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"Me escondo porque me quieren matar": por qué regresar a Nicaragua a cubrir las protestas en contra de Daniel Ortega es como viajar al pasado

El periodista de BBC Mundo, Arturo Wallace, regresó hace poco a su país, Nicaragua, para reportar sobre la crisis que desde hace más de tres meses afecta al mayor de los países centroamericanos. Aquí comparte algunas reflexiones personales sobre ese viaje.

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Luego de más de tres meses de protestas antigubernamentales, Nicaragua no ha dejado de contar muertos: al menos 317 confirmados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 448 según las últimas estimaciones de organismos locales.

Y denuncias como las de un joven con el que me tuve que encontrar a escondidas durante un reciente viaje a Managua, hacen temer que el descenso a los infiernos del que hasta hace poco presumía de ser el país más seguro de Centroamérica -que es mi propio país- está lejos de haber terminado.

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"Me escondo porque me quieren matar. Nos están buscando casa por casa", me dijo en esa oportunidad uno de los muchachos que hace poco protestaban en contra del presidente Daniel Ortega en Monimbó, 28 kilómetros al sur de la capital nicaragüense.

"Muchos han sido torturados, asesinados, desaparecidos. Hay cuerpos que no han sido encontrados", aseguró, remitiéndome de inmediato a uno de los capítulos más oscuros de la historia reciente de Nicaragua.

Entre los nicaragüenses la sensación de estar viendo la historia repetirse no es nueva, y a mí me ha estado persiguiendo por un buen rato: desde poco después del regreso de Ortega al poder, hace ya más de 11 años.

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Pero desde que estalló la crisis actual, a mediados de abril, esa sensación no ha hecho sino agudizarse.

Y es precisamente la historia la que obliga a aceptar que lo que me dijo ese joven es perfectamente posible: eso que él denuncia hoy, ya pasó antes.

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Papeles invertidos

Hace 40 años, sin embargo, el ahora presidente Ortega figuraba en la lista de los torturados, por haberse atrevido a alzarse en contra de Anastasio Somoza, el último de la brutal dinastía familiar que gobernó a Nicaragua por más de 40 años.

Y la gran y dolorosa paradoja es que el viejo comandante sandinista, que regresó al poder en 2007, ahora está siendo acusado de haberse convertido en una copia del dictador contra el que una vez luchó, ese que su Frente Sandinista de Liberación Nacional derrocó en julio de 1979.

La acusación no la hacen sólo los que protestan contra el mandatario en las calles: de torturas, detenciones arbitrarias, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales también hablan los reportes de numerosos organismos defensores de derechos humanos.

Ortega y sus simpatizantes lo niegan: desde el inicio de las protestas el presidente nicaragüense ha acusado a sus opositores de mentir y de ser los responsables de una violencia que, según las denuncias gubernamentales, también incluye torturas y asesinatos.

Y en otro guiño al pasado afirman que todo -incluyendo el miedo evidente de ese muchacho que sólo se atrevió a hablar conmigo bajo condición de anonimato, y las acusaciones en contra del gobierno hechas por numerosos organismos de derechos humanos- no es sino parte de una conspiración financiada por Washington.

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Hay que gente que quiero que está convencida de esto.

Lo que ha visto y vivido la mayoría, sin embargo, desmiente tajantemente las versiones oficiales.

Y la abrumadora evidencia ya ha hecho que buena parte de la izquierda europea y latinoamericana, así como numerosos antiguos compañeros de Ortega en el FSLN y muchos de los que lo apoyaron durante la década de 1980, se hayan distanciado claramente del mandatario.

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De hecho, si las consignas y canciones de la revolución sandinista -con las que yo crecí- están sonando de nuevo y cada vez con más fuerza , ya no es tanto a favor, sino en contra del viejo revolucionario.

Los discursos oficiales y las portadas de los periódicos de oposición también parecen calcados de aquellos de finales de la década de 1970.

Y, tal vez sin saberlo, muchos fotógrafos también han estado reproduciendo muchas de las imágenes icónicas de aquellos años.

