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Opinión: A los hijos de Héctor

Lea la opinión de Armando Valdés

Familia de Héctor Ferrer

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Ante el deceso de un hombre tan joven, con tres hijos, es inevitable que todo padre y toda madre considere su propia mortalidad. Para aquellos que ya han perdido a sus progenitores, memorias de la despedida inundan la conciencia. Y así fue para mí, viendo como ayer, en el Capitolio, ustedes tres, con aplomo, valentía y amor, le decían hasta luego a su padre. Me hizo pensar en aquel momento en el que me despedí del hombre cuyo nombre llevo y de la fragilidad de la vida misma, cosa tan preciada para quienes tenemos hijos y queremos verlos crecer. Estoy seguro de que su padre los ve orgulloso de quienes son y de lo que representan. Por grande que pueda ser su dolor en este momento, más grande es la alegría que siente él al haberlos encaminado hacia sus propios destinos.

Por mi parte, les dejo aquí las palabras que pronuncié en el sepelio de mi padre, con la esperanza de que les sirvan en este proceso tan tortuoso, para entender que no están solos —que jamás estarán solos— y que su padre no habrá muerto si lo recuerdan y lo aman hasta el infinito.

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Cuando me sentaba a escribir estas cortas líneas sobre mi padre, e inevitablemente sobre mi madre y mi abuela también —a quienes tuve la dicha de tener en mi vida como influencias formativas y brújulas morales— las palabras no me asistían.

En las matemáticas, sin embargo, encontré un concepto que se aproximaba a lo que hoy quería expresar.

Todo niño y niña aprende en la escuela elemental que no se puede dividir por el cero. Hacerlo nos devuelve un resultado indefinido o indeterminado que no puede expresarse en números reales.  Unos años más tarde —cuando se estudia cálculo— aprendemos que una posible solución a ese problema es que, al dividir por cero, nos aproximamos a un valor inmensamente grande, que es el infinito.

De ahí que, cuando expresamos el cambio utilizando los porcentajes, un aumento de uno a dos es un cambio de 100 por ciento, y de dos a tres, de 50 por ciento, pero un cambio porcentual de cero a uno, se aproxima a infinito.

Hago esta breve digresión porque al pensar sobre la historia de mi familia —de mi padre, mi madre y mi abuela— estoy obligado a partir desde el cero. Cuando llegaron a este país, traían consigo solo la ropa que vestían y algunos efectos personales. Y no es decir que, si se les hubiese permitido traer más, habrían podido llegar aquí con una fortuna. Allá en Cuba, por mucho que la nostalgia pueda teñir de rosa los recuerdos lejanos, eran gente humilde y trabajadora, nada más.

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Pero aquí, en este país, lucharon, trabajaron todos los días de sus vidas, sacrificaron. Y aunque nunca hicieron ruido ni acumularon más de lo necesario, vivieron vidas de dignidad, de aplomo, de fortaleza y perseverancia ante la adversidad, y, sobre todo, vidas llenas de amor.

Quien conoce a mi madre por espacio de, apenas, unos treinta segundos —así sea en la fila del mercado o en la sala de espera de uno de los tantos médicos que ha visitado en estos últimos años— se entera que yo soy su hijo. Y con unos quince segundos adicionales, se enterará del orgullo que ella siente ante ese simple hecho. Orgullo que compartía mi abuela y que, aún con lo taciturno que podía ser mi padre, sé que él sentía igualmente por sus tres hijas, sus nietos y su hijo.

Y aun con todo lo que ellos puedan creer que he logrado en esta vida, nada de eso se compara con el haber comenzado desde cero. Sobre los hombros de esos tres gigantes, mi punto de partida fue otro, y lo que yo haya logrado, ínfimo.

En cambio, desde la nada, desde cero, lo que ellos lograron solo puede expresarse matemáticamente como una aproximación a infinito. Como también así, infinito, fue el amor en nuestro hogar.

Y aunque no sé si llegué a decírselo a mi abuela y a mi padre en vida —error que hoy espero no repetir al decirlo aquí frente a mi madre— infinito también es el orgullo que siento de ser su hijo, infinito el agradecimiento que siento por todo lo que sacrificaron por mí e infinito el amor que siento hacia ellos.

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