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Cómo me salve a mí misma y a más de 400 mujeres del corredor de la muerte

Cuando Susan Kigula fue declarada culpable de asesinar a su pareja y condenada a muerte, nadie imaginó que estudiaría derecho y lograría no solo reducir su condena, sino también la de otros condenados a muerte.

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Cuando una joven en Uganda acusada de matar a su marido fue sentenciada a muerte, nadie podía imaginar que eso la impulsaría a estudiar derecho para obtener su libertad y la de cientos de otras mujeres en el corredor de la muerte.

Susan Kigula hoy está libre, y se ha propuesto fundar el primer estudio de abogacía integrado por abogados tras las rejas.

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Parada en el banquillo de los acusados una tarde de noviembre de 2011, Susan Kigula descargó el peso de 11 años en el corredor de la muerte cuando se dirigió a su hijastro.

"No sabes cuánto te amo", le dijo llorando al adolescente de 14 años que estaba sentado con la familia de la pareja fallecida de Kigula, a unos metros de distancia.

"¿Sabes que te amo?", repitió. "¡Yo soy tu madre!", gritó cayendo de rodillas, envuelta en lágrimas.

Se volvió luego hacia la familia de su compañero y dijo que lo sentía.

La prensa local en Uganda describió lo ocurrido como la "admisión de un crimen horrible".

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Pero ella asegura que no es a eso a lo que ella se refería.

"La prensa mintió", dice.

-¿No confesaste el asesinato de tu compañero, Constantine Sseremba?

-"No, querida". La voz de Kigula es tranquila, le han hecho esta pregunta demasiadas veces como para ofenderse.

"Te diré mi verdad".

Su historia

Kigula nació en Masaka, una ciudad ganadera de Uganda central, en el seno de una familia acomodada.

"Mi infancia feliz no me preparó para lo que vendría en la edad adulta", comenta.

Kigula había estado trabajando durante un par de años en una pequeña tienda de regalos en Kampala cuando conoció a Constantine Sseremba, quien, a los 28 años, era 10 mayor que ella.

Empezaron a vivir en pareja en un pequeño apartamento de solo dos habitaciones pero que Kigula consideró ideal para la familia, conformada por ellos dos y el hijo de Sseremba de una relación anterior. Pronto tuvieron su propia hija.

El 9 de julio del 2000 pudo haber sido un día común y corriente, dice Kigula.

Después de cenar, Kigula, Sseremba y sus hijos se fueron a dormir.

Dormían todos juntos en el único dormitorio. Su criada, Patience Nansamba, dormía en un colchón en la sala de al lado.

A eso de las 2:30 de la mañana, Kigula se despertó al sentir un golpe en la parte posterior de su cuello.

"Había sangre caliente saliendo de una herida allí. Las sábanas estaban empapadas de sangre. No era solo mía".

"Debido a que las luces principales estaban apagadas, no pude ver la escena de inmediato ni ver lo que nos estaba sucediendo. Me senté mareada sobre la cama, confundida".

Luego encendió una linterna. Los niños estaban bien.

"Constantine estaba en el suelo, gimiendo. Tenía el cuello cortado. Todo sucedía muy rápido".

Patience entró inmediatamente a la habitación. Dijo que había visto a dos personas salir corriendo del apartamento momentos antes.

"Tenía la vista nublada y me tambaleaba. Salí a llamar a los vecinos para que vinieran a ayudarnos. Vi un par de figuras huyendo, pero podría haber sido cualquiera cosa, no puedo asegurar que fueron mis atacantes".

Llegó hasta un restaurante donde le dieron una frazada, no se había dado cuenta de que había salido corriendo desnuda de la casa.

"Todavía estaba sangrando y luego mi visión comenzó a borrarse. Me desmayé"

Sorpresa

Kigula se despertó horas después en el hospital, con la herida en la parte posterior del cuello todavía sangrando.

Supo entonces que su pareja había muerto y que su funeral sería al día siguiente.

Le dijeron que su familia estaba cuidando a su hija y los parientes de Sseremba se habían llevado al niño.

"Mi mente era un torbellino. No podía entender lo que había sucedido o por qué".

No había un motivo obvio para el ataque. No se robaron nada.

Después del funeral de Sseremba, regresó al hospital y fue allí donde escuchó algo en la radio que la dejó sin palabras.

La noticia decía que Constantine Sseremba y su pareja de 21 años, Susan Kigula, habían sido asesinados en un intento de un robo.

"Pensé: ’Dios mío, la persona detrás de lo sucedido había pagado por un obituario suponiendo que ambos ya estaríamos muertos’".

Tres días después, Kigula recibió una visita de la policía.

Para su asombro, la acusaron de asesinato y la llevaron directamente a una prisión de máxima seguridad en las afueras de Kampala, para esperar el juicio.

La familia de Sseremba aseguró a la policía que su hijastro de tres años había visto a Kigula y a la sirvienta matar al padre.

"Fui ingenua en ese momento. Pensé que obviamente, todo era es un error, que el pobre muchacho solo estaba traumatizado y confundido y que la gente se daría cuenta de mi inocencia. No tenía idea de cómo funcionaba el sistema legal".

No contrató a un abogado. No podía pagar uno y, de todos modos, confiaba en su inocencia.

Pero dos años más tarde, Susan Kigula y Patience Nansamba fueron declaradas culpables del asesinato de Constantine Sseremba, en base al testimonio del niño de cinco años.

