En las pasadas semanas, hemos descubierto el terror de los vecinos de Ocean Park en San Juan; el miedo a la pérdida total de las estructuras que han descansado allí, durante décadas, en una coexistencia aparente con la costa. Pero desde el pasado año, el mar ha comenzado a reclamar espacio. Así, lo que antes eran kilómetros de playa se ha convertido en mar abierto. Los metros que hasta hace solo unos meses separaban las estructuras en tierra firme de las olas del mar, ahora han desaparecido para acortar la distancia entre casas, negocios y el mar abierto, que ahora es el patio de esas estructuras.
El Gobierno local, a través del Departamento de Recursos Naturales y Ambientales, parece haberse lavado las manos. Para solucionar el asunto, ha propuesto que los afectados compren y arrojen piedras al mar para evitar que el agua continúe socavando los cimientos de sus propiedades. El municipio de San Juan no ha dicho nada, según aseguran los vecinos.
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Y Estados Unidos, por vía del cuerpo de Ingenieros, autorizó finalmente un estudio que podría sugerir alguna solución. El problema es que el estudio en cuestión durará, al menos, tres años en completarse.
Ante ese escenario, los vecinos han exigido que todas esas sugerencias individuales sean sustituidas por un plan coordinado. Como es lógico, no quieren perder sus propiedades y, en definitiva, intentan salvar lo que queda de playa.
Pero quizá sea tarde. Después de todo, como comentaba por estos días el geomorfólogo José Molinelli, lo que ocurre en Ocean Park y en muncipios como Arecibo, Luquillo o Rincón es una de esas crónicas de muerte anunciadas.
Durante décadas, científicos y grupos ambientales han advertido de los peligros de construir en la llamada zona marítimo-terrestre o, en cualquier caso, en primera línea de playa. ¿La respuesta del país ante las advertencias? El escepticismo de aquel que está ante un libreto de ciencia ficción.
Durante años, grupos y comunidades han protestado exigiendo la paralización de proyectos costeros levantados peligrosamente cerca de la costa. ¿La respuesta del país? El rechazo y la burla. Porque, para un gran segmento del pueblo, quienes protestaban para evitar esos proyectos eran “enemigos del desarrollo”; “asesinos de la economía”, “comunistas” o “terroristas ambientales” que se oponían a todo valiéndose de un supuesto “porque sí”.
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Estaban equivocados.
Ahora que las aguas del mar han llegado con una fuerza que parece inevitablemente destructiva, conviene preguntarse quién otorgó los permisos para construir en zonas que los modelos colocaban dentro de lugares de potencial riesgo. ¿Por qué si las leyes delimitan claramente la zona marítimo-terrestre, la excepción ha ocupado el campo para permitir como legal lo que a todas luces era claramente inapropiado a la luz de las opiniones de los expertos? ¿Acaso han sido proyectos de este tipo el resultado del billetazo que conquista legislación y el donativo que provoca ceguera ante la ilegalidad? ¿Por qué lo que continúa ocurriendo no ha sido suficiente como para convencer a múltiples desarrolladores de insistir en construir “cerca del agua”? O, lo que es aún más importante, ¿por qué continúan las agencias otorgando estos permisos?
Como remedio, durante años se trabajó un Plan de Uso de Terrenos que, posteriormente, comenzó a recibir enmiendas que, según conocedores, parecerían convertirlo en inadecuado. Si es así, ¿por qué insistir en enmendarlo? En tiempo reciente, el senador Juan Dalmau presentó un proyecto que propone prohibir cualquier construcción o desarrollo en la zona costera por un término de 20 años. Esa medida prohibiría a la Oficina de Gerencia de Permisos, o cualquier otra agencia que otorga permisos, “aprobar, endosar o autorizar cualquier nueva construcción, lotificación, obra de desarrollo o proyecto en una franja de 100 metros de ancho a partir de la zona marítimo-terrestre”. Pero la medida no ha sido aprobada a pesar de que la comunidad científica (los que saben, no los que tienen el billete) la endosa.
Si hemos aprendido algo de las lecciones que nos ha dejado el mar en decenas de comunidades en todo el país, ya va siendo hora de evaluar esta medida con seriedad. Ya veremos. Porque cuando se habla de voluntades, muchas veces su anclaje es superficial; escapa de tierra firme ante el asomo de los billetes verdes.