Afortunadamente para la mayor parte del país Beryl, o los remanentes de ese sistema, no fueron más que un buen susto. La noticia inicial de que un huracán categoría 1-luego tormenta-luego vagüada afectaría la isla, llenó de miedo a todos. Sobre todo a quienes aún viven en primera persona los efectos de los huracanes Irma y María. Pero aunque a grandes rasgos evadimos una tragedia de grandes proporciones, lo que me parece debe haber quedado claro para quien aún tuviera dudas, es que —de materializarse la llegada de algún sistema atmosférico como los antes descritos— la isla enfrentará una nueva tragedia producto de un sistema frágil a todos los niveles.
Para empezar, el sistema eléctrico. Sin mayores vientos y algunas lluvias, a las dos de la tarde del lunes, más de 47 mil personas ya no tenían servicio de luz. Una gran bandera de alerta que nos obliga a reconocer que nuestro sistema eléctrico es hoy una gran pila de cables, generadores y postes pegados de manera poco estable y que podría fallarnos a la menor provocación.
PUBLICIDAD
En segundo lugar, la cercanía de Beryl nos recordó que miles de personas aún no salen de la emergencia a casi un año de Irma y María. Para ser exacto, 60 mil familias aún viven bajo toldos azules o han sido obligados precisamente por eso a mudarse de sus casas. Se trata de más de 120 mil personas cuyas casas no resistirían un fuerte episodio de lluvias o vientos. Después de todo, el propio FEMA deja claro en su página web que esos techos azules tienen 30 días de vida útil.
Y en tercer lugar, Beryl nos ha recordado los desastres de planificación y otorgamiento de permisos de construcción que han permitido el establecimiento de comunidades de todas las estratas sociales sobre terrenos inundables o, por definición, no aptos para construcción. Comunidades como Villa Hugo en Canóvanas y Ocean Park en San Juan, con marcadas diferencias de perfil socioeconómico, comparten la mala planificación como raíz de sus problemas de inundaciones frecuentes. Ambas, como decenas de comunidades en áreas como Cataño, Toa Baja, Guaynabo y otros puntos del país adolecen de un mal que —lejos de ser atajado-— en ocasiones es promovido por la inacción del Estado. A lo anterior debe añadirse la necesidad de limpiar o dragar los cuerpos de agua en la isla. Ya el Departamento de Recursos Naturales asegura haber limpiado cerca de 100 cuerpos de agua. Pero nuestra isla tiene más de 1,000 de estos cuerpos y la mayor parte de ellos sigue sin ser atendido, lo que podría suponer inundaciones inminentes en medios de futuros fenómenos atmosféricos.
En definitiva, se trata de la receta perfecta para el desastre que además es aderezada por una estrechez económica evidente y la insolvencia de los municipios que siguen esperando por los reembolsos de FEMA al tiempo que enfrentan los recortes promovidos por la Junta Fiscal y una reducción en sus ingresos originados en el CRIM.
Todo lo anterior supone un panorama de enormes retos ante todo por la certeza de que en el corto plazo no se ha articulado ninguna solución, probablemente porque las circunstancias de estrechez extrema lo permiten. Y eso —la certeza de problemas que siguen y seguirán irresueltos— convierte nuestra realidad en una preocupación dolorosa y permanente. ¿Qué hacer cuando no se sabe qué hacer?