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Columna de Julio Rivera Saniel: Por Dios, ¡qué paguen!

El secretario de Hacienda ha vuelto a soltar una bomba. Primero provocó la rabia de los dueños de negocios morosos que retuvieron por meses o años dinero que no les correspondía por concepto de cobro del IVU. Eso, en cualquier liga, es un robo. Sus negocios fueron intervenidos y hasta embargados por una deuda colectiva que alcanzaba $38 millones de dólares.

Y ahora ha tocado el turno de las iglesias. O algunas de ellas. Las reacciones con las que me he topado han sido múltiples. Desde la más abierta bienvenida a la fiscalización hasta el levantamiento de la antorcha de la persecución. Para algunos sectores, el anuncio de Hacienda no es otra cosa que una abierta y clara represalia. Fiscalizar a las iglesias de la misma manera que se hace con los ciudadanos o con el sector comercial es, argumentan, un castigo por haberse opuesto a la imposición federal del matrimonio gay en Puerto Rico, la protección laboral contra discrimen por orientación sexual, el uso medicinal de la marihuana o el intento por sustituir la cárcel por desvíos o multas en el caso de la posesión de media onza de marihuana. Aseguran, además, que plantear que algunas iglesias son lobos vestidos de corderos y que algunas esconden “negocios familiares” es recurrir a una generalización dañina y equivocada.

Esas teorías conspiratorias no hacen otra cosa sino añadir peros a la adecuada fiscalización de aquellos que, simple y llanamente, no hacen las cosas “como Dios manda”.

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Si el plan de Hacienda es implementado tal y como se anticipó, no debe provocar temores. Cuando menos no a quienes no se escudan en Dios para vivir como un dios. ¿Qué tiene de espiritual, por ejemplo, utilizar una tarjeta de crédito sacada bajo la cuenta de un templo para pagar un festín en un restaurante en medio de un viaje a Europa? ¿Cuál es el fin evangelizador de, por ejemplo, el pago de un Mercedes Benz para el pastor, cura, ministro, rabino, imán o ministro del monstruo del espagueti volador sin que Hacienda sepa de ello?

Para los creyentes honestos, la medida —si es implementada como se anticipa— debería ser recibida con apertura. De esa que solo garantiza la certeza de las cosas bien hechas, de la total y absoluta honestidad. Si alguien tiembla con la mera mención de una fiscalización con bases justas, como esa a la que se somete el resto de los contribuyentes, entonces ello plantea dudas. No teme quien no tiene nada que ocultar.

Todas estas medidas de fiscalización han levantado ronchas. Tal vez porque para muchos se trata de medidas tardías movidas por el desespero de un erario agonizante. Pero para otros no son más que la respuesta —tardía, sí— a los reclamos repetidos durante años por un amplio sector de la ciudadanía. Particularmente, los integrantes de la muy atribulada clase media. Ese sector que lucha por sobrevivir con la carga de sostener desde la minoría las necesidades de casi 4 millones de almas. Las generalizaciones nunca son buenas. Claro que no lo son. Pero tampoco las santificaciones colectivas. Amén si su iglesia juega limpio. ¡Bien hecho! Pero si es de las que no, por Dios, ¡que pague!
 

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