Reyna Martínez guardó silencio cuando el coronavirus se llevó a su madre. Se encerraba en el baño y lloraba allí sin que su padre la viera.
Poco después el virus mató a su padre y ella nuevamente disimuló su dolor porque pensó que su hijita de nueve años sufriría mucho al saber que había perdido a sus dos abuelitos, que vivían con ellas y ayudaban a criarla.
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“Quisiera despertar y saber que fue una pesadilla lo que pasó, un sueño, que ellos van a regresar”, dijo Martínez. “Pero ya no, ya nunca los voy a ver”.
Epifania Marcos y Pedro Martínez tenían una granja en la que cultivaban frutas y vegetales en la ciudad costera de Veracruz, en México. Cuando se le detectó un cáncer a Marcos, vendieron todo para pagar los gastos de hospital. Pedro Martínez trasladó la familia a la Ciudad de México, donde tenía dos trabajos, pero las cuentas seguían acumulándose. En el 2001, emigró a Estados Unidos, donde trabajó como obrero de la construcción. Marcos se le unió un tiempo después. Recogía botellas que vendía en un centro de reciclaje y ayudaba a cuidar a su nieta Stephany.
Cuando Stephany celebró su primera comunión el año pasado, su abuela la sorprendió con una fiesta y un viaje en limosina, con el que la niña soñaba.
“Hacían lo que fuera por ella”, contó Martínez. “Aun cuando no tenían mucho dinero, le compraban algún regalo”.
Recientemente Stephany lloró desconsoladamente en su habitación, decorada con dibujos de la escuela colgados de la pared. Extraña a su abuelo, que la llevaba a las lecciones de karate, la ayudaba con sus deberes y le enseñó a andar en bicicleta. Añora también a su abuela, que le enseñó el Ave María, y los platos que cocinaba, sobre todo su pollo con frijoles.
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Ahora que no están los abuelos, Martínez y su hija no tienen familia alguna en Estados Unidos. En su casa improvisaron un altar en el piso de la cocina, donde colocaron un crucifijo en el piso rodeado de pétalos de rosas sobre un mantel blanco. Encienden velas e inciensos durante las novenas –nueve días de rezos en homenaje a los seres queridos–, que comparten con seres queridos de México vía Facebook Live.
“Es duro saber que ya no están aquí físicamente, pero sabemos que se encuentran en el un mejor lugar. Eso es lo que a veces nos mantiene fuertes porque sabemos que ellos ya no van a sufrir”, expresó Martínez. “De acuerdo a la fe que tenemos, a las creencias, sabemos que ellos están bien y que nos están cuidando”.
La experiencia de Martínez y su hija refleja las penurias por que atraviesa la comunidad hispana de Nueva York. La pandemia golpea duro a esta comunidad y las iglesias que frecuentan, particularmente en los barrios de Jackson Heights, Elmhurst y Corona del distrito de Queens.
Pedro Martínez y su esposa profesaban su fe en la iglesia católica Nuestra Señora de las Penas de Corona. Iban a misa con Stephany, quien era monaguilla.
El pastor y casi 100 feligreses de la parroquia y la escuela de Nuestra Señora de las Penas contrajeron el virus. Cristina Cruz, directora de la escuela, dijo que al menos nueve personas fallecieron. La mayor parte de los feligreses son hispanos sin permiso de residencia en Estados Unidos. Muchos no tienen acceso a servicios médicos y comparten viviendas con muchas personas, lo que los hace más vulnerables.
Marcos, de 58 años, tenía diabetes y fue hospitalizada en el New York-Presbyterian Queens porque sus niveles de oxígeno eran bajos. El 24 de marzo Martínez recibió una llamada del hospital en la que se le dijo que se le había detectado el COVID-19 a su madre pero que pronto podría regresar a su casa.
Martínez, de 37 años, arregló su habitación para recibirla. Pero el 30 de marzo recibió otra llamada en la que se le dijo que la madre había fallecido.
No tuvo fuerzas para decírselo a su padre. Pocos días después, Pedro Martínez se sintió mal y también fue internado.
“Me mandó un mensaje y me dijo que lo iban a poner en un ventilador”, relató la hija. Que cuidase a Stephany.
Entró en un estado de coma y falleció el 20 de abril, sin saber que su esposa también había muerto antes que él. Por varios días, Martínez no le dio la mala noticia a su hija.
“Me quedé callada, pero luego me sentí mal”, expresó Martínez. “Tuve que decirle porque eran los dos. Ahora, ya podemos llorar las dos”.
Martínez dijo que a sus padres les encantaba bailar, especialmente los corridos, y que a su madre la homenajeó un grupo joven de mariachis que cantaron a través de las redes sociales. Indicó que cuando se relajen las restricciones por la pandemia espera enviar las cenizas de sus padres a México, al campo que tanto querían.
Martínez y su hija reciben ayuda de la Academia Católica de Nuestra Señora de las Penas, la escuela en la que Stephany cursa el tercer grado.
“Los padres nos llaman, se confiesan y nos dicen, ’esto es muy duro. Mis padres, mis abuelos acaban de morir”, declaró Jeanette Félix, asistente administrativa de la escuela.
“Son muchos”.
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