ZAPORIYIA, Ucrania (AP) — Cuando los húmedos muros de cemento del subsuelo, el moho, el frío y semanas sin frutas ni vegetales frescos se hicieron insoportables, algunos en el bunker debajo de la oficina de Elina Tsybulchenko decidieron arriesgarse y asomarse para observar el cielo.
Recorrieron pasillos oscuros, iluminándose con linternas y lámparas abastecidas por baterías de automóviles, hasta llegar a un sector muy apetecido en la planta siderúrgica de Azovstal, sometida a un intenso bombardeo ruso y que es el último bastión de la resistencia ucraniana a la invasión rusa en Mariúpol. Desde allí podían distinguir un pedacito de cielo azul, o grisáceo. Era como ver desde el fondo de un pozo de agua. Para quienes no podían o no se animaban a salir a la superficie, representó algo tan distante como la paz.
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Ver el cielo, no obstante, les dio esperanza. Fue algo que hizo llorar a la hija adulta de Elina, Teyana.
La familia Tsybulchenko fue de las primeras que pudieron salir de la planta siderúrgica en una tensa evacuación negociada por las Naciones Unidas y el Comité Internacional de la Cruz Roja con Rusia, que ahora controla Mariúpol, y Ucrania, que quiere recuperar la ciudad.
Un breve cese al fuego permitió la salida de más de 100 civiles, que llegaron a salvo a Zaporiyia, en el sur de Ucrania.
Allí describieron a la Associated Press los dos meses que pasaron en un verdadero infierno y su fuga.
Cientos de civiles y de combatientes ucranianos siguen atrapados en la planta y las fuerzas rusas ya están adentro.
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En los primeros días de la invasión rusa, Tsybulchenko, de 54 años, se sintió conmocionada por el bombardeo de su ciudad. Igual que tantos otros residentes que participaron en simulacros de ataques, sabía que el único refugio confiable era la planta siderúrgica. Cuando ella, su esposo Serhii, su hija y su yerno Ihor Trotsak decidieron ir allí, pensaron que permanecerían unos pocos días.
“Ni siquiera llevamos cepillos de dientes”, expresó Elina.
No fueron pocos días. Fueron 60.
Habían llevado sus documentos, tres frazadas, dos perros y alguna fruta que consumieron en la Pascua Ortodoxa. Nunca pensaron que seguirían allí durante ese feriado, tres semanas después de su llegada.
La planta siderúrgica es un enorme complejo con más de 30 secciones que pueden funcionar como búnkers e innumerables túneles, que ocupa 11 kilómetros cuadrados (cuatro millas cuadradas). Cada búnker es un mundo aparte. La gente no se podía comunicar entre sí. El aislamiento en que permanecieron dificulta el cálculo de cuántas personas permanecen allí. Los ucranianos dijeron esta semana que todavía quedan unos pocos cientos de civiles, incluidos más de 20 niños. El viernes se llevaba a cabo otra evacuación.
Las personas que permanecen en la planta enfrentan condiciones muy precarias. Algunos evacuados relataron que vieron cómo algunos de los heridos perdían la vida al escasear, o acabarse, los materiales de primeros auxilios o el agua potable.
“Literalmente, nos podríamos, igual que nuestras chaquetas”, dijo Serhii Kuzmenko, de 31 años. Capataz de la planta, Kuzmenko pudo escapar de su búnker junto con su esposa, su hijo de ocho años y otras cuatro personas. Otras 30 se quedaron en el búnker. “Necesitan nuestra ayuda urgente”, declaró. “Hay que sacarlos de allí”.
En otro bunker, la familia Tsybulchenko vivía con una cincuentena de personas, incluidos 14 niños de cuatro a 17 años. Sobrevivieron racionando la poca comida que les llevaban los combatientes. Pequeños trozos de carne, avena, galletas saladas, azúcar y agua. La comida no alcanzaba para todos.
El viejo perro de la familia, un cocker spaniel, la pasaba mal. Decidieron que había que sacrificarlo. Le pidieron pastillas para dormir a un soldado, quien les dijo que el animal podría sobrevivir y sufriría más todavía.
“Permítanme que lo mate de un tiro”, les dijo.
Enterraron al animal apresuradamente en medio de las bombas. Cubrieron su tumba con pedazos de metal, pera protegerlo de otros animales hambrientos.
El bunker se estremecía por los bombardeos. “Todas las noches, al acostarnos, nos preguntábamos si estaríamos vivos al día siguiente”, dijo Elina.
Los Tsybulchenko y los demás dormían en bancos, encima de uniformes de empleados de la planta. Hacían sus necesidades en baldes. Cuando los bombardeos eran tan intensos que no podía vaciar los baldes en la superficie, usaban bolsas de plástico. Para pasar el tiempo, la gente jugaba a las cartas o improvisaba juegos de mesa. Alguien talló juguetes de madera con un cuchillo.
Un cuarto del búnker pasó a ser una sala de juegos para los niños. Encontraron marcadores y papeles y realizaron concursos de manualidades. Los niños dibujaban aquello que más ansiaban ver. Algunos dibujaron la naturaleza y el sol. Al acercarse la pascua a fines de abril, dibujaron huevos de Pascua y conejitos.
Los dibujos fueron colocados en paredes que sudaban por la humedad. El olor a moho impregnaba la ropa y las frazadas. La única forma de mantener algo seco era usándolo.
Tras la evacuación, y luego de darse su primer baño como la gente en meses, los Tsybulchenkos todavía tenían miedo de seguir oliendo a moho.
