Usamos este título para presentar siete columnas de opinión informada publicadas desde marzo en este medio. Escritas desde el curso “Adolescencia” (EDUC 6076), impartido en el Departamento de Estudios Graduados de la Facultad de Educación de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras, invitaron a sus autoras y autores a redactar ensayos breves para la divulgación pública. En esta, la última de la serie, retomamos las ideas y planteamientos esbozados desde una óptima decolonial. No hay que imaginar lo que ya se vive en tiempo real: las adolescencias son sujetos de saber, acción y transformación. Sin embargo, es absolutamente necesario caminar por arenas movedizas y calcular riesgos. Sí, apalabrar nuestras encrucijadas con acento decolonial requiere que cuestionemos las narrativas dominantes, adultocéntricas y occidentalistas, basadas en el déficit que hemos sembrado y del que también somos prole.
La adolescencia como etapa de agencia cultural y epistémica (Zambrana, marzo 2025) implica que sus integrantes no solamente adaptan y modifican las estructuras adultas, sino que generan saberes propios y prácticas emergentes. No son meros receptores del sistema educativo o de las políticas públicas: pueden ser creadoras de cultura, intérpretes de su contexto social y actores de cambio. El desplazamiento se reorienta desde un enfoque de déficit que ve la adolescencia como “problema” hacia otro de potencia. Sin embargo, a este le advienen un millón de barreras económicas y sociales que destrozan núcleos familiares, escuelas y comunidades donde vive nuestra niñez. El tiempo corre rápido y esa niñez es adolescente en un abrir y cerrar de ojos.
Keila Monegro Huertas nos presentó el tema del bienestar y el cuidado en clave comunitaria (agosto, 2025), mientras que Ashley Landrau Santiago abordó la “quemazón” (mayo, 2025). Ambos muestran que los adolescentes enfrentan presiones estructurales que no caen, precisamente, en su radio de acción inmediata, pero sí los atraviesan. Desde lo decolonial, el bienestar adolescente debe entenderse no como un ideal universal estandarizado (por ejemplo, comer bien, dormir bien o hacer ejercicio), sino como aquel que se caracteriza por ser situado, comunitario, que reconoce la historia de colonización, la desigualdad, el racismo y la pobreza estructural. Esto es así, sobre todo, cuando el 52 % de los menores de 12 a 17 años, y el 47 % de entre 18 y 24 años viven bajo el nivel de pobreza, y cuando se añade a este cuadro que un 40 % de las y los jóvenes universitarios en nuestra principal institución de educación superior ha considerado darse de baja total, y el 29.6 % ha experimentado inseguridad de vivienda. A pesar de esta espiral de violencias estructurales, las adolescencias en Puerto Rico traen una memoria de resistencia, una creatividad comunitaria por las cuales merecen modelos que reconozcan esos saberes.
En contraste con estas carencias, encontramos adolescentes dedicados a la agricultura ecológica o comunitaria. También hay iniciativas juveniles en agroecología impulsadas por proyectos como Huerto Semilla, en Toa Alta, y Jóvenes de Borikén Agroecológico. Sus prácticas desafían el modelo de progreso colonial-capitalista, basado en importaciones y consumo, reivindicando el conocimiento agrícola ancestral y comunitario como parte de nuestro presente. Estas vertientes, presentan una adolescencia que aprende haciendo, cuidando la tierra y sosteniendo la comunidad, no por imposición adulta, sino por su propia vocación.
La educación que valida y viabiliza aprender de y para las emociones, identidades y resistencias se discute en el texto de Michelle Morales Santos (julio, 2025). Desde una mirada decolonial, implica que la escuela y los espacios educativos deben valorar la emocionalidad como conocimiento, pues las emociones de las adolescencias no son “problemas” que deban corregirse, sino señales de aquello que hay que transformar: injusticias, silencios, afanes de cambio. Asimismo, reconoce que muchos adolescentes portan memorias de maltrato por racismo o estigmas. Esas vivencias emocionales deben formar parte del currículo escolar, puesto que serán claves para su emprendimiento.
