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Columna de Armando Valdés: Trump y las cotorritas

Aunque muchos arguyan que los dos partidos mayoritarios de EE. UU., o los de izquierda y derecha en Europa, son organismos virtualmente intercambiables que responden a los mismos intereses y producen los mismos resultados, sí hay importantes diferencias de enfoques y de prioridades. Los republicanos y las derechas continentales abogan por la menor intervención pública en la gestión privada – particularmente la de los dueños de los medios de producción -, mientras que los demócratas y las izquierdas promueven la participación estatal para corregir, en algún grado, las inequidades y carencias inherentes a los mercados libres. Si bien ambos apoyan la supervivencia de un sistema económico, la vida de la mayoría de los ciudadanos dentro de ese sistema es más o menos libre y confortable dependiendo de quien gobierne. 

En la mayor parte de la América Latina, las diferencias ideológicas entre partidos, si existen, no son tan marcadas. Unos y otros se distinguen más por las familias adineradas que controlan las cúpulas de las agrupaciones políticas. Ese estado de situación permite una flexibilidad en sus idearios que torna a los líderes en demagogos – meras cotorras repitiendo lo que oyen de las masas.

Puerto Rico es una suerte de excepción. La característica que distingue al PPD del PNP, y a estos del PIP, es sus proyectos en torno a nuestra autodeterminación. Sobre ese tema hay poca flexibilidad. Sin embargo, en cuanto a políticas sociales y económicas, existe el mismo grado de elasticidad que en las democracias latinoamericanas. 

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Por ello, quizás no nos sorprende tanto ver a Donald Trump haciendo campaña. Es la perfecta cotorrita – sin ataduras filosóficas – hecha candidato a la presidencia del país más poderoso del mundo. Sus palabras esconden sus intenciones. Sus posiciones de hace apenas unos años – de inclinación más liberal – son ahora disfrazadas para así repetirle al elector primarista republicano – retrógrado y racista – lo que por años ha sentido en lo más íntimo de su conciencia. Pero que no nos quepa la menor duda, su único propósito es alcanzar el poder. 

El que no nos sorprenda por supuesto no significa que no nos preocupe. Nos preocupa tanto por nuestra relación con ese país, como por la influencia que tiene en el resto del mundo. Nos preocupa porque las palabras representan ideas y pensamientos, y cuando de repente no representan nada, perdemos nuestra habilidad de entender los procesos políticos. Como escribiera George Orwell en el 1940, “debemos reconocer que el caos político actual está conectado con el deterioro del lenguaje”.

Tampoco debemos ignorar que en Puerto Rico existe hoy tal deterioro. Al mirar con aprehensión la demagogia del señor Trump, debemos también ver con suspicacia nuestras propias cotorritas políticas. Personas que disimulan su visión independentista – ideología digna, de paso – con tal de advenir a un cargo público bajo la insignia del PPD. Los mismos que luego tienen la falta de consistencia ideológica como para endosar y hacer campaña activa a favor de otro candidato a la presidencia de EE. UU. Los que, con tal de apoderarse de la colectividad, apelaron a eslóganes simplones para derrotar una reforma que habría aliviado la carga contributiva de las clases productivas: trabajadores, empresarios y profesionales.

No dudo que algunos puedan creer genuinamente en sus propias palabras, y esos no tienen porque ponerse el sayo. Pero no dudo tampoco que hay quienes, al igual que Trump, repiten palabras sin contemplación a los balances que se deben establecer al momento de gobernar y promover el bien común. A esos que solo quieren el poder para sí mismos – a Trump y a las cotorritas puertorriqueñas que lo imitan – hay que derrotarlos.

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