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Opinión: Taxistas desquiciados

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Las grandes ciudades tienen los peores taxistas. Está confirmado; no tengo dudas, y nadie me lo puede disputar. No he viajado el mundo entero. Estoy superatrasada en mi agenda. Europa y Asia están enterradas en el bucket list, pero tengo una buena cantidad ya de cuentos de taxis.

Se supone que los taxistas son gente como usted y como yo, pero yo tengo serias dudas.  A veces los analizo desde mi asiento de pasajera. Hay algo detrás del volante que transforma a estos personajes. Creo que los entiendo un poco. Manejar en una gran ciudad puede ser una experiencia caótica. Vivir de ello tiene que ser aún peor.

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Los peores taxistas están en Nueva York. Cuando la gente normal ve en las películas filmadas en la Gran Manzana los emblemáticos taxis amarillos, yo veo un conductor con terribles problemas mentales, con una vida estrésica fuera de lo común y con una inagotable necesidad de hablar por teléfono. Haga memoria si ha ido a Nueva York. El taxista siempre está en el teléfono. Es una máquina de palabras que para colmo uno no entiende. Son un millón de palabras por minuto en árabe, en africano, en dialectos, nunca en español y rara vez en inglés. Y guían con una prisa espantosa, doblan en las esquinas casi desnucándote, y siempre, siempre, hay que pedirles que te prendan el aire.

No soy de hablar mucho con los taxistas, primero porque no los entiendo y segundo porque las pocas conversaciones que he tenido no han sido muy exitosas que digamos. Una vez en Nueva York un taxista —americano, por cierto, cosa rara— me preguntó de dónde era y cuando le dije que era puertorriqueña me respondió: “No pareces puertorriqueña” y me recitó todas las feas cualidades que se supone que nos describen y que yo, suertuda, no tenía. Y yo le respondí de vuelta: “Usted tampoco se parece a Don King” y le recité todas las feas cualidades de ese norteamericano como él. Él me respondió con un prejuicio y yo le espeté el mío pa que respete. No hubo una próxima palabra. Le pagué lo que decía el metro. Fantaseo a veces con qué habrá sido de su vida.

Los taxistas de Ciudad de México están en un muy cercano segundo lugar. Esos no hablan por teléfono, pero guían malo con velocidad y son superconversadores. Y, créanme, un taxista superconversador es la pasadilla de cualquier pasajero malhumorado. Entre el momento que uno llega y se va de México ya le ha contado la vida entera a los taxistas por lo menos diez veces. Supongo que hablan porque no hay más nada que hacer entre llevarte a destino y fajarse y abrirse camino con 30 millones de autos en la capital.

En general, ahí están como locos víctimas de la sobrepoblación, pero son buena gente. Una vez mi esposo y yo terminamos pidiéndole a uno que se bajara a comer con nosotros en el lugar donde nos llevaba. Cómo olvidarlo. Comió de una sentada como por tres días y nunca paró de hablar.

Otros trastornados pero felices son los taxistas dominicanos. Esos te llevan a mil millas por hora, nunca prenden el aire y jamás usan cinturón.  Esos me dan risa y me provocan hasta felicidad. Te preguntan de dónde eres y te bautizan “bori”, te prenden la música al palo, bailan y se ríen de todo. Y si te bajas a comprar algo camino al destino, también se dan la beer contigo. Están trabajando, pero superrelajados. Con ellos nunca hay drama.

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Unos que han mejorado bastante son los taxistas argentinos. Antes, cuando los autobuses no tenían carril exclusivo y compartían vías con el resto de los vehículos, las mejores “puteadas”  (insultos) se escuchaban de los taxistas. No era posible que un solo cerebro produjera tan buenos insultos. Y lo digo yo, que soy altamente creativa en ese departamento. Ahora los noto más relajados. La poca exaltación que les he visto recién es algún domingo de fútbol, haya ganado o perdido su equipo favorito.

Cuando viví en Washington D. C., vi a los taxistas menos expresivos del universo. Son una gran cantidad de etíopes. Y creo que trabajan demasiadas horas. Una vez una compañera de trabajo empezó a aplaudir en el taxi. Y yo la miré preguntando qué le pasaba a aquella loca. Y me dijo: “En caso de que no lo hayas notado, nuestro taxista está dormido al volante y temo por mi vida”. No sé si el taxista despertó por los aplausos de Carla o por la explosión de pavera que me dio a mí.

No debe ser fácil ser taxista. La calle es una selva. Agréguele el entra y sale de todo tipo de pasajeros, cada uno con su neura. Se vuelve loco cualquiera.

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