Uno se acuesta cada día con sus propios ritos, con la idea de que el mundo se acuesta contigo y de que mañana todos estarán igual. Aún conociendo la naturaleza humana y la fragilidad de la vida, nadie se acuesta pensando en que mañana alguien cercano morirá, excepto que exista un temor fundado por enfermedad terminal o, en el peor de los casos, dirija el cerebro un plan mortal.
Por eso, cuando Anthony Bourdain murió la semana pasada, hubo un silencio fuera de lo común entre mucha gente, incluyendo en las redes sociales, que, en esos días, andaban como zonas de guerra con opiniones de toda la locura local que nos acecha entre la política y la espectacularización de todo, que ya tiene a algunos hasta el hartazgo, a veces incluyéndome.
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Creo que, al principio, nos arropó a todos la incredulidad. El gigante chef, escritor, bohemio, aventurero, amante de la vida, celebridad brillante, se había suicidado en Francia, en la soledad de su habitación, luego de su día de trabajo, y con muchos más comprometidos. Cuando leí la primera nota ampliada, me paralicé; uno, porque ando extra sensible, y dos, porque, impresionada por el suicidio, tuve una inclinación inmediata a ponerme en el lugar del chef Eric Ripert, su amigo, y el que lo halló inconsciente en su habitación antes de morir.
Bourdain y Ripert eran mejores amigos, al punto de que Bourdain le dedicó varios episodios de su genial programa de CNN, Parts Unknown, siendo el más hermoso para mí el que grabaron en Marseille. Cada escena de ese capítulo era un derroche de amor fraternal, de cariño, de complicidad, de profundidad intelectual.
“Sigo sin entender el prejuicio subrayado contra la persona que padece de depresión”
Pensar que ese gran amigo atravesaba en ese momento la increíble pérdida voluntaria de su amigo, me partía el alma, como lo hace en este mismo momento en que escribo estas líneas. Ayer leí que Eric comentó recientemente a la madre de Bourdain que su hijo andaba hacía unos días en un dark mood, pero que jamás se le cruzó en la mente la posibilidad de que intentara el suicidio. A su mamá tampoco.
Habrá quien cuestione por qué es necesario que se suicide un famoso para que muchos despierten a una realidad de que los problemas mentales son reales y están, posiblemente, a tu lado sin que te des cuenta. Quizás tienen razón. Pero no es porque una vida valga más que otra, sino porque es naturalmente más impactante cuando estas cosas le pasan a gente que uno estima exitosa, feliz, en la cima, con un trabajo de ensueño.
Resulta que nada de eso es suficiente cuando se tiene una enfermedad mental. No soy experta, pero del modo que yo lo veo, la mente es un escenario propio, casi independiente del cuerpo. Te juega poderosamente a favor, pero también poderosamente en contra. La primera vez que escribí sobre el suicidio lo hice cuando murió el también genial Robin Williams, en “La tragedia de un cómico deprimido”. Son historias muy similares, de celebridad, de adicciones graves combatidas con perseverancia, tesón y amor de muchos. Ambos terminaron igual. Como dije en ese momento, para muchos, esta enfermedad es un vacilón. La gente que no lo ha vivido confunde a veces la depresión con changuerías o estupideces de quien la padece. Y la depresión es un asunto serio.
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Sigo sin entender el prejuicio subrayado contra la persona que padece de depresión. Se les cataloga de enfermos mentales, de inestables, de poco confiables. Hoy todos dicen que quieren combatir la depresión, buscar ayuda para lo que necesitan, pero muchos, a la hora de la verdad, discriminan si son patronos o dan de codo si son “amigos”.
Este fin de semana fue verdaderamente triste ver a los colegas de Bourdain en CNN tratando de mantener los shows del canal en medio de tanto dolor. Me llamó desgarradoramente la atención Anderson Cooper, quien comentó que acababa de revivir el dolor del suicidio de su hermano, on a personal note. Don Lemon, al terminar una entrevista no relacionada, le dijo al colaborador que, antes de despedirlo, quería decirle que lo quería y cuán afortunado era de contar con él en su vida, para sorpresa del propio Fareed Zakaria.
Pero siguen en mi pensamiento su amigo Eric, el que lo vio morir, y su amigo, el novelista Bill Buford, que llorando comentó que no se sentía culpable, pero sí moralmente responsable de su muerte. “Los amigos estamos llamados a saber”, dijo antes de quebrarse.
Es verdad. Sí y no.