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Opinión: Decidir sobre sus cuerpos

Lea la opinión de Hiram Guadalupe

En nuestro ordenamiento constitucional defendemos la existencia de un Estado secular, lo que implica que los preceptos religiosos deben quedar al margen de la formulación de políticas públicas.

Este hecho, sin embargo, no implica que los religiosos, ya sea en la representación que asumen como individuos, iglesias o sectas, se priven de atender los problemas sociales del país o se excluyan del debate público, máxime cuando hay que defender postulados como la democracia, la justicia y la equidad, preceptos enarbolados en la más fiel tradición cristiana.

Mas bien, de lo que se trata cuando hablamos del Estado secular, es que, en el ejercicio de gobernar, los funcionarios electos no pueden delinear la política pública del país sometiéndose a consideraciones religiosas. Ahí radica el principio de separación de Iglesia y Estado, el cual establece que las iglesias no han de supeditar a los Gobiernos a sus normas o caprichos.

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En palabras sencillas, en el Estado secular, ley y fe son como agua y aceite: no mezclan. Pretender lo contrario es, además de contravenir el espíritu constitucional, una afrenta de un sector que, a expensas de adjudicarse autorización para hablar a nombre de su dios, pretenda establecer los lineamientos que deben conducir los asuntos públicos.

Esa intención de imponer una moralidad religiosa es lo que impulsa el debate del Proyecto del Senado 950, cuyo objetivo es establecer nuevas regulaciones a la práctica del aborto. La propuesta, impulsada por la senadora Nayda Venegas Brown, no solo pretende criminalizar el aborto, sino que impone criterios morales adheridos al fundamentalismo religioso al ejercicio de gobernar.

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Esta medida legislativa, entre otras consideraciones, pretende obligar a los médicos a realizarle un sonograma a quien desea abortar con la intención de mostrarle a la paciente los latidos del feto, asumiendo tales latidos con la idea religiosa de la existencia de vida. La pretensión es imponer el dogma de los sectores fundamentalistas, que establece que “el aborto terminará la vida de un ser entero, separado y único”.

Si el médico incumple con esa instrucción, que no está fundamentada en evidencia científica ni en criterio clínico alguno, podría exponerse a cumplir prisión. La misma intención de encarcelamiento se dispara contra las mujeres que se realicen abortos, según la pieza legislativa.

El proyecto también prohíbe la terminación del embarazo después de las 20 semanas, y establece que una menor de 21 años no tiene derecho de decidir acabar su periodo de gestación sin contar con el consentimiento de sus padres.

En esta propuesta de ley permea la intención de restarles a las mujeres el derecho a decidir sobre sus cuerpos. Es darle facultades al Estado para intervenir en la voluntad de una mujer de establecer los términos sobre los cuales quiere conducir su vida. Al negársele el derecho al aborto, como pretende esta medida, se niega el derecho a la libre determinación que le asiste a una mujer para decidir si desea continuar con un embarazo o no.

Lo terrible del Proyecto del Senado 950 es que está fundamentado en una perspectiva dogmática de la moral, un maniqueísmo ideológico del poder sostenido en una visión muy particular del cristianismo, que viene armado de la idea del pecado y la culpa, del bien y el mal.

Tras esta intención legislativa hay un manto de la moralidad religiosa que sirve bien para quienes se empeñan en despotricar contra todo lo que no les gusta. Tal moral reproduce modelos de conducta y posicionamientos ideológicos que no deben tener cabida en una sociedad plural y democrática.

Por eso, hay que ser cautelosos con las movidas políticas que realizan muchos funcionarios electos y que buscan la complacencia de un sector que vive obstinado contra la ampliación de los derechos civiles y democráticos para todas y todos. A ellas y ellos, al igual que a los gobernantes de turno, hay que recordarles que de la Constitución de Estados Unidos surgen dos aspectos fundamentales que permiten que un ser humano viva con dignidad. El primero es el concepto de separación de Iglesia y Estado, y el segundo, la idea de preservar y defender los derechos individuales de la ciudadanía sin exclusión, entre ellos el derecho que le asiste a una mujer a decidir sobre su propio cuerpo.

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