaban cobijo para que María diera a luz y eran rechazados hasta que se les ofreciera un establo.
Antes de marchar por la calle cantando una canción adaptada en la que son los migrantes quienes buscan cobijo, en lugar de José y María, los participantes firmaron cartas instando a los dos senadores demócratas de Colorado y al representante republicano Ken Buck a rechazar normas de asilo más duras.
Hace un siglo, lo que llevó la migración alemana y rusa a la zona fue la producción de remolacha azucarera. Ahora, muchos migrantes trabajan en plantas lácteas.
En la década de los 2000 hubo varias redadas en negocios de la zona. Los amigos desaparecían de un día para otro, quedaban asientos vacíos en la escuela y se abrían huecos en las filas en la fábrica.
“Eso cambió mucho la comprensión de lo arraigados que están los migrantes en la comunidad”, explicó Jennifer Piper, del Comité de Servicio de Amigos Estadounidenses, que organizó la posada.
Guadalupe “Lupe” Lopez Chavez, que llegó sola a Estados Unidos desde Guatemala en 1998, cuando tenía 16 años, pasa muchas horas trabajando con migrantes, lo que incluyó poner en contacto a Simon con un abogado cuando su esposo fue detenido.
En un sábado reciente, Lopez Chapez se sentaba en la oficina de techo bajo del One Morgan County, una organización sin fines de lucro que lleva casi 20 años ayudando a migrantes. En una silla plegable, Maria Ramirez buscaba entre sobres oficiales con fecha de noviembre de 2023, cuando llegó a Estados Unidos.
Ramirez había huido del centro de México, donde la violencia de los cárteles se cobró la vida de su hermano pequeño, y preguntaba a Lopez Chavez cómo podía conseguir atención médica. La hija de cuatro años de Ramirez —que bailaba detrás de su madre, haciendo pompas de jabón y haciendo estallar las que caían sobre sus rizos castaños— tiene un problema respiratorio.
Ramírez dijo que trabajaría en cualquier lugar para mudarse de la sala de estar donde dormían, con apenas una manta sobre el suelo como colchón.
En la oficina, que recuerda a un espacio común acogedor en un hostal, Lopez Chavez le recomendó a Ramirez que consultara con un abogado antes de solicitar atención médica. Sentados junto a Ramirez había dos migrantes ya asentados que le ofrecían apoyo y consejo.
“Mucho de lo que oías en México (sobre Estados Unidos) era que no se podía caminar por la calle, había que vivir en las sombras, que serías perseguido”, dijo Ramirez. “Es hermoso llegar a una comunidad que está unida”.
Lopez Chavez trabaja con los migrantes recién llegados porque recuerda cuando le colocaron los grilletes después de que le dieran el alto por una infracción de tráfico en 2012 y la entregaran a las autoridades migratorias estadounidenses.
“Yo solo quería irme de allí porque nunca había estado enjaulada antes”, dijo Lopez Chavez en una entrevista mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
En su primera vista judicial, Lopez Chavez y su esposo estaban solos. En la segunda, después de que la comunidad se pusiera en contacto con ella, estaba rodeada de nuevos amigos. Ese muro de apoyo le permitió mantener la cabeza alta mientras peleaba en su caso de inmigración hasta obtener el permiso de residencia el año pasado.
Ahora, Lopez Chavez trabaja para sembrar esa fuerza en toda la comunidad.
“No quiero que más familias pasen por lo que pasemos nosotros”, dijo Lopez Chavez, que también insta a otros a contar sus historias. “Esos ejemplos le dan a la gente la idea: ‘si ellos pueden manejar su caso y ganar, quizá yo también’”.
En Fort Morgan, las vías del tren separan el estacionamiento de casas rodantes, donde viven muchos migrantes, y las casas más antiguas de la ciudad. Algunos migrantes veteranos creen que los recién llegados reciben un trato mejor de Estados Unidos y sienten que no es justo. La comunidad no puede resolver todos los desafíos y no ha terminado de cerrar las diferencias entre las distintas comunidades.
Pero en la posada, un evento que atrajo a una multitud a las oficinas del One Morgan County, la tranquilidad que ofrece la propia comunidad se veía en los rostros de los asistentes mientras los niños con trajes tradicionales interpretaban bailes mexicanos.