Cuando se casan dos seres humanos que se aman, hacen lo que se llaman los votos, que son una especie de compromiso, de reconocimiento de las responsabilidades que se adquieren en la salud, en la enfermedad, en la pobreza, en la prosperidad… y en otras circunstancias.
Yo los he hecho un par de veces, pero no hice los tradicionales. Los escribí yo y juré muchas cosas con el corazón, la mayoría de las cuales las volví a jurar recientemente y en privado con mi esposo, por eso de recordarlas y de reasegurarnos que no se nos quedaba ni uno.
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Juntos hemos pasado el amor en la tranquilidad económica y en la pelambrera, amor en la salud y en el dolor de piedra, en las bien buenas y en las bien malas. Pero en estos días se me ocurrió que debimos habernos jurado amarnos en tiempos de dieta. Me explico.
Nos ha dado, a la vez, con llevar una vida lo más saludable posible. Al menos intentarlo. No sé si es la conciencia de que tenemos un hijo y tenemos una responsabilidad que trasciende cualquier cosa o si nos entró el midlife crisis a la vez, cosa que sería rara y biológicamente ilógica dado que soy una baby killer cinco años mayor.
La cosa es que nos dio el follón a la vez, por primera en trece años.
Él empezó un poco antes la fiebre y yo sufría porque ya no tenía partner in crime ni para comer ni para drinks. Así que las cenas y las salidas duraban un pestañeo y yo siempre pedía después de él para asegurarme de que no era la nota discordante, conciencia que no siempre he tenido si venimos a ver. Soy una mujer bastante libre en mis gustos y en mis pedidos, y, si tengo ganas de un whiskey en las rocas y mi esposo quiere una Sprite, pues cool, aunque no falle que el mozo llegue a la mesa y me dé la Sprite a mí y el whiskey a él. No me intimidan los estereotipos, aunque sea martes.
Pero esos días, tratando de ser semisolidaria, pedía segunda. Se me hizo bien difícil. Así que tomé la decisión de unirme al enemigo pensando que hacía la gran cosa. Pues les cuento que ha sido el cuento de Juan Bobo. Esto de tratar de ser más saludable —que no necesariamente es estar a dieta— tiene el efecto inicial en una persona con más o menos malos hábitos de poner a uno de malhumor. Aunque no lo acepte. Algo he leído de que es una respuesta biológica, o química, o una reacción a la desintoxicación, una cosa de esas. La cosa es que de pronto el hombre de casa, caracterizado por su paz, pues tenía como unos anger issues hambrunos. Y llegué yo. Uno más uno es igual a dos “esmayaos”, cascarrabias, insomnes, aburridos, respondones.
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Tan de malhumor estaba el asunto que quedó prohibido ir al gimnasio juntos, no sea que me parezca que está corriendo muy rápido o muy virao. O a él le parezca que me debo inclinar un poco más para reforzar no sé qué. ¡Si yo lo que voy es a coger aire!
El fin de semana, en medio del malhumor, le pregunté a mi hermana qué podía tomar para no comerme un antojo que tenía y me dijo que me tomara unas PM. ¡Cosas de flaca! ¡Qué coraje!
El día antes, luego de una semana de mucha disciplina, había salido a cenar con mi marido y volví a pedir segunda. Solo que esta vez él me miró antes y me dijo: “No podemos tomar agua con limón, baby, basta”. Y yo: “Sííí. ¡Bastaaaaa!”. Primer momento de libertad emocional en toda una semana.
Supongo que la decisión de ponernos a hacer cosas saludables a la vez ha sido bien buena y asumo que en algún momento se notará a simple vista. Por el momento, el bienestar no lo voy a notar a menos que nos hagan análisis de laboratorio.
Yo espero que esto pase pronto. “Eso o nos comemos dos kan kan cada uno”, reconoció él hace unos días. Y qué bueno. Porque en mi cuarto parece que hay un letrero que dice: “Cuidado, hay perro”… “y perra”. Y no estoy pa dietas dobles.