La semana pasada, varios medios de comunicación reportaron que el representante del PNP Urayoán Hernández radicó el Proyecto de la Cámara 1059 para “reglamentar la práctica del entrenamiento personal en Puerto Rico”. Resulta que, aunque el legislador le añadiría unos nuevos requisitos onerosos a esta actividad económica, la intención de regular a los entrenadores personales tiene una larga historia en nuestro país. Esa historia es evidencia de tres problemas que sí ameritan atención: el exceso de reglamentación que limita la libertad económica del individuo, la falta de transparencia gubernamental y el gigantismo público.
Desde el 2008, existe en nuestro país, en virtud del Reglamento 7611, la Junta Examinadora de Instructores para la Aptitud Física. Dicha Junta fue creada bajo los amplísimos poderes que se le confirieron al Departamento de Recreación y Deportes en su Ley Orgánica del año 2004. Sin que la Legislatura estableciera la necesidad de supervisar esa profesión, el Departamento la reglamentó e incluso estableció una multa de $5,000 al que practique el entrenamiento personal o emplee a una persona que lo practique sin tener la correspondiente licencia de la Junta. Como alguien que ha empleado a entrenadores físicos sin confirmar que hayan sido licenciados por la Junta, cabe la posibilidad de que yo haya violado lo dispuesto por el todopoderoso Departamento.
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Sobre la omnipotencia de esta agencia, de paso, Recreación y Deportes —no se crean que estamos hablando de Educación, Salud o la Policía—, mi investigación identificó otra joyita reglamentaria. La Orden Administrativa OA-10004 de 2010, firmada por el ahora senador por San Juan, Henry Neumann, les requiere a las galleras que quieran obtener la licencia de categoría turística el que tengan un guardia de seguridad armado y “un sistema de aire acondicionado para el area de las gradas y para los asientos de ‘ring-side’ A y B, así como en el armadero”. Parece que los turistas se sienten inseguros y acalorados en las galleras más criollas. But I digress…
Se preguntará: “¿Qué hay de malo con reglamentar a los entrenadores personales? Muchas cosas. Las personas que se dedican a esta práctica, tanto en gimnasios, estudios de yoga, pistas de campo y correr como hogares privados tienen derecho a utilizar sus destrezas para ganarse la vida. No aparece, ni en la exposición de motivos del P. de la C. 1059 ni en el Reglamento 7611, un solo dato empírico que evidencie un problema. Por ende, ¿cuál es el peligro que se pretende evitar si le permitimos a una persona que haya completado un curso de pilates o que sea un triatleta, el que ofrezca sus conocimientos a clientes dispuestos a pagar? ¿Por qué no permitir que el mercado regule quiénes ofrecen servicios eficaces y quiénes no?
Peor, el proyecto de ley muestra las huellas de muchos intereses que cabildearon para coger su tajada. Alguna universidad privada, o grupo de estas, pudo haber solicitado que se incluyera un requisito para que los entrenadores completen un programa educativo de 36 créditos en una institución acreditada por el Consejo de Educación. Algún laboratorio privado, o grupo de estos, pudo haber incluido la prueba de dopaje obligatoria. Algún grupo de galenos pudo haber exigido que los clientes de los entrenadores tengamos que suministrar un certificado médico para poder empezar nuestro régimen de ejercicios.
Y, por supuesto, por algún lugar merodea también la Asociación de Instructores Licenciados de la Aptitud Física de Puerto Rico. Este último grupo solo aparece una vez en una búsqueda de Google —en una nota de abril— criticando el Proyecto de la Cámara 792; una medida similar a la del representante Hernández que, según el grupo, pretende “flexibilizar” el proceso de licenciamiento de los entrenadores. ¿Por qué no quieren más flexibilidad? Porque quieren limitar su competencia a pesar de que muchos de los entrenadores licenciados pudieron haber entrado a la profesión bajo la cláusula de antigüedad del reglamento, que les eximió de cumplir con los requisitos que se le imponen a los introductores nuevos.
¿Qué podemos concluir de todo esto? Primero, que el Gobierno debe reconocerle mayor libertad al individuo para que nuestra economía pueda crecer, salvo que se pueda establecer con datos confiables, que existe una razón de peso que justifique limitar esa libertad. Segundo, que necesitamos mayor transparencia en el proceso legislativo y administrativo. Finalmente, que debemos evaluar las funciones del Gobierno —los amplios poderes que le hemos conferido— para que de una manera lógica e informada podamos reducir el tamaño del aparato público; comenzando por la oficina que regula las galleras para turistas.