Desnudas de la cintura para abajo, una decena de mujeres camina por el corredor de paredes blancas y luz de tubos fluorescentes. Se cubren con faldas improvisadas, sábanas blancas atadas con un nudo a la cadera, hasta que llegan a la "sala de relajación", un cuarto sin ventanas de sofás mullidos y una TV prendida pero muda.
Allí esperan, algunas con ojos cerrados, otras pasando las páginas de unas revistas del corazón ajadas de tanto uso, las más con la mirada clavada en la pantalla silenciosa.
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Esperan su turno para abortar.
En Hope Medical, una pequeña clínica en la ciudad de Shreveport, en el sur de Estados Unidos, el ajetreo no cesa en una tarde de martes. El sonido grave y penetrante de la bomba de succión que se usa para extraer el feto del útero llena el corredor a intervalos regulares.
Ésta es una de las tres clínicas de abortos que quedan abiertas en el estado de Luisiana y casi no tiene turnos disponibles. Hoy hay 30 pacientes programadas y sólo una no se presenta.
"¿Te parece que estamos a tope? Espera a ver el sábado", dice Kathaleen Pittman, la administradora de este centro que se dedica mayormente a abortos quirúrgicos en el primer trimestre del embarazo.
"Se me hace difícil conciliar el sueño por la noche y los ’antis’ creen que es porque tengo la conciencia sucia. Claro que no, es porque me preocupa cómo vamos a cuidar de las pacientes del modo que ellas necesitan con todas estas nuevas regulaciones que nos quieren imponer", apunta Pittman.
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Suena tan frontal e impetuosa como uno presupondría de una mujer que lleva 35 años en el negocio del aborto. Está enojada, también.
Pittman es una de 16 hijos de unos padres muy católicos y la decisión de trabajar en una clínica de abortos presupuso una buena dosis de rebeldía. Comenzó como consejera en Hope a comienzos de los años 80, cuando la batalla por los derechos reproductivos no era lo que hoy.
"Siempre hubo trabajo, pero no así… Yo empecé porque pensé que podía hacer mi aporte trabajando con mujeres en crisis", dice esta sureña, 60 años y 1,80 de altura, ojos verdes muy abiertos.
Por entonces había 11 clínicas en Luisiana. Pero el número cayó estrepitosamente durante la última década, no sólo aquí sino en todo Estados Unidos, tanto, que hoy hay siete estados con un único proveedor de abortos legales.
"La clínica que estaba más cerca de nosotros cerró en 2017, así que ahora quedamos sólo tres para atender a 10.000 mujeres (al año)", dice.
Así, Hope ha visto crecer sin pausa la demanda, junto con su radio de influencia: reciben mujeres de las zonas rurales del norte del estado, pero también de los vecinos Texas, Arkansas y Misisipi.
"El año pasado de repente nos vimos con una lista de espera de tres semanas", señala Pittman. "Eso es grave, una demora puede significar que una chica con un embarazo avanzado quede fuera del límite de semanas en que podemos legalmente practicarle un aborto".
Muchos argumentan que el cierre de las clínicas se debe en parte a que el negocio se ha vuelto menos rentable, con el número anual de abortos en su punto histórico más bajo.
Pero otros señalan que las regulaciones cada vez más estrictas se han vuelto una sentencia de muerte para muchos proveedores pequeños.
De los 52 estados, Luisiana es el que ha visto el mayor número de propuestas para restringir el aborto durante el año legislativo 2016. Y ahora, hace apenas semanas, el Senado estatal lo prohibió después de 15 semanas de gestación, lo que representa la segunda ley más estricta del país, detrás de la de Iowa.
Las nuevas normas se han convertido en una presión extra para los médicos. En 2017, el primer año de Donald Trump en la Casa Blanca, se aprobaron 63 restricciones en 19 estados. Y 29 distritos –incluido Luisiana- son considerados "hostiles" con el derecho al aborto, según el grupo de investigación en temas de salud reproductiva del Instituto Guttmacher.
También a nivel federal el debate agita las aguas. Con el respaldo que le dieron las urnas en 2016, el presidente Trump ha cumplido con algunas promesas de campaña, como la nominación de un juez "provida" para la Corte Suprema y el recorte de fondos federales para organizaciones que asesoran sobre aborto en el ámbito internacional.