La condena por asesinato vino con una sentencia de muerte obligatoria: el método sería el ahorcamiento.

Cuando escuchó la sentencia, Kigula miró a su hija de tres años, sentada con sus padres, y rompió a llorar.

En prisión

Cinco años después de este episodio, Kigula seguía en prisión. Compartía una celda construida para una persona con otras tres mujeres. El inodoro era un balde.

"Todos los días me despertaba y pensaba: ’¿Hoy me colgarán?’", dice.

Un informe de 2011 realizado por Human Rights Watch en las cárceles de Uganda decía que los prisioneros a menudo dormían sobre un hombro, agrupados de forma tal que solo podían moverse si se movía la fila entera.

Kigula no quiere hablar de eso. Prefiere contar la historia de cómo obtuvo su libertad.

Durante las primeras semanas en prisión, Kigula, que entonces tenía 24 años, y las aproximadamente 50 mujeres de su sección, hablaban entre sí sobre su inminente muerte, sobre quién cuidaría de sus hijos afuera de la cárcel.

"A medida que conocía a las mujeres, comencé a enterarme de que muchas de ellas, como yo, habían sido acusados erróneamente de crímenes. Algunas eran culpables, pero ninguna de ellas merecía ser condenada a muerte porque los crímenes que habían cometido eran crímenes pasionales", recuerda.

"Algunos de los asesinatos fueron resultado de años de abuso sexual y físico por parte de sus parejas. Me convertí en una líder entre los presas. Pensé que teníamos que hacer algo, cambiar nuestra actitud".

Kigula creó un coro, escribió canciones, comenzó a practicar deporte y dirigió la compañía de danza de la prisión.

Se enteró de que los hombres del ala vecina tenían acceso a la educación, mientras que las mujeres no.

Preguntó entonces a la administración de la penitenciaria si un pequeño grupo de ellas podría tomar cursos de Historia, Economía, Divinidad y Gestión a nivel de escuela secundaria.

Las autoridades de la cárcel le preguntaron cómo planeaba operar una escuela sin maestros.

"Déjame intentar y ser la maestra ", respondió.

Usaron libros de texto donados por sus familias y los guardias la conectaron con la escuela de la prisión para hombres, que comenzó a enviar a las mujeres notas de estudio para ayudarlas.

Pero no terminó allí.

La universidad

Por mediación de Alexander McLean, un joven británico que creó un proyecto para recaudar fondos para las cárceles de Uganda, Kigula y otras mujeres se convirtieron en los primeros prisioneros ugandeses en tomar un curso por correspondencia en la Universidad de Londres.

Estudiaron derecho y, con el paso del tiempo, ganó tal reputación entre el personal de la prisión que muchos guardias acudían a ella en busca de asesoramiento legal.

Más tarde Kigula estableció una oficina legal en la prisión para ayudar a otros reclusos con solicitudes de libertad bajo fianza o redactando memorandos de apelación para ellos y enseñándoles cómo representarse en el tribunal, si no podían pagar un abogado.

Incluso antes de terminar su carrera, organizó una petición para impugnar la pena de muerte obligatoria de Uganda a la que sumaron 417 personas.

Tuvo tal repercusión que llegó incluso hasta el Tribunal Supremo, que finalmente emitió un fallo al respecto: no se aboliría la pena de muerte.

Sin embargo, dictaminó que la pena capital no debería ser obligatoria en casos de asesinato y que una persona condenada no debería permanecer en el corredor de la muerte indefinidamente.

De hecho, estableció que si un condenado no era ejecutado dentro de los tres primeros años, la condena pasaría automáticamente a cadena perpetua.

Y, a la luz de estos cambios, la Corte Suprema dictaminó que los condenados a muerte podrían apelar ante al Tribunal Superior su sentencia.

Kigula tendría, entonces, otro oportunidad en la corte.

La libertad

Fue esa vez, en noviembre de 2011, cuando lloró al ver a su hijastro después de tanto tiempo y dijo "lo siento".

Pero tras su llanto los jueces y los medios de comunicación no estaban convencidos de su sentencia.

La Corte Suprema redujo la sentencia de Kigula a 20 años, y con los cuatro que pasó en prisión preventiva fue liberada en 2016.

Cuando salió de la cárcel, se sentía en un mundo extraño y nuevo.

"¡Era como caminar en la Luna! No podía creer lo que me estaba pasando", recuerda.

Sus padres murieron mientras ella estaba en la cárcel y se dio cuenta que ya no conocía a nadie.

Ahora, su vida tiene nuevos objetivos: busca que las autoridades reduzcan la sentencia de otras decenas de mujeres condenadas a muerte que todavía están en prisión.

Para esto planea establecer la primera universidad y bufete de abogados del mundo en la que serían los mismos presos quienes representarían a sus compañeros en los tribunales.

"Las personas pueden ser encarceladas por ser homosexuales, hay mujeres que están en el corredor de la muerte por no poder atender a un niño enfermo en las zonas rurales. Por supuesto, hay personas culpables, pero creemos que todos merecen el debido proceso", dice.

Kigula ahora vive con su hermana y su hija de 19 años.

"Mi hija me llama su héroe. Eso era todo lo que necesitaba escuchar después de 16 años lejos de ella".

"La vida es buena otra vez", repite.


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