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Opinión: Cabilderos

Lea la opinión del abogado y periodista Leo Aldridge

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Es casi una mala palabra ya en el diario puertorriqueño Cabildear para algunos tiene una connotación de chanchullar, busconear, meterse en los recovecos de oscuras agencias y comisiones legislativas para lograr que un cliente obtenga el resultado deseado. En el más reciente capítulo del cabildeo a gran escala, se reveló que dos prominentes miembros del Partido Popular Democrático (PPD) —el presidente Héctor Ferrer y Roberto Prats— trabajaron para la empresa DCI, que orquestó una tenaz campaña de descrédito al gobierno de Alejandro García Padilla el cuatrienio pasado. Los últimos dos gobernadores de la Pava despotricaron contra la revelación. García Padilla dijo en Jugando pelota dura que DCI es una “empresa criminal”, y Aníbal Acevedo Vilá manifestó que Prats y Ferrer habían trabajado para el enemigo. Pero el cabildeo está consignado y protegido por la Constitución de Estados Unidos. El derecho a reclamarle al Gobierno —“the right to petition the government”— está en la Primera Enmienda que protege también la libertad de expresión y de prensa.

La Constitución de Puerto Rico —o lo que queda de ella— asimismo protege el derecho “a pedir al Gobierno la reparación de agravios”. Curiosamente, la Constitución habla en específico de las profesiones que, gran parte de la población, desdeñan, aborrecen o no entienden: los abogados criminalistas, los periodistas y los cabilderos. Pedirle al Gobierno que haga o deje de hacer algo —cabildear — es piedra angular de lo que consideramos que es nuestro sistema democrático. El Gobierno debe actuar, después de todo, a base de lo que reclamen los gobernados, y los cabilderos son simples vehículos que trabajan como portavoces. Esa es la teoría. Y de ella se han agarrado como clavo caliente ambos implicados al insistir, una y otra vez, que no se ha cometido ilegalidad alguna. Eso es cierto. Aquí no ocurrió, que se sepa según la información que ha trascendido hasta ahora, nada ilegal, porque todas las actuaciones están cobijadas por la máxima ley. Pero vayamos a la práctica. El cabildeo, en la práctica, es la versión oscura —el behind the scenes— del mundo de las relaciones públicas, donde muchas veces cuentan más el acceso, la influencia y las apariencias que la sustancia del mensaje. En el cabildeo se trata de persuadir a alguien a cargo de la política pública. En las relaciones públicas se trata de persuadir a quien trabaja con la opinión pública. Quienes pueden pagarles a los cabilderos suelen ser personas o corporaciones adineradas. Y, precisamente porque se trata de pedirle al Gobierno que haga o deje de hacer algo, los interesados optan por contratar a quienes estén conectados con las diferentes esferas del Estado. No es por la sapiencia constitucional ni legal que DCI contrató a Prats y Ferrer.

Es porque están bien conectados, y eso tiene su mérito y su precio en el mercado. Pero también es una realidad que ambos —y muchos otros rojos y azules que evitaron caer en el affaire DCI— monetizaron sus contactos locales y su influencia en la opinión pública. Prats y Ferrer no cometieron delitos, pero sí utilizaron mal juicio al escoger —porque nadie los obligó— un cliente controvertible, con posturas insultantes hacia el gobernador de turno, que era de su partido. Las cortes no tienen nada que juzgar. Eso les va a corresponder a los electores que decidirán si este asunto es peccata minuta o si, por el contrario, se revirtió aquella frase de que la vergüenza puede más que el dinero. A la memoria de Rubén Soto Falcón.

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