Los activistas provida también se han vuelto más elocuentes y, de acuerdo a la Federación Nacional del Aborto (NAF, en inglés), se registra una "escalada en el discurso de odio".
"Déjame decirte, las cosas no se están poniendo más fáciles", resopla Pittman, mientras se pone un delantal blanco para echar una mano en el laboratorio cuando la clínica alcance su hora de ebullición.
Lucy
Lucy hizo tres horas de ruta para llegar a Shreveport desde su pueblo, que prefiere no nombrar. Se tomó el día libre en la tienda donde trabaja como cajera y le pidió a una amiga "que es como una hermana" que le diera el aventón.
Con 21 años y sus padres que viven lejos, está sola con un embarazo de ocho semanas y una niña de 10 meses.
"Bradley, es una bebé feliz. Cumple un año en octubre, imagínate si puedo tener otro apenas unos meses después", dice. Agita la cabeza con vigor, sus mejillas regordetas se sacuden junto con el pelo que lleva atado en un rodete tirante.
"Es el mismo padre de mi hija y realmente no se hace cargo, así que no esperaría que se ocupe de un segundo".
A él ni siquiera le ha contado que está embarazada.
"No lo pensé dos veces, fue instantáneo, ’ok, tengo que abortar’", dice.
"¿Y si me arrepiento? No creo que me arrepienta. Ya tengo un hijo. Uno y listo, chica".
Lucy está lista para la sesión de terapia, que es obligatoria por ley. Una conversación confidencial en la que deberá estampar siete firmas en un formulario de consentimiento con 23 puntos.
"Estoy obligada a ir punto por punto, perdona si suena repetitivo", le dice Delia, la consejera de turno, que le recita una lista -ensayada, evidentemente mil veces repetida- con los riesgos que entraña un aborto quirúrgico.
"Infección, coágulos, hemorragias, perforación de la pared del útero", lee Delia, y la lista sigue.
Luego le explica el procedimiento, una intervención de unos diez minutos que se hace mediante una cánula a través del cérvix dilatado y una bomba de succión -"una suerte de aspiradora manual, 20 veces más poderosa que la de tu casa", compara Delia- que vaciará el útero.
Lucy la escucha sin un atisbo de duda en el rostro. Dice que necesita ayuda económica: su sueldo es de US$525, ni siquiera alcanza para cubrir la tarifa de US$550 que cobra la clínica para embarazos de hasta 11 semanas.
Luego me dirá que incluso si ganara un mejor salario optaría por interrumpir su embarazo.
"Para las mujeres afroestadounidenses como yo, la vida es doblemente difícil. Necesito volver a estudiar y con dos hijos ya me dirás tú cómo…".
Delia le ofrece un descuento con las donaciones privadas que recibe la clínica. No hay subsidios gubernamentales para costear un aborto y tampoco lo cubre la mayoría de los seguros de salud.
"Serían US$400", le dice la consejera. Puede agendarle una cita dentro de cinco días.
"El martes, mejor", asiente Lucy. "El miércoles es mi día libre y así puedo descansar después".
Una grieta de 45 años
El aborto es legal en Estados Unidos desde 1973, cuando la Corte Suprema dictó el histórico fallo conocido como Roe versus Wade.
Y desde entonces ha sido también un territorio de disputa. Una línea que divide a la sociedad estadounidense por ideologías, religiones y partidos.
Alrededor de 57% de los estadounidenses cree que el aborto debe ser legal. Pero del 40% que aboga por prohibirlo, una amplia mayoría se identifica con el partido Republicano.
Un estudio del Centro Pew de 2017 revela que "la división partidaria en torno al aborto está mucho más polarizada" que hace dos décadas.
Y la última contienda presidencial dio testimonio de esta grieta.
Mientras que la candidata demócrata, Hillary Clinton, se presentó como una defensora de larga data de los derechos reproductivos, Trump prometió que tomaría cartas para "defender los derechos de los niños sin nacer y los de sus madres".
La elección de su compañero de fórmula Mike Pence, uno de los más acérrimos opositores al aborto en la escena política estadounidense, fue un golpe de efecto a los ojos de los votantes más conservadores.
"Este gobierno va a trabajar con el Congreso para acabar con la financiación del aborto con dinero de los contribuyentes", declaró el vicepresidente poco después de asumir el cargo, en una "Marcha por la vida" en Washington.