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Las diferencias

Cuatro décadas después, sin embargo, en las fotos tomadas detrás de las barricadas de Monimbó no se ve a guerrilleros empuñando armas de guerra, sino a jóvenes armados con poco más que lanza morteros artesanales, palos y piedras.

Y cuando visité ese emblemático barrio indígena de Masaya después de la "operación limpieza" recientemente ordenada por el gobierno de Ortega -tal vez sin recordar la operación del mismo nombre ordenada por Somoza hacía cuatro décadas- lo que encontré por sus calles no fueron guardias nacionales, sino civiles enmascarados armados, que se desplazan en relucientes camionetas 4×4 bajo la mirada complaciente de la policía comandada por Ortega.

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En escenas que se repitieron en varias partes del país, los encapuchados aseguraban haber llegado para restablecer la paz y la tranquilidad. Y en Monimbó ciertamente pude ver a algunos pobladores celebrando el retiro de las barricadas.

La mayoría, sin embargo, mantuvo una prudente distancia. Y fueron varios los que se acercaron para denunciar que los encapuchados -posteriormente descritos por el presidente Ortega como "policías voluntarios"- estaban "cazando" a los muchachos de las barricadas.

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Esa persecución, y los vínculos con la policía, fueron confirmados luego cuando el jefe de la policía local se encargó personalmente de liberar a más de 100 capturados.

Pero lo que más preocupa es lo que no se ve: los reportes de nuevas capturas, muchas al amparo de la noche; y sobre todo los rumores según los cuales varios de los jóvenes que huyeron de Monimbó fueron abatidos a balazos en las laderas de una laguna cercana y sus cadáveres incinerados para no dejar rastro.

Miedo y rabia

Se trata de acusaciones difíciles de creer, y de comprobar, pero mientras estuve en Nicaragua el gobierno negó repetidamente la autorización para que la misión de seguimiento y monitoreo que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos instaló en el país (MESENI) pudiera hacerse presente en la zona.

Y el solo hecho de que este tipo de imputaciones -al igual que las denuncias de actos de brutalidad en contra de simpatizantes sandinistas, hechas por el propio presidente Ortega- ya no sorprendan, ni sean algo que se pueda descartar con facilidad, dice mucho del clima de miedo y sospecha que se vive en Nicaragua.

Por lo pronto, de la impunidad con la que siente que pueden actuar los encapuchados yo tuve constancia directa cuando uno de ellos realizó un disparo de advertencia por encima del auto en el que viajaba el equipo de la BBC, cuando bajamos la velocidad para contemplar a los que durante un tiempo resguardaron los portones de la principal universidad pública de Managua.

Pocos días después, a pocas cuadras de ahí, una joven médico brasileña moriría en circunstancias todavía no completamente esclarecidas, abatida por varios disparos.

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Ese episodio trágico puede ayudar a entender porque las calles de la ciudad en la que crecí -cuyas noches recuerdo llenas de música y vida- se mantienen virtualmente desiertas por las noches, dominadas por el miedo.

Y ese miedo -que junto a la rabia parece ser el sentimiento dominante en el país- lo sienten tanto quienes apoyan a Ortega, los que quieren que se vaya y -si es que todavía existen- los neutrales.

Algunos de los primeros sinceramente temen por su seguridad, aunque a la mayoría de simpatizantes del gobierno parece sobre todo asustarlos la posibilidad de perder lo que sienten les ha dado la revolución y el gobierno, no sólo en el plano material, sino también identitario.

Los que siguen exigendo la salida de Ortega, por su parte, temen por su vida y su libertad; por las consecuencias de la represión desatada por unas autoridades que parecen dispuestas a hacer lo que sea con tal de mantenerse en el cargo.

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Y yo temo porque la forma en la que se está repitiendo la historia de mi país no augura nada bueno. Al menos no en el corto plazo. Aunque estoy consciente de que también es en nuestra propia historia donde los nicaragüenses podemos encontrar esperanza.


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