Contrarrestar el adultocentrismo y la doble vara es la consigna del texto de Cibelle Falcón Delgado (junio, 2025), en el cual denuncia la “doble vara de la adultez”. Se trata de desmontar la jerarquía generacional que reproduce patrones de control: los adultos como sujetos “plenos”, los adolescentes como “incompletos”. En cambio, adoptamos la idea de que la adolescencia tiene temporalidad y ritmos propios, y que su voz es valiosa. La participación juvenil que destaca Mónica Ponce Caballero (septiembre, 2025) se vuelve, entonces, en un acto de descolonización generacional, mediante el cual las y los jóvenes reclaman espacios decisionales, interpretativos y transformadores, no como “tentativas de crecer adultos”, sino como formas legítimas de existencia. En esa línea, el grupo Juventud Riopedrense en Acción Comunitaria (JURAC) es un colectivo de jóvenes —en su mayoría adolescentes y universitarios— que surge del proyecto CAUCE de la UPR en Río Piedras. Trabajan en la Comunidad Capetillo y áreas aledañas, integrando a jóvenes en proyectos ambientales, artísticos y de justicia social. De esta manera, rompen la idea del joven pasivo o “a formar”; en cambio, se reconocen como actores que co-crean soluciones para sus comunidades. Su acción está enraizada en el territorio, vinculando ambiente, identidad de barrio y justicia ambiental, una práctica decolonial en tanto se contrapone a la visión desarrollista y extractivista.
Sagar Noble Delgado (abril, 2025) y Mónica Ponce Caballero (septiembre, 2025) tratan las redes sociales y TikTok en sus ensayos. No se trata de ver los riesgos de la tecnología solamente, sino de reconocer que las adolescencias usan esas plataformas para redefinir estéticas, narrativas y voces marginalizadas, o para construir comunidades digitales que cruzan fronteras. Estas prácticas de “hacer comunidad” en formato digital son formas contemporáneas de resistencia, de reorganización de lo público-privado, de descolonización simbólica y cultural, nacional e internacional. Antes de ser una figura global, el adolescente Benito Antonio Martínez Ocasio —hoy conocido por su nombre artístico Bad Bunny— era un joven de Vega Baja que subía sus canciones a SoundCloud mientras estudiaba en la UPR de Arecibo y trabajaba como empacador en un supermercado de la zona. Su irrupción en el panorama musical mundial fue un acto profundamente cultural y generacional: un joven de clase trabajadora boricua que creaba arte fuera de los canales tradicionales. Lo demás, lo sabemos. Su trayectoria puede verse desde un enfoque decolonial, en la manera que sus propuestas estéticas desafían los modelos que le anteceden: sus canciones descolonizan la estética y el lenguaje al incorporar el español caribeño, el habla juvenil, lo cotidiano, la cultura y lo local desafiando el estándar global. Asimismo, rompe el molde de masculinidad tradicional expresando emociones, vulnerabilidad y estética fluida. Su historia constituye un acto de resistencia simbólica que reconfigura el lugar de las juventudes latinoamericanas para crear cultura desde los márgenes, sin esperar legitimación institucional.
En todos los textos, aparece el tema de la política, los entornos y la desigualdad. Para que funcionen y trasciendan las iniciativas, estas deben diseñarse con las y los jóvenes, no para ellos. Es decir, la participación debe ser auténtica, no solo simbólica. Los marcos de bienestar, educación y activismo deben considerar las herencias coloniales, las poblaciones marginadas (afropuertorriqueñas, indígenas, migrantes) y las desigualdades estructurales, además de reconocer que la adolescencia no es un problema que necesita a corregirse, sino un sujeto codesarrollador de políticas.
Las siete columnas traman una narrativa coherente: la adolescencia es una fase vital cargada de tensiones estructurales (colonialidad, desigualdad, adultocentrismo), pero también con potencial transformador. Revisarlas desde una perspectiva decolonial significa cambiar la óptica: dejar de ver “adolescentes que padecen” para ver “adolescencias que aportan, que crean, que tienen voz”. Esto implica repensar la educación, el bienestar, la participación, las redes, la familia y la comunidad como espacios donde la adolescencia es protagonista y no un mero objeto, donde la adultez se piense como entes de co‐construcción y no como contenedores de control.
Esta es la octava y última entrega de la serie Adolescentiens: identidades sentipensantes.
Otras columnas de la serie:
- Participación ciudadana juvenil: TikTok, activismo y comunidad
- Bien estar para estar bien: una vida saludable desde la adolescencia
- Educar en la adolescencia desde lo socioemocional
- La doble vara de la adultez sobre la adolescencia
- Alerta roja: la quemazón en los adolescentes
- Las redes sociales y su influencia en los adolescentes
- Reconceptualizando la adolescencia