Sin embargo, los primeros pasos en esa dirección fueron más bien traspiés.
Las propuestas para retirar el financiamiento público a Planned Parenthood, la red más grande de clínicas de salud reproductiva y mayor proveedor de abortos del país, no lograron el visto bueno del Congreso.
Aunque luego, en enero de este año, el gobierno dictó una normativa que facilita la exclusión de Planned Parenthood de programas de salud financiados con dinero público, y otra que permite que los médicos se rehúsen a practicar un aborto apelando a "objeciones morales o religiosas".
También hubo avances en el plano judicial, con la confirmación de Neil Gorsh, la opción provida nominada por Trump, para el sillón vacante en la Corte Suprema.
Ahora, la batalla está recalentándose: ante la inminencia de las elecciones de medio término, en noviembre, se han presentado nuevos borradores de leyes restrictivas.
Una jugada preventiva ante la posibilidad de que los comicios alteren el balance de fuerzas en el Congreso y muchos Demócratas -que en su mayoría defienden el derecho al aborto- consigan un mayor número de escaños.
15 cámaras de seguridad
En la mesa de entradas de Hope, una recepcionista habilita el ingreso a la clínica por una puerta blindada, después de estudiar una pantalla con imágenes de las 15 cámaras de seguridad que cubren el perímetro del edificio.
Las clínicas de abortos en Estados Unidos han sido blanco de activistas violentos por décadas.
Por eso ésta -que sufrió tres ataques menores en el pasado- tiene todas las ventanas tapiadas y prohíbe el ingreso de bolsos donde podría venir un arma camuflada.
Otros centros lo han pasado peor. 11 asesinatos (y 26 intentos) registrados entre 1990 y 2015 se adjudican directamente a la llamada "violencia antiaborto", según la NAF, una asociación de médicos que compila estadísticas desde 1977.
En los últimos años, los episodios de violencia extrema han mermado, pero desde la última campaña electoral de 2016 se han intensificado las tácticas de intimidación.
Hubo un aumento de robos y vandalismo, señala la NAF, y los piquetes a las puertas de las clínicas registraron una frecuencia inédita, más de 78.000 en 2017, el índice más alto desde que se comenzaron los registros.
También la Encuesta Nacional de Violencia Clínica confirma esta escalada: casi la mitad de los proveedores a nivel nacional reportaron que habían sido víctimas de violencia de algún tipo durante 2016, un aumento de 6,2% respecto de 2014.
No sorprende entonces que los dos médicos de Hope me pidan que resguarde su anonimato.
"Los ’antis’ socavan tu reputación y tu medio de subsistencia", dice uno de ellos, un ginecólogo que lleva 36 años en la clínica.
Hace abortos quirúrgicos aquí dos veces por semana y el resto de los días atiende pacientes particulares. Un grupo de activistas repartió volantes en el barrio de su consultorio, acusándolo de "matar niños" y amenazando con "llevarlo con Jesús". Tuvo que pedir la intervención de la policía, que le asignó una custodia 24 horas.
"La presión es tanta que otros médicos han decidido dejar de hacer abortos", señala.
Él no piensa renunciar. Considera que la interrupción del embarazo es "una de las opciones reproductivas que toda mujer debe tener".
"Especialmente en un estado tan pobre como el nuestro", apunta.
El séptimo más pobre de Estados Unidos continental: así de pobre es Luisiana. Y, si se toman como referencia las estadísticas de salud, un estado con una crisis profunda de educación sexual.
Su población tiene el mayor índice de sífilis del país -el doble de la media nacional- y es el segundo estado con más casos de clamidia y gonorrea.
Los Guerreros Orantes
"El debate sobre el aborto se ha vuelto un tema urgente porque no hay nada más urgente en la vida que defender la vida misma", dice Chris Davis, apenas cumplimos con las presentaciones de rigor.
Davis es vocero de las asociaciones provida de Shreveport y me cita a las puertas de la última clínica de abortos en cerrar sus puertas, unos 10 kilómetros al noreste de Hope.
Es un edificio de una planta en ladrillos terracota, en medio de un centro comercial a cielo abierto y rodeado de un estacionamiento vacío.
"Antes aquí había a diario unos 30 carros", señala el activista.