Trataron de almacenar agua de la lluvia, pero seguían usando desinfectantes para limpiarse ellos y los platos, al punto de que Elina tuvo una reacción alérgica en las manos. En los primeros días, ella fue a su oficina y llevó una loción, desodorante y algunos objetos personales que tenía allí. Llegó un momento en el que resultó demasiado peligroso aventurarse al piso superior. La mitad del edificio, incluida su oficina, se derrumbó por los bombardeos.
Una y otra vez durante dos meses, la gente oía hablar de que se preparaban evacuaciones en Mariúpol, que luego no se daban. Cuando se informó que se había negociado una a través de las Naciones Unidas, muchos se mostraron escépticos. Pero empezó la planificación y se tuvo que decidir quiénes se irían primero. Algunos dijeron que los Tsybulchenko tenían que irse porque Elina tenía una pierna en mal estado, cada vez más morada. “Pero hay niños pequeños que deberían irse”, señaló ella. Otros insistieron. Se pensó que la evacuación duraría varios días y que saldrían todos, incluidos los combatientes. Algunos se mostraron renuentes a salir en la primera tanda. Querían ver si todo salía bien.
Una niña que se quedó, Violeta, dibujó una flor, un corazón y escribió “buena suerte” con un marcador en el brazo de Elina. La gente del búnker había abreviado el nombre de la pequeña y le decía Leta, que quiere decir “rayo de sol”.
Los ocupantes del búnker acordaron reunirse a celebrar en un café de Zaporiyia cuando todos hubiesen sido evacuados.
“Nos sentimos mal”, le dijeron los Tsybulchenko a los demás al salir a la superficie.
“No se preocupen”, les respondieron. “Nosotros vamos después”.
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Elina no reconoció su taller al emerger del búnker. El techo había sido volado. Las paredes estaban destrozadas. El piso estaba lleno de agujeros.
Al salir por un espacio abierto entre los escombros, la familia y otros evacuados cerraron los ojos. Después de dos meses en la oscuridad, la luz del sol los encegueció.
Estaba todo tranquilo. Los rusos habían suspendido sus bombardeos.
“El clima estaba hermoso”, relató Ivane Bochorishvili, subjefe de la división humanitaria de la ONU en Ucrania, quien esperó a los evacuados en la planta. “Un cielo azul, despejado, como cuando esperas una tormenta perfecta”.
Quedaba por delante un viaje lleno de peligros. Debían llegar a una estación ferroviaria cerca de la planta. Los autobuses estaban a otro kilómetro. Los rusos dijeron que habían sacado las minas que habían plantado para facilitar la evacuación. Pero el equipo usado no detecta todas, según Bochorishvili.
Mientras él y un colega se acercaban a su vehículo, los rusos gritaron desde lejos “¡no se muevan!”. Se instruyó al personal de la ONU que hiciesen el último tramo a pie, hasta llegar al último puesto de control. Llevaron de nuevo el equipo detector de minas. Encontraron ocho minas. Los soldados ucranianos caminaron delante de los evacuados.
“Gracias a Dios no vimos cadáveres en el camino”, dijo Elina. Los rusos los habían retirado.
El primer día salieron 21 personas. Luego salieron los demás. Cuando el segundo grupo se reencontró con el primero, “hubo abrazos y besos. Habían estado todos en Azovstal, pero no se habían visto, nadie sabía lo que le pasaba al otro”, expresó Osnat Lubrani, coordinador de los servicios humanitarios de la ONU en Ucrania.
Los autobuses cruzaron una ciudad en ruinas. Había tumbas improvisadas en las calles. En los autobuses reinaba el desconsuelo y la gente se abrazaba. “Esta gente va a tener pesadillas por mucho tiempo”, dijo Esteban Sacco, el funcionario de la ONU responsable del primer tramo del viaje en autobús.
De todos modos, había algunos signos de vida. Vieron gente caminando por la calle o en bicicleta, incluidos niños. Gente que miraba por las ventanas desde sus casas en edificios bombardeados.
Faltaba mucho para que los evacuados se pudiesen sentir a salvo. Los autobuses inicialmente no enfilaron hacia el oeste, en manos ucranianas, sino hacia el este, hacia Rusia.
En un campamento en Bezimenne, cerca de la frontera, los evacuados dijeron que los rusos los presionaron para que fuesen a Rusia. Incluso querían abordar los autobuses, supuestamente para darles golosinas a los niños, pero se lo impidieron.
Un sacerdote ruso les preguntó por qué querían ir a Zaporiyia. “Ucrania dejará de existir pronto”, les dijo, según Elina Tsybulchenko.
Los evacuados fueron revisados e interrogados. A veces les hicieron desvestirse para ver si tenían tatuajes militares. Algunos rusos eran gentiles, de acuerdo con Ihor, el yerno de Elina. Otros eran groseros y ofensivos, especialmente si se descuidaba y hablaba ucraniano en lugar de ruso.
Finalmente, los autobuses enfilaron hacia el oeste, hacia Zaporiyia, para alivio de los evacuados.
“Teníamos miedo de ir a parar a Rusia”, confesó Ihor.
Los combates en torno a la planta siderúrgica de Mariúpol, mientras tanto, se habían reanudado y no está claro si habrá más evacuaciones o no.
Los evacuados cruzaron más de 20 puestos de control antes de llegar a territorio controlado por Ucrania.
Las autoridades rusas habían exhortado a los residentes de zonas controladas por Rusia a que se sumasen a la caravana de evacuados. Pero al final de cuentas, no se les permitió subirse a los autobuses. Elina y los demás lloraron al ver a la gente a lo largo del camino, ansiosa por irse con ellos.
“Nos sentimos avergonzados”, dijo Elina. “Nunca nos detuvimos”.
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Yesica Fisch colaboró desde Zaporiyia (Ucrania).