Mi amable METRO lector, usted sabe que, cuando nos rompemos una pierna, ahí están las muletas que nos sirven de apoyo con su parte superior diseñada para acomodarse en la sobaco, y un agarradero que también nos sostiene.
Esa muleta nos ayuda a cargar nuestro cuerpo, aliviando a la pierna necesitada, que, vamos, tiene dificultad para caminar. Igual que al cuerpo, a la lengua le asisten las mulet-illas aunque no hay que tener la lengua fracturada. Las muletillas, palabras de las cuales, sin querer, nos apoyamos, cumplen una función muy importante.
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Fíjese. Cuando hablamos con alguien y decimos ¿verdad?, usted le está diciendo a su interlocutor que está muy interesado en conocer su opinión ¿O no?. También decimos “oye” y al hacerlo le manifestamos al otro que tenemos la intención de decirle algo.
El “que” de alguna manera anuncia al oyente, entre otras cosas, que vamos a reformular lo dicho mientras que el “entonces” hace las veces de una especie de coma, para seguir con el cuento (o el embuste).
La lengua está llena de estos recursos y cuando hablamos, echamos mano de toda suerte de frases que le dan una chispa única a la conversación. Nada de malo con ellas. Si no fuera por estos apoyos, hablar sería una monotonía, nada coloquial, ni agradable. Las muletillas, como las muletas, son auxilios de la lengua oral.
El “pues nada”, por ejemplo, es cualquier cosa menos nada; de alguna manera extrañísima resume una conversación y hasta nos permite despedirnos. Así que… Pues nada, que seguimos el jueves…