En el frente, un cartel de hierro con la inscripción "Bossier Medical Suite" está ahora cubierto por una capa de pintura negra y grumosa. El centro médico dejó de atender en abril de 2017 y su dueño se mudó a otro estado.
"Rezamos fuera de esta clínica todos los días y sentimos que Dios respondió a esos rezos a lo grande".
Davis -padre de tres hijos y un "cristiano fuerte", según se define- es uno de los voluntarios del capítulo local de "40 días por la vida", una serie de vigilias de oración a las puertas de las clínicas de todo el país.
Se llaman a sí mismos Los Guerreros Orantes.
Acampan en las aceras y tratan de captar la atención de las pacientes que ingresan: las normas municipales les impiden poner un pie en terreno de las clínicas, a riesgo de que los detengan por intrusión en propiedad privada.
Al grito de "hey", "dear", "you, lady!", esperan que las mujeres se acerquen a conversar. La mayoría no lo hace.
"Las que aceptan son por lo general las que están deseando en su corazón no tener que pasar por esto", opina Carol Harris, jubilada y texana, que dos veces a la semana hace campaña en Shreveport.
Me muestra los folletos que lleva en su bolso, "Esta no es tu única opción" lleva uno por título. Incluye fotos de un feto en distintas instancias de desarrollo, el testimonio de una madre arrepentida y datos prácticos sobre los dos centros de la ciudad que ofrecen apoyo a embarazadas.
"Les decimos que pueden darlo en adopción o que si el problema es el dinero nosotros podemos proveerles pañales, fórmula, cuna, comida, terapia… cualquier cosa, lo que sea", se entusiasma Harris.
"Es eso o asesinar a un inocente y tener que vivir con ello".
Tanto ella como Davis ven a Donald Trump como "un aliado de la causa": guardan esperanzas de que Roe v. Wade sea derogado "en los próximos siete años", vaticinan, y como consecuencia, el aborto pase a ser ilegal.
"No vamos a lograrlo de la noche a la mañana", explica Davis, quien considera que los 60 millones de abortos registrados desde aquel dictamen de 1973 constituyen "una tremenda pérdida para Estados Unidos".
"Con cada mujer que cambia de opinión después de vernos rezar, estamos minando Roe v. Wade desde las bases. Una mujer, un bebé por vez".
Catalya
Catalya va con paso apurado y la cabeza gacha para eludir a los manifestantes provida apostados a las puertas de Hope.
Lleva un pantalón de lona, sandalias de plástico y una camiseta roja gastada. Tiene 22 años, un test de embarazo que dio positivo guardado en el bolso y el cansancio de tres horas de ruta desde Texas, donde vive.
Viene por un aborto. El segundo.
"Con mi novio ya habíamos acordado que no podíamos permitirnos otro hijo ahora", dice.
Ya tienen uno, André, un año. Catalya quedó embarazada cuatro meses después de darlo a luz, tuvo complicaciones y le practicaron un aborto por recomendación médica.
Esta vez es diferente.
"Yo trabajo en turno noche y mi novio, de mañana. Pero hay poco trabajo y la cosa va mal, no podemos llegar a final de mes", me dice.
Ganan entre ambos unos US$800 mensuales, haciendo turnos de diez horas en una planta de procesamiento de pollos.
"Y luego está el tema de que nunca estamos los tres juntos con André. Eso es malísimo para el niño, ¿cómo vamos a someter a otro a lo mismo?", cuestiona.
"Si ganáramos más, definitivamente lo tendría. Seguro que sí".
La suya suena a historia repetida para los empleados de Hope. Las dificultades económicas son la razón más común que dan las mujeres que llegan aquí -negras por amplia mayoría, de bajo nivel educativo y con acceso limitado a métodos anticonceptivos- para interrumpir el embarazo.
"Tengo dudas…", confiesa Catalya, en un susurro para no perturbar el silencio de la sala de espera.
No se lo dice a la consejera: cree que es un asunto privado que tendrá que resolver en casa. "Tengo que convencer a mi novio, él está menos convencido que yo…"
Le llega el turno de la ecografía, que confirma que lleva cinco semanas de gestación. Ella prefiere no mirar la pantalla.
"No se siente el latido porque estoy de muy poquito. Pero el hecho de que haya un bebé aquí -dice y se mira el vientre- me perturba".
Estalla en llanto apenas sale del consultorio.
"No es culpa del bebé… no es culpa de nadie…".
