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Un café con Rubén Blades

El 29 de marzo de 2016 mi primo me prestó su carro para que fuera a una entrevista que me ofreció la jefa de Variety Latino (medio para el que en ese momento escribía como freelancer). Me puse mi faldita negra (y estrujá) con una camisa de manga larga, me pasé plancha en mi pelo negro y me monté en un Honda que estaba tan hecho leña que ni primo lo quería usar.

Con un poquito de gasolina (porque la piña estaba agria) y dolor en la barriga (porque para allá es que se me va el estrés), llegué a la dirección que había puesto en mi GPS. El Honda y yo estábamos en uno de los mejores hoteles de Beverly Hills.

Solo había valet parking, así que empecé a buscar dónde dejar el carro en las calles aledañas [porque ni podía a pagar el estacionamiento, ni iba a darle ese Honda a los del valet porque, cuando una está en Beverly Hills, no es cuestión de ser rica, es cuestión de no parecer pobre].

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Entre casas ricachonas encontré un estacionamiento, dejé el carro y, con las mismas botas que usaba para irme a beber por las calles de El Viejo San Juan, caminé hasta el hotel con las llaves y el celular en una mano, y libreta y bolígrafo en la otra.

De pie y con un estrechón de mano de esos que son muestra de seguridad y carácter, Rubén Blades me recibió en una esquinita del hotel para que lo entrevistara en relación a la serie Fear the Walking Dead.

“¿Ya yo te había conocido?”, me preguntó. “No, esta es la primera vez”, le dije actuando como si yo fuera la persona más relax del mundo, aunque por dentro estaba en histeria total. Porque la verdad es que no todos los días puedes conversar con un artista de ese calibre; un artista de esos que ya no nacen. No todos los días puedes conversar con alguien que es famoso por su trabajo y no por sus fotos de Instagram; alguien que escribió las canciones que mi papá ponía en la casa, de camino a la playa, o las practicaba en su guitarra.

Nos sentamos en los muebles del hotel. Se quitó el sombrero y lo puso a su lado. Yo agarré mi celular y lo puse en la mesa para poder grabar la entrevista. Acomodé mi libreta llena de preguntas que me sabía de memoria pero tenía miedo de que se me olvidaran. Me senté y, por alguna razón, estaba esperando que él dijera algo. Se me olvidó todo el periodismo que había aprendido.

“¿Quieres tomarte algo?”, me preguntó. “Un café”, dije sin pensarlo dos veces. Ni siquiera quería café. Ya me había tomado dos… pero eso salió de mi boca como un disparo porque, ¿cómo dejar pasar la oportunidad de tomarme un café con Rubén Blades?

Comencé mi entrevista y le pregunté todo lo que necesitaba para mi reportaje. “Tómate el café que se te va a enfríar”, me dijo. Yo seguí sus instrucciones: le eché azúcar morena a mi café gringo y me lo tomé como si me hubiesen dado una orden.

Le pregunté qué le falta por hacer a una persona que lo ha hecho casi todo en la vida. “Ahora mismo estoy revisando mis papeles”, dijo entre sorbos de café, y continuó: “Yo formé un partido [político] en Panamá y corrí [para la presidencia] en el 94, así que hace poco me encontré con cientos y miles de papeles que ahora mismo estoy ordenando para hacer una publicación sobre mi pensamiento político. Porque, políticamente, y en muchos casos, la gente habla de mí, y no saben ni de qué hablan… Quiero explicar cómo fue el desarrollo del movimiento [político]”.

Pero la cosa no se quedó ahí. Mientras yo seguía gritando en silencio porque el creador de “Adán García” me estaba hablando como si fuera parte de mi familia, me contó también que quería hacer algo parecido a un poemario.

“Se me ocurrió, un día hacer un trabajo sobre poemas. Entonces traté de empezar a escribir un poema diario. Por supuesto, escribí muchas vainas que no sirven, pero estoy ahora revisando eso, para ver qué sale de ahí”, dijo, y añadió: “Quiero poner juntas todas las letras de las canciones mías y explicar por qué las hice, explicar por qué escribí lo que escribí, cuáles eran las condiciones, qué fue lo que pasó, cómo la gente la recibió y cómo fue todo desde el principio, porque la gente cree que todo fue facilito, y no, no lo fue”.

La publicista me hizo señas de que ya tenía que terminar. Mis 10 minutos con Rubén Blades se estaban acabando. “¿Y tú vives aquí hace tiempo?”, me preguntó él. Le dije que “más o menos”. “Pero tú no tienes acento de que llevas mucho tiempo aquí”, me dijo. “Llevo dos meses… Renuncié a un periódico en Puerto Rico y horas después compré un pasaje para Los Ángeles”, le expliqué. “¿Pero sabías que ibas a conseguir trabajo?”, me cuestionó mirándome de la misma forma que me miró mi mamá cuando le dije que me iba a mudar. “No, no sabía si iba a conseguir trabajo… Bueno, sí sabía. Estaba segura de que iba a conseguir algo porque tengo que comer, pero no sabía en dónde”, le dije, a lo que me respondió: “Eso se llama fe ciega”. Sonreí y metí la cabeza en mi café, porque en ese momento yo no sabía si se trataba de fe ciega, pero sí sabía que aunque nada me saliera bien en Los Ángeles, el haberlo entrevistado a él era mi recompensa por haber cruzado el charco.

Me preguntó si tenía un papel donde él pudiera apuntar su información “por cualquier cosa que necesites… ¿tienes familia aquí?”. Mientras el entregaba mi libreta, le expliqué que vivía con mis primos. Apuntó un correo electrónico y un número de teléfono. Le di las gracias. Nos tomamos una foto. Me dio la mano, y regresé al Honda.

Al correo escribí una vez, cuando sentí la necesidad de disculparme cuando otro medio agarró citas de mi entrevista y las tergiversó. Al número no me atrevo a llamar porque pueden pasar una de tres cosas: que nadie responda, que alguien responda y no tengan idea quién soy, o que me respondan y me cambie la vida… y yo no sé si estoy lista para eso.

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