Es inevitable que pase esta semana sin dedicarle unas líneas a lo obvio: el aniversario de María. Al momento en que escribo esta reflexión me transporto a las sensaciones que tenía, en este mismo momento, un año atrás.
Las redes sociales me recuerdan que dejé plasmado mi temor, mi ansiedad y, llegado el momento, la lucha interior y la resignación. Todo eso lo viví desde el relativo confort de quien, a pesar de la incertidumbre, sabe que, dentro de todo, estará bien, que le faltarán cosas, pero no de muerte, que tiene techo, comida y una importante red de apoyo.
El drama de María lo vivimos y nos marcó a todos. Unos sufrieron más; otros, menos. Otros perdieron más; otros, menos. Otros tardaron en recuperar; otros aún no lo logran del todo. Otros —miles por desgracia— murieron en el camino.
Esos miles fueron convertidos, sin quererlo, en la controversia más grande que nos legó la naturaleza en los últimos tiempos. Siempre dije que el número de muertos era importante porque era necesario que, como pueblo, desde las instituciones federales y estatales hasta el ciudadano de a pie, que, tal vez, no perdió a nadie, aprendiéramos la lección trágica que nos dejó María. También me resultaba necesario para establecer un aspecto sagrado en una sociedad que se respeta a sí misma, que es el acceso a la información cierta, a la verdad.
Una vez comenzaron a aflorar números —todos en los miles— experimenté una incomprensible sensación de tranquilidad. No sabía que se puede sentir uno así, incluso en medio del luto. Ya ahí la precisión del número no me era tan vital. Eran miles, una desgracia, pero cada uno de ellos era un homenaje a la gente que perdimos en el camino y un paso correcto en el camino de sentar cabeza, de reformular estrategias y de exigir respeto.
Por espacio de un año mucha gente, aún cuando ha retomado su vida cotidiana, no ha olvidado. A muchos, con solo decir “María”, se nos aguan los ojos, nos sobrecogemos. Pensamos en las penurias, en las filas, en la escasez, en la falta de luz, en el caos vehicular. Y no hace más que llover y que caiga un trueno, y se nos revuelcan todas las emociones.
En estos días, como era de esperarse, han comenzado a salir las ediciones de aniversario en los medios de comunicación. Confieso que no he podido ver uno. Se me salen las lágrimas con el mero anuncio de que recordaremos eso que vivimos, con imágenes vivas, que es quizás a lo que más le he huido. Me pongo en el lugar de todos y no me resulta tarea fácil. Pienso en los compañeros puertorriqueños que no cesaron en sus trabajos durante la emergencia; pienso en mi familia, escondida, literalmente, en un baño, para evitar accidentes, pero pienso también en la pesadilla de verse perdiéndolo todo en medio del paso de un huracán perverso, cuyos vientos aún me chillan en los oídos, a veces, cuando intento dormir.
Pienso en la gente buena que conocí, en los miles de gestos de amor y de solidaridad. Y pienso en el aeropuerto. Esa estructura con la que me encuentro un par de veces diarias de camino a mi casa, y que representa para mí la segunda gran tragedia de María después de los muertos. La gente que se marchó por la pérdida, por la incertidumbre, porque no pudimos darles paz. Siempre que me hablan de “los muertos de María” sumo, inevitablemente, las imágenes en el aeropuerto, porque, con la partida de cada puertorriqueño, hay un hueco en el corazón de todos los que dejaron atrás, aunque fuera de manera momentánea.
Pasarán muchos años y, dentro de la tristeza que siento al escribir estas líneas, me consuela que no olvidaremos lo que vivimos como pueblo, que, mientras enfrentamos la adversidad, también hemos sido capaces de crear historias de superación, de éxito, de reinventar, de crear. Otros, como mi esposo, han reencontrado su vocación de servicio, directamente a consecuencia de María, y dentro de todo, son seres hoy más completos y más grandes que antes.
Un año después, es bueno recordar lo que vivimos y celebrar todas las buenas historias. Creo que también es buen momento para pensar qué hemos hecho para hacer de Puerto Rico, no el lugar que azotó María, sino el momento en que azotó nuestra conciencia.
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