Hace una pausa, respira hondo y se barre las lágrimas de las mejillas huesudas. Levanta la vista, recompuesta, apenas unos segundos después. "Simplemente no lo podríamos sostener. Lo siento".
Una batalla estado a estado
Revocar la legalidad del aborto en Estados Unidos no es asunto sencillo: sólo la Corte Suprema o una enmienda constitucional podrían dejar sin efecto a Roe v. Wade.
Por eso, en los últimos años los conservadores han intentado cambiar las reglas a nivel estatal, más que buscar una prohibición general.
En los primeros seis meses de Trump en la Casa Blanca, 431 proyectos de ley con restricciones de distinto tipo fueron presentados en los Congresos de la mayoría de los estados del país, según el conteo del Instituto Guttmacher.
Y otros 308 se sumaron en el primer trimestre de 2018.
Luisiana tuvo una de las normas más controvertidas de ese montón: la prohibición del aborto después de 15 semanas de gestación, en lugar del actual límite de 20, que fue aprobada en el Senado en abril.
Aún espera la firma del gobernador pero, de entrar en vigor, se convertiría en el segundo límite más estricto del país, a la par de Misisipi y sólo detrás de Iowa (donde está limitado a la semana seis).
Los críticos consideran que estas leyes son anticonstitucionales.
"Roe v. Wade se centra en el concepto de viabilidad, establece que el aborto es legal hasta el momento en que el feto sea viable, es decir que pueda vivir fuera del útero", dice a la BBC Julia Schechter, vocera del Centro para los Derechos Reproductivos.
"Está claro que un feto no es viable a la semana seis o incluso la 15, por lo que estas leyes son incompatibles con ese fallo de la Corte", reclama.
"Restricciones, restricciones… cada año es peor", resopla Kathaleen Pittman, mientras revisa documentos en su oficina en Hope. "Probablemente la primera que nos afectó dramáticamente fue la espera obligatoria de 24 horas".
Se refiere a una ley que estableció, en 1995, que toda mujer que quiera abortar debe asistir a dos citas médicas separadas, la primera al menos 24 horas antes del procedimiento – un plazo estipulado para que la paciente pueda reflexionar sobre la decisión.
Ahora, Luisiana ha extendido esa espera a 72 horas, mediante una ley ya aprobada pero bloqueada al momento por una apelación judicial presentada por organizaciones defensoras de las mujeres.
Sólo cinco estados en el país imponen una espera obligada de tres días.
"Este sistema de doble visita ya es de por sí complicado", señala Stephannie Chaffee, que lleva diez años con Pittman y es su mano derecha en la clínica.
"Estas mujeres tienen que pedirse el día y pierden su paga, muchas tienen que buscar quién les cuide a los niños. Y tienen que hacerlo no una vez, sino dos".
Una vasta mayoría de las pacientes de Hope son veinteañeras y tiene al menos un hijo. Un dato pone el problema en perspectiva: 80% de ellas vive por debajo de la línea de pobreza.
"Viajan mucho para llegar, tienen que pagar un cuarto de hotel para quedarse una noche para cumplir con las 24 horas de espera. Si en vez de 24 son 72, se vuelve mucho más costoso", insiste Chaffee.
Un sábado
Una tormenta tropical hace retumbar el cielo de Shreveport. Las palmeras vetustas de las calles se doblan con el viento, las alcantarillas no alcanzan a tragar el agua que sale a borbollones.
Es sábado, el día de mayor actividad en la clínica Hope.
Hay 50 abortos programados, el doble que en un día de semana, y todas las pacientes llegan a su hora sin que la tormenta se les interponga.
En el salón del fondo los preparativos avanzan sin pausa: una enfermera desdobla sábanas sobre las camillas de cuero donde, con las piernas elevadas, las mujeres descansan unas horas después del procedimiento.
Fuera también hay ajetreo. Un grupo de manifestantes provida se ha reunido en la acera y hace frente a la lluvia con paraguas extralarge.
"No hemos visto tantos [activistas] en mucho tiempo", dice Pittman, que parece ofuscada pero no sorprendida.
Son 32, de todas las edades, en un peregrinaje a paso lento por el frente de la clínica. Caminan en hilera, murmuran plegarias, desgranan sus rosarios, leen de biblias y estampas.
