PUERTO PRÍNCIPE, Haití (AP) — Cuando se escuchan los disparos de una ametralladora afuera de la cerca de alambre de púas que rodea el Centro Hospitalario Fontaine, el ruido invade una cafetería atiborrada de personal médico cansado, vestido con uniformes quirúrgicos.
Y nadie se inmuta.
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Los disparos forman parte de la vida cotidiana aquí en Cité Soleil, la zona más poblada de la capital haitiana y el corazón de las guerras entre pandillas de Puerto Príncipe.
A medida que las pandillas afianzan su control sobre Haití, muchas instalaciones médicas en las zonas más violentas de la nación caribeña han cerrado. Fontaine es uno de los últimos hospitales e instituciones de atención social en uno de los lugares más anárquicos del mundo.
“Nos han dejado totalmente solos”, asevera Loubents Jean Baptiste, director médico del hospital.
El Fontaine puede suponer la diferencia entre la vida y la muerte para cientos de miles de personas que intentan sobrevivir, y ofrece un pequeño oasis de calma en una ciudad que se ha sumido en el caos.
El peligro en las calles complica todo: cuando gangsters con heridas de bala se presentan en la puerta, los doctores les piden dejar sus armas automáticas a la entrada, como si fueran abrigos. Los médicos no pueden regresar con seguridad a su casa en zonas que controlan pandillas rivales y deben vivir en los dormitorios del hospital. Los pacientes demasiado atemorizados para acudir a recibir atención básica debido a la violencia llegan en condiciones cada vez más deterioradas.
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El acceso a la atención médica nunca ha sido fácil en Haití, la nación más pobre del hemisferio occidental. Pero a finales del año pasado sufrió dos duros golpes adicionales.
Una de las federaciones de pandillas más poderosas de Haití, la G9, bloqueó la terminal de combustible más importante de Puerto Príncipe, lo que en esencia paralizó al país durante dos meses.
Al mismo tiempo, un brote de cólera, agravado por las restricciones a la movilidad que impusieron las pandillas, puso de rodillas al sistema médico haitiano.
El alto comisionado de las Naciones Unidas para los derechos humanos, Volker Türk, dijo este mes que la violencia entre el G9 y una pandilla rival ha convertido a Cité Soleil en “una verdadera pesadilla”.
Los recordatorios de la desesperación nunca están lejos. Un camión blindado conducido por funcionarios del hospital pasa a un costado de cientos de galletas de barro horneándose bajo un sol lacerante para llenar el estómago de gente que no puede permitirse comprar comida. En construcciones cercanas puede verse la firma “G9” pintada con aerosol negro, una advertencia de quién es el que está a cargo.
En un informe de febrero, la ONU documentó 263 asesinatos entre julio y diciembre tan sólo en el área pequeña que rodea el hospital, e hizo notar que la violencia ha “obstaculizado severamente” el acceso a los servicios médicos.
Ese fue el caso de Millen Siltant, de 34 años, una vendedora ambulante que aguarda en un pasillo del hospital a que le hagan una revisión mientras aprieta nerviosa la documentación médica sobre su vientre de embarazada.
Cerca de allí, personal del hospital juega con casi 20 bebés y niños pequeños, huérfanos cuyos padres murieron en las guerras entre pandillas.
Normalmente, Siltant haría un recorrido de una hora a través de la ciudad a bordo de coloridos autobuses, denominados tap-tap, para sus revisiones prenatales en Fontaine. Ahí se formaría con otras mujeres embarazadas a la espera de que les hagan estudios y con otras madres que cargan a niños malnutridos mientras aguardan a que los pesen.
Todas las clínicas de la zona donde vive han cerrado, narra. Durante dos meses del año pasado no pudo salir de su casa porque las pandillas que controlan la ciudad hicieron casi imposible el transportarse por las calles polvorientas y sinuosas.
“Algunos días no hay transporte porque no hay gasolina”, señaló. “A veces hay un tiroteo en la calle y pasas horas sin poder salir… Ahora estoy preocupada porque el doctor dice que necesito hacerme una cesárea”.
Proveedores de servicios de salud relataron a The Associated Press que la crisis ha causado más heridas de bala y quemaduras. También ha azuzado un repunte en padecimientos menos predecibles como hipertensión, diabetes e infecciones de transmisión sexual, en gran parte por el recorte al acceso a los cuidados primarios.