Uno de ellos maneja un camión con acoplado que da vuelta a la manzana, sin prisa y sin pausa, con la foto gigante de un feto y la leyenda "¿Vas a protegerme?".
"No estamos aquí para atacar a los doctores, venimos a rezar", dice Richard Sonnier, un hombre de tez morena y barba entrecana, que se arrodilla sobre el asfalto y eleva la vista al cielo.
Dice que hace más de 40 años le pagó el aborto a su novia y desde entonces ha vivido arrepentido.
"Estamos promoviendo la vida en el sitio mismo donde la vida está siendo destruida", agrega.
"El aborto es un negocio, uno que deja mucho dinero", opina Charles, que se protege la cabeza con un gorro de campamento y el pecho con un crucifijo de madera con un Cristo sangrante. Parece más enojado y belicoso que la mayoría de sus compañeros.
"Este es nuestro tiempo", dice, mirada desafiante, puño cerrado. "Los cambios en las leyes que estamos viendo van a hacer que las clínicas de abortos tengan que cerrar. Ya es hora que eso pase".
"Esto es una guerra cultural", me había dicho unos días antes el portavoz provida Chris Davis.
Si tal guerra existe, en esta esquina de Shreveport se libra una batalla clave, los dos bandos a la vista.
Manifestantes versus chaperones.
Por cada activista antiaborto, hay un voluntario de la clínica.
Ante el número inusitado de manifestantes, las trabajadoras de Hope hicieron un llamado vía Facebook y decenas de vecinos se acercaron a colaborar.
Es una dinámica se repite en todo el país: así como la retórica antiaborto de los republicanos ha envalentonado a los grupos provida, también ha hecho que muchos defensores de los derechos de la mujer tomasen un rol más activo frente a lo que perciben como una avanzada del conservadurismo.
Vestidos con chalecos fluorescentes, los voluntarios escoltan a las pacientes y ordenan el movimiento de los vehículos en el estacionamiento.
"Estas mujeres ya tienen demasiado sobre los hombros, llegar y ver una cara amigable tal vez las ayude", dice Ron Thurston, de 69 años, que colabora con Hope regularmente.
"Están protestando en el lugar equivocado", se queja Christian, de 23, que vive en el barrio y vino hoy por primera vez.
"Esta batalla es sobre legislación, no entiendo cómo creen que van a salirse con la suya simplemente gritándole a estas mujeres en medio de su mal trago".
Puertas adentro de la clínica, las miradas no se despegan de las cámaras de seguridad.
"¿Si nos sentimos intimidados? ¡Dios, no!", frunce el ceño Pittman.
Dice que está demasiado ocupada para enojarse. Hay una sala de espera llena y 50 abortos por practicar.
"Si me hubieras dicho en los años 80 que hoy estaría sentada aquí, amenazada por todas estas regulaciones y estos ’antis’ envalentonados, hubiera dicho que estabas loca… Pero así estamos".
Después
Cuando una semana más tarde llamo por teléfono a Lucy, la encuentro de regreso en su trabajo de cajera. La recuperación le tomó dos días y siente que "pasó hace un siglo".
Pero las cosas no salieron exactamente como estaban planeadas.
"Fue horrible, horrible… Súper doloroso, pese a que me habían dicho que no iba a doler".
No volvería a hacerlo, me dice, y no sólo por el sufrimiento físico.
"Siento… bueno, supongo que es arrepentimiento. Hablé con el padre después y, en retrospectiva, creo que lo hubiera tenido… No sé, es difícil porque nunca pensé que podía arrepentirme".
Catalya también volvió a Hope para su segunda consulta, en la que le practicaron un aborto.
Su novio la llevó en el carro y la esperó fuera las cuatro horas que duró la visita.
De camino a casa, pararon a tomar un helado, el dulce favorito de ella.
"Es duro, no es una decisión que nadie tome fácilmente", dice.
"Claro que te lo piensas. No entiendo qué cree la gente de las mujeres que decidimos abortar, ¿que venir a una clínica es como ir a dar una vuelta al parque?", se enoja Catalya.
"Pero era lo mejor para nuestra familia. Y me da mucho alivio haber tenido la oportunidad, tener este derecho como mujer de venir y pedir un aborto".
Algunos nombres y detalles personales han sido cambiados a pedido de los entrevistados, con el fin de resguardar su privacidad.