Las mujeres embarazadas padecen todo mucho más. La ginecóloga Phalande Joseph ve las repercusiones todos los días cuando sale de su dormitorio en el hospital y se pone su uniforme quirúrgico azul claro.
La joven doctora haitiana se coloca un par de guantes quirúrgicos blancos y hace una incisión en el vientre de una paciente embarazada, con un pulso firme que sólo se obtiene con la práctica. Trabaja rápido, conversando con el equipo médico en su lengua criolla nativa, y en eso estalla el llanto de una bebé que las enfermeras cubren con frazadas color rosa.
Las cirugías como estas se han vuelto más frecuentes, explica Joseph entre cesáreas, porque las mismas condiciones que se han intensificado en medio de la agitación pueden transformar un embarazo de alto riesgo en uno letal.
Este año, 10.000 embarazadas en Haití podrían enfrentar complicaciones obstétricas mortales debido a la crisis, según información de la ONU.
Esos riesgos se agravan por el hecho de que muchas pacientes de Joseph son sobrevivientes de violencia sexual o viudas cuyos esposos fueron asesinados por pandillas. Las dificultades están impregnadas por un ambiente de temor.
“Si empiezan a tener contracciones a las 3 de la madrugada, les da mucho miedo venir hasta acá porque es muy temprano, y temen que algo pueda pasarles debido a las pandillas”, dijo Joseph. “Muchas veces, cuando llegan, el bebé ya está sufriendo y es demasiado tarde, así que tenemos que hacer una cesárea”.
Eso resultó muy evidente para Joseph en octubre pasado, cuando cuatro hombres entraron corriendo a un hospital cargando a una mujer que estaba dando a luz acostada sobre una puerta. Debido a los confinamientos por las pandillas, la mujer no pudo encontrar transporte para llegar al hospital después de que se le rompió la fuente.
“Estos cuatro hombres ni siquiera eran sus familiares. La encontraron dando a luz en la calle… Cuando me enteré que perdió al bebé, me conmocionó”, cuenta. “La situación en mi país es muy mala, y no podemos hacer mucho al respecto”.
El Centro Hospitalario Fontaine fue inaugurado en 1991 por José Ulysse. En un principio sólo era una clínica de una sala para brindar servicios médicos básicos a una comunidad que carecía de otros recursos médicos.
Ulysse y su familia han trabajado para ampliar el hospital año tras año. Luchan para mantenerlo abierto, relató Ulysse.
Incluso cuando los tiroteos se llevan a cabo a las puertas del Fontaine, el hospital reabre un par de horas después. Si cerrara más tiempo, los administradores temen que perdería ímpetu y sería difícil reabrirlo.
En la actualidad es el único lugar en el que se realizan cesáreas y otras cirugías de alto nivel de complejidad en Cité Soleil.
Debido a que la mayoría de los pobladores de la zona viven en extrema pobreza, el hospital cobra muy poco o nada a los pacientes, incluso pese a que pasa apuros para comprar equipo médico avanzado con fondos de UNICEF y otros organismos de ayuda internacionales. Entre 2021 y 2022 hubo un incremento de 70% en el número de pacientes que llegan a las instalaciones.
El hospital posee cierto nivel de protección de la delincuencia porque acepta a todos los pacientes.
“No elegimos bandos. Si los dos grupos se enfrentan y llegan al hospital como cualquier otra persona, los atendemos”, aseguró Jean Baptiste.
Incluso las pandillas entienden la importancia del cuidado médico, añadió. Sin embargo, aún hay una sensación de que los riesgos están cada vez más cerca.
Los crecientes robos de vehículos médicos han impedido que Fontaine invierta en una ambulancia. Cuando los operadores de ambulancias son convocados desde zonas como Cité Soleil, dan una respuesta sencilla: “Lo siento, no podemos ir allí”.
Ahora la clínica ambulante de Fontaine puede salir un poco más de un par de cuadras fuera de las instalaciones.
Los médicos se preocupan, pero siguen trabajando, como lo han hecho siempre.
“Uno dice, bien, tengo que trabajar. Así, que Dios me proteja”, dijo Jean Baptiste. “A medida que esta situación empeora, salimos y decidimos enfrentar los riesgos… Tenemos que seguir